Es hora de que vayamos cambiando nuestros lugares comunes. Quizás ya no seamos tan parsimoniosos y el 104 pase más de lo imaginado, de lo fantasiosamente acordado.

“¿Cuál de todos te vas a tomar?”, pregunta el fotógrafo y señala que al menos tiene tres destinos. Y, dado el mito de su ausencia, el primero que se cruce con el mío: Costanera, estación Ancap.

En verdad, pasa y va cargado de gente. La mejor imagen de un montevideano es la que lo fotografía contra la ventanilla de un ómnibus. Esa especie de sosiego o de cansancio que le vuelca la cabeza contra el vidrio, como si ese viaje fuese eterno. Si a los montevideanos que viajan en ómnibus les sacaran los celulares de las manos, volverían inmediatamente a una especie de punto cero (y quizás a muchos libros), a ese algo que los define, o los congela. Es cierto que ahora (quién sabe dónde está el punto de referencia de esa expresión, quién sabe dónde está el antes) nos vestimos distinto y aparecen otros colores y muchos signos de una contemporaneidad rabiosa (ese muchacho con auriculares rojos y acolchonados), pero todos sabemos que la procesión va por dentro. Es contradictorio, sí, eso de salir de la parsimonia y entrar furiosamente al mundo, eso de ser tan distintos y tan iguales a nosotros mismos. Pero eso también se volvió parte o arte de nuestro modo de ser: tan laicos y anticaudillos, tan lejos de los ídolos y las famas fútiles y sin embargo nos rendimos ante el sincretismo religioso de un Luis Suárez. Será por eso, precisamente: cuando un pueblo ha pasado mucho tiempo sin creer en nada firme, Dios se venga enviándole un santo de colmillos sedientos. Una sed tan grande que ni el mar que se anuncia al costado de todo el recorrido del 104 (nuestra mayor metáfora de la espera) puede calmar. Quizás además de ser parsimoniosos y contemporáneos a la vez, también estemos un poco distraídos o más bien ahogados de la imagen del río. Es que no la tiene fácil una ciudad recostada sobre tamaño llamado. Además, las ciudades son eso, puro entrevero y contaminación de imágenes, esos barrios que se suceden uno detrás del otro y ese ómnibus histérico que no se decide del todo a ir por dentro o a tomar la rambla o si a quedarse en el punto medio, en el limbo. El punto medio (el del 104) igual nos dice mucho, nos ofrece una sucesión de imágenes que componen una ciudad de escalas. Ya en Malvín uno entra en otro estadio y no sabe elegir muy bien en qué casa ajardinada viviría (en este caso, el ómnibus va muy rápido). Otro sueño que alguna vez en la vida todo montevideano tuvo: una de esas casas, todas esas calles, ese silencio, el cielo abierto y limpio sobre un techo digno. Pero de pronto llegamos a Punta Gorda y como quien no quiere la cosa, en un abrir y cerrar de puertas, estamos en Carrasco, su lenguaje (carteles casi exclusivamente con servicios de lunch, bank, high) y su opulencia. La arquitectura desaforada, las mansiones y sus muros altos, el gusto terraja, también, de los nuevos o viejos ricos. Esa obsesión de construir moradas que emulan castillos.

Si bien es innegable que en la otra punta de la ciudad la arquitectura o el poder son la antítesis de todo esto (el viejo monstruo de dos cabezas), mejor hoy tampoco detenerse demasiado (no hay tiempo, el ómnibus sigue) en ese pensamiento bifronte. De pronto, el 104 deja su bipolaridad a un lado y se decide a andar a lo largo de la rambla. Pero ya a esa altura es una rambla distinta, más canaria que montevideana, más agreste, de arbusto y médano. Si uno se entusiasma demasiado y se deja llevar por el viaje (a veces es necesario) ya casi, en cuestión de cinco minutos, está en Rocha. Llegamos a destino, y si bien sabemos (no perdemos la razón) que estamos en Montevideo, la rambla como ruta nos pone cerca de cierto tránsito del interior. Tenemos que cerrar un ojo, claro, o darle la espalda al barrio. Tampoco es tan difícil. Cruzo la ruta y por un camino marcado por muchos pasos, decido introducirme, otra vez, al decir de nuestro mar.

Un hombre corta leña entre los arbustos y la carga en un carro con ruedas. Dice “buenas tardes” de forma amable y sigue ensimismado en su tarea. Camino diez pasos y, cuando sólo hay río frente a mí, me sucede eso que de extraño no tiene nada pero que siempre agradezco: ese suspiro profundo que sale del pecho sin que yo se lo ordene. Esa onomatopeya estirada que se repite tres veces, parecida o distinta (en todo caso, con similares efectos) a la de la primera llegada a Rocha en verano (que cada cual elija su balneario) luego de un año de horribles trabajos. Sí, claro, no es Rocha y es pleno invierno, pero esta analogía no se presenta por el clima ni exclusivamente por el territorio sino por esa necesidad de vacío, es decir, por toda esa playa a los pies de tus botas (no está nada mal esta forma de dominación) que no pisan otra cosa que no sea asfalto y por toda sensación que te va tomando si te dejás tomar. Allá a lo lejos (bien lejos por suerte), un hombre corre y desde la otra punta uno camina. No me interesan sus vidas ni a ellos la mía. Me interesa ese pequeño objeto cuadrado y de plástico con un ojo pintado (sólo uno) que me mira. Me agacho y recojo mi nuevo amuleto del piso y me dirijo hacia un barco que veo a unos metros. Un pequeño barco rojo con un palo vertical atravesado por uno más chico horizontal. ¿Por qué temerle a la imagen?: un barco rojo con una cristiana cruz. Así se me antoja el sacrificio de un Jesús montevideano, colgado a la cruz de un barco (rojo) y dispuesto a morir en el mar.

En esos delirios místicos me encuentro cuando percibo que a unos metros un hombre joven, con mate, termo y ropa manchada de pintura blanca (la mismísima imagen del obrero) de alguna forma me invita a conversar.

Detrás de los médanos donde está sentado se asoman los techos de tres casas. Mi sueño de la casa frente al mar le dice al obrero algo sobre una envidia o un placer que él no siente propio. Sí, ahí vive, lo dice con una tranquilidad cósmica o con verdadera indiferencia. Alquila una pieza con baño a 3.000 pesos por mes y comparte “el barrio” a orillas del mar con otros dos vecinos que por un “apartamentito” un poco más cómodo pagan 6.000. Un pequeño negocio del dueño del terreno y la modesta casa principal. Pero a él no le interesan ni ese negocio ni su trabajo ni esa playa. Hace apenas un mes que se mudó allí (antes estuvo en el Cordón, en Maldonado) y prefiere vivir en el Centro (por los amigos, por la joda), ganar un poco más que su jornal de 1.000 pesos sin seguro social, hablar de otras cosas que de mi encanto o ficción sobre una vida a orillas del mar. “Si habrá cosas para hablar más asombrosas que ésta”, me dice cuando le pido prestada su historia que comienza con su honesto rosario de malas pagas, juventudes perdidas, barrios pobres y su propio orgullo de sindicalista combativo. Le pregunto por unas botas amarillas, las clásicas de obrero, que están solas y dispuestas sobre un médano. “Son de un loco buenazo y de lo más laburante pero que se pierde con la pasta base”, me dice, mientras que cayendo la noche me acompaña hacia una salida de la playa. Está preocupado por eso, por el destino de ese compañero obrero que cuando “se vuelve loco por droga sale y hace cualquier cagada”. Y dice que lo dice por conocimiento propio, porque también él ha sido “bastante bandido”. Nada, nunca, es puro: hay obreros perdidos, paisajes contaminados, intelectuales que desean una experiencia mística.

Ahí vamos, el obrero y yo caminando con los pies en la arena bajo una luna que se anuncia luminosa y blanca reflejada en el mar. Él con su sueño (vivir en el Centro), yo con el mío (esa estadía mínima lejos del ruido y con vista al río), los dos compartiendo el mismo territorio (y unas confesiones honestas) pero con distintos destinos y rezos.