Si las calles fueran relaciones o amores, podría decir que Fernández Crespo fue la novia más fea que tuve, aunque nuestra relación simbiótica (sobre ella viví) duró cuatro años. Una novia travesti y sin cambio de identidad registral, porque su nombre de pila es Daniel.

Su principio (si convenimos que 18 de Julio puede ser un principio) está inaugurado por el gran sueño uruguayo: el famoso banco que siempre prometió la casa propia a costa de una vida en cuotas. Un sueño que cada gobierno renueva con un banco diletante, mientras pagamos alquileres de Europa y en Montevideo hay alrededor de 50.000 casas vacías, herencia para los gusanos. Un cuento viejo como el de la jubilación digna y los abuelitos contentos que nos muestra el gran cartel del Banco de Previsión Social, que nos sugiere tiernamente que los llamemos como queramos (Nono, Abu, Tata) pero que los llamemos, que los acompañemos en su soledad. Mejor sería, pienso yo, que todos esos viejos que fueron jóvenes y agacharon el lomo (alrededor de 100.000), y que no necesitan que los traten de ñoños, cobrasen bastante más que los 6.170 pesos de jubilación mínima que percibirán en octubre. No me gusta hablar de estadísticas ni de números cuando de la ciudad se trata, pero en este país de primera no viene mal pesar el liviano monedero de esa señora que camina agarrada de sí misma, que viste esa pollera desde sus años mozos, que sólo Dios sabe cómo hace para comprarles regalos a sus nietos. Enfrente están los también famosos techitos verdes con ropa working class design (nombrémonos en inglés, muchachos, que le quita dramatismo al asunto y nos coloca de lleno en la posmodernidad) y unos metros más allá, los restos de lo que fue otra feria de ropa para la clase obrera y la media, que ahora se convirtió en una estructura edilicia más fuerte, con decenas de cubículos que al menos, pienso, protegen un poco más a los trabajadores de la crueldad de este frío y de la maldad de los soles de enero (siempre que no sean de esos techos de chapa que sudan).

Es cierto: ésta y cada una de las decenas de máscaras de cierta montevideanez (permítanme la expresión) no encarnan en sí mismas el atributo de la fealdad. Es otra cosa, algo que uno va percibiendo y se va colando de a poco, a medida que toca a mi ex novia Daniel. Pero las más feas también tienen derecho a bailar y siempre hay un roto para un descosido. O, también, ¿quién dijo que los feos no pueden ser atractivos?

Entonces no es estrictamente la fealdad lo que define a Fernández Crespo, sino más bien la mezcla entre declaraciones e íconos con las imágenes de lo real, descarnadas: esa casa destruida que antes fue un palacete y de la que ahora salen los aullidos de niños llorones, los marginados prepotentes y orgullosos (el “lumpenproletariado” le decíamos antes, muchísimo antes), la jovencísima mujer embarazada pero de rostro más viejo que la casa vieja a la que cuatro hijos ya nacidos, uno al hilo del otro, le piden, le gritan, le exigen. Enfrente, igual, uno puede comerse los bizcochos rellenos de jamón y queso más suaves y deliciosos de todo Montevideo, aunque más adelante un Disco enorme tiente con ofertas chinas y su clásico “bajo la carne”, aunque la carne siempre suba. Si lo dejaran así para siempre, sin tilde, es el nombre perfecto para una película bien erótica de Pedro Almodóvar o un poema mortuorio que algún día me gustaría escribir (“Bajo la carne estos huesos, / este esqueleto inmundo / que ya en mi tumba / nada le dirá a nadie”).

Y al lado, del Disco o de la carne, los recuerdos, que a veces son la misma cosa. Allí nomás, un hogar estudiantil de los tantos que hay en Montevideo, con la peculiaridad de que es en el que dormí por muchos años, amuchado en una pieza minúscula con cinco varones más, con horarios de entrada y de salida, fingiendo que me gustaba el Derecho; decenas de canaritos vigilados en todo por la concepción represora de ese hombre sin escrúpulos que comanda el departamento de San José desde hace por lo menos 30 años. No vaya a ser cosa que los canarios portadores de morales y costumbres blancas (supuestos representantes en la capital de toda esa bobada gaucha) se encontrasen con las verdaderas luces malas, los demonios, su perversión. En fin, eso es el pasado, y que cada cual encuentre su liberación como pueda: lo cierto es que yo me las ingenié para meter amantes callejeros a escondidas por la ventana, cogí en la terraza, en los cuartos de las mujeres, en los baños, con otros canarios y canarias del mismo hogar, con propios y extraños. Ésa fue mi venganza y mi placer, blancos represores.

Ahora debemos seguir caminando (cada cual con sus pesos) y registrar todo lo que nos sea posible, para elegir lo que nos conviene o simplemente decir no. O creer, o rezar, o maldecir por esa calle que contiene 1.000 formas de la fe. De las santerías salen y entran hombres y mujeres cargados de velas y esperanzas; en un refugio nocturno, algunos hacen una cola en la calle, esperando (esperanza) un plato de comida caliente y una cama por esta noche; las sedes del Comité Central del Partido Comunista y del Partido Bolchevique del Uruguay no sé a quién esperan (o convocan) con sus hoces, martillos y la fea caricatura de Lenin; el boliche gay Caín espera por las noches de los fines de semana a buena parte de los hijos del matrimonio igualitario (de poses al infinito pero desesperados de amor); la calle Nueva York (perdonen la digresión), cubierta de árboles, invita al sosiego; un grupo de anarcos sostiene un proyecto cultural, La Solidaria, que con la sola inscripción en la puerta (“Mano abierta al compañero, puño cerrado al enemigo”) auspicia mi ser huraño. Que Dios, Bakunin y los anarcos uruguayos me perdonen, pero a veces toda sus libertades innegociables y vociferadas y todos sus combates discursivos se parecen demasiado a un eslogan publicitario, un panfleto o a una simple declaración de principios. No sé, otro día capaz que entro y logro que me conmueva algún anarco silencioso y sin verdades acabadas.

Además, cada cual hace su juego, busca lo suyo, encuentra su tribu, se defiende como puede. Ya sabemos: éste es el país en el que todo se formaliza, regulariza, el país de los trabajadores bajo una nomenclatura o una sigla. Me resulta conmovedora esa Asociación de Tortafriteros del Uruguay, evidentemente una asociación modesta enclavada en una casa pobre. Más que conmovedor me resulta exquisito, como las mismísimas tortas fritas que engullo, como cliente fijo y fiel, cada vez que puedo, en cualquier punto de la ciudad. Y cerca, otra vez, lo extremo justo frente a un liceo: una sucesión de casas derruidas y miseria, ropa colgada sobre la calle, perros sarnosos, niños sucios, sillones hechos jirones sobre la vereda, túneles oscuros donde vive gente, gente, gente. Alguien inmensamente grande viene en mi auxilio (por estos días no ando leyendo programas electorales con promesas para futuros gobiernos): “En el gran abandono lánguido que rodea la ciudad, allí donde la mentira de su lujo va a chorrear y acabar en podredumbre, la ciudad muestra a quien lo quiera ver su gran trasero de cubos de basura”, escribió Céline en Viaje al fin de la noche.

Es cierto también que hay momentos, instancias o atmósferas que pueden salvar a una calle, a un país o a un individuo de tanto sueño, ideología, miseria, fealdad o nihilismo: a la belleza aplacada de la feria de Tristán Narvaja los domingos, que se codea luminosamente con Fernández Crespo, no hay con qué darle. Ilumina, sosiega, nos vuelve transeúntes sin discurso.

Ese discurso que se repite desde el comienzo de los tiempos y que encuentra su paraíso y su destino (y la gran estafa) en la imagen que cierra el recorrido: exuberante y opulento, distante, el Palacio Legislativo intenta convencernos o seducirnos desde siempre con eso otro gran sueño. Principio y final de todo: los sueños de la casa propia y el de la democracia perfectamente representativa están carísimos. En el medio y por los costados, la vida que todo lo fisura.