Vengo esquivando este acercamiento a esa zona de la ciudad como quien le huye a su mayor miedo. Me rondan en la cabeza (precisamente en la cabeza) aquellas palabras de Delmira Agustini: “Yo no sé si usted ha mirado alguna vez la locura cara a cara y ha luchado con ella en la soledad angustiosa de un espíritu hermético”. Es que más de una vez he visitado el adentro de esos muros que contienen ojos extraviados o interpelantes, ese encierro asfixiante del alma, esos cuerpos tambaleantes y empastillados, esa pobreza material, esa violenta soledad. Los vi por decenas en la Colonia Etchepare comiendo en latas como si fueran perros, no me olvido nunca de aquella mujer que mientras me pedía un cigarrillo me acariciaba una mano y suplicaba con mirada extasiada (a mí o a cualquiera) una promesa de amor. Aquellas veces pedí autorización y fui acompañado por directores o médicos que me lo explicaban todo: grados de locura y marginación, patologías de tratables y de esas inasibles.

Ahora no, sólo quería bordear el espacio destinado a nuestros locos, apenas registrar algunos gestos, ver cómo entran y salen y de qué forma el barrio duerme su cordura.

La sala de admisión está repleta y yo, sin entrar en los complejos intrincados de la mente, veo pobres. Veo viejos solos; un hombre que cuenta, como si de monedas de oro se tratara, la cantidad de pastillas que contiene un blíster; una mujer joven y también pobre que apurada sale con tres niños rodeándole las rodillas.

Empujo una puerta y no se abre, repito la operación con otra y está cerrada a cal y canto. Tengo que inventarme una excusa para sortear la vigilancia (no delatarme como periodista, eso que siempre despierta suspicacias o paranoias) y la encuentro cuando le digo a una mujer si puedo entrar al patio a ver esa iglesia que en el medio se erige. “Está bien, pero sólo hasta ese escalón, ni un paso más”, me dice. Agradezco ante la iglesia antigua ese permiso y pienso en esa configuración extraña, de una epistemología viejísima: la Iglesia católica a través de su Dios y la psiquiatría desde hace por lo menos dos siglos han sido aliadas, copulan en su confesión. Igual ahora las puertas enormes y de madera carcomida por el tiempo de la Iglesia están tan cerradas como ciertas formas de la fe. En el final de su estructura y bien cerca del cielo, dos ángeles o santos (no sé muy bien la diferencia) custodian la casa del señor. A uno de ellos le falta literalmente la cabeza, es puro cuerpo. Un santo sin cabeza en un hospital psiquiátrico. Husmeo hacia un lado y el otro y en cuestión de segundos ya violé el pacto: en uno de los patios una muchacha toma mate con una visita ocasional, los enfermeros o médicos van y vienen y ni se percatan de mi existencia. Un hombre negro, corpulento y desdentado me detecta con la sapiencia de quien huele a un intruso en un territorio que no le es propio. Me detecta, se me acerca, me rodea, busca con sus ojos encendidos la evidencia de mi miedo. Su mirada está llena de palabras que yo callo. Vuelve a su banco, me mira de lejos, sus ojos no se encuentran con los míos (lo esquivo) y me olvida.

Me envalentono y me voy al otro patio. La arquitectura desvencijada y conocida fue la de un palacio. En otro banco, una veterana fuma solitaria y abstraída. Me pregunta, por favor, si tengo la hora exacta. Sí, las 16.07 minutos. “¿Recién?”, afirma y pregunta como si sintiera que el tiempo o la vida se hubiesen detenido para siempre. Por un pasillo y otro escucho silencios inquietantes, veo esperas interminables, personas que caminan como zombies. Bajo una escalera que termina en un patio abandonado mientras una mujer la sube. Tiene un gorro de esos quirúrgicos azules que le cubre la cabeza y come un bizcocho con la ansiedad de un hambriento. Dos escalones más abajo un psiquiatra me pregunta qué estoy haciendo allí, si visito a alguien. Ellos, los psiquiatras, te detectan. “Me vino a visitar a mí” dice con convicción y en mi auxilio la mujer del gorro azul. El psiquiatra también la detecta a ella y amablemente me ordena irme. “Soy un ciudadano, sólo eso, que está conociendo las instalaciones”, le digo con argumento bobo o triste pero cierto. “Esto es un hospital psiquiátrico”, me dice con sensatez, mientras siento su cuerpo muy cerca del mío y algún estremecimiento cuando le cuenta a un policía, y luego a la vigilancia, que literalmente me escabullí en el terreno cerrado de la locura. Sé de la delicadeza del asunto, que existen padecimientos psíquicos (y quizás hasta peligros) reales, sé de la complejidad de eso que llamamos salud mental, sé que aquello no es un paseo para un flaneur, sé que para visitar a los encarcelados y los locos hay que pedir permisos. Sé de todo eso pero también que nadie está tan a salvo y que de vez en cuando nos vendría bien no aislar tanto a nuestros locos, sé que quiero escucharlos, verlos, observarlos no como bichos raros sino como personas que quizás se perdieron. Me voy, pido disculpas, alerto que alguien dice “no tiene cámara”. Tengo un bicho molesto alojado en el estómago. Tengo miedo, tengo sed, me alivia y agradezco por todos los cielos no tener que ver cada día (hasta ahora, Dios me ampare) al santo sin cabeza.

Afuera me lleno los pulmones de ráfagas de libertad mientras rodeo el hospital. Justo en la calle Santa Fe dos pintadas hablan de otros delirios: “Te dedico esta luna…” y “Dejame ser parte de esta locura”. La manzana toma una forma rara, ya no es cuadrada (qué extraña una manzana cuadrada). Una cancha de fútbol comparte el límite con el hospital.

Decenas de niños juegan. Me acuerdo de ese pasaje magnífico de El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, cuando el protagonista, Holden Caufield, sólo desea (como si fuera un destino o un llamado) cuidar a los niños que juegan a la pelota al borde de un precipicio. Atrás también se ve la iglesia y una torre que bien podría ser la de las Panorámicas, ésa donde otro de nuestros locos escribió (y compartió con más y más locos) los mejores de nuestros versos.

Ahora camino por la calle San Fructuoso y me encuentro con otra forma delirante: un gimnasio a tope lleno de hombres que se desquician por sus músculos. Al lado, un pequeño cartel: Bibliobarrio. Hoy estoy en modo literatura y decido entrar. Un hombre de ojos azules y penetrantes me da la bienvenida, me presenta a otros dos y me muestra los anaqueles de libros. Inmediatamente percibo una forma de alteración empática que me sosiega y la corroboro cuando leo un volante: “Locos por la Bibliobarrio”. El proyecto es sencillo y modesto pero de una grandeza implacable: la gestionan algunos universitarios y otros vecinos con “padecimientos psíquicos” a través de un proyecto de extensión y por el apoyo del presupuesto participativo (hasta noviembre al menos). El chiste sobre que todo universitario queda medio loco, sobra. La biblioteca es pequeña pero rebosa de títulos notables en literatura, poesía, historia, pensamiento, viejas y nuevas ediciones. A veces hacen actividades en conjunto con el Vilardebó, pero sobre todo con la radio o los talleres literarios. Fe loca en la cultura.

Aceptan donaciones, sí, pero siempre seleccionan, estudian lo que quieren. Se me ocurre, muchachos que gestionan editoriales independientes, que los llamen, que se sumen a esa demencia (qué locura le podemos pedir a las multinacionales del libro). A los vecinos del barrio les cobran 40 pesos por mes y les llevan y retiran libros y algunas películas a sus casas. A los de otros territorios, 80 pesos. “¿Te gustaría hacerte socio?”, me dice uno de los bibliotecarios y yo con qué tupé me voy a resistir. Miro los títulos y compruebo otra vez que podría pasarme días o años enteros entre esos libros. Ahora clasifican la sección infantil y tienen en todo un estante los preferidos o más leídos o algo por estilo. Recorro el estante y me encuentro con lo que llaman lo “más popular” (Galeano, Benedetti, García Márquez) y otros que me desorbitan los ojos: casi todo Foucault, Sandino Núñez, Huxley, Baudelaire. Siempre se dijo, los locos saben. “¿Y no te vas a llevar ningún título?”, me dice uno invitándome a que me ponga prontamente a leer. Elijo, así, sin mediación mayúscula, Los anormales, de Michel Foucault. “Después decinos qué te pareció”, me comenta el bibliotecario de ojos azules y penetrantes y yo no puedo retener la conmoción cuando en la parada del ómnibus despliego la lista de los últimos títulos que adquirieron y veo que la encabeza, por partida doble, Delmira Agustini. Yo sí he mirado la locura cara a cara, y si bien no he salido ileso, tampoco creo en los anormales.