La necesidad de salir de esta ciudad resulta imperiosa para saber que más allá de sus límites o su endogamia, el mundo entra en expansión. Es complicado salirse de ella cuando de ella se trata. Sería como descifrar a una mujer sin tocarla o entrar en sus profundidades por medio de una fotografía. La mujer o la ciudad son una representación, claro está, un símbolo; la “mujer no existe”, dijo Lacan, y alteró a estudiosos y transeúntes. En fin, salir de la ciudad es como sustraerse de una ninfómana, de un agujero inasible o de un magnetismo profundo. Esa mujer que no existe y que, sin embargo, ha perturbado a la humanidad entera. La analogía es un simple festejo del lenguaje y sus metáforas; que ninguna mujer o ciudad se sienta minusválida o bruja. Son sólo símbolos, ficción. Como esa niña-mujer de unos 13 años que viaja en el 494 hasta el justo límite de su destino y que en principio no se deja tocar (metafóricamente, por Dios, no seamos tan literales) porque sólo habla con su amiga de piercings en la lengua y el ombligo y “las naves” rosadas y amarillas, divinas, que se compró otra amiga, y, sin embargo, trasluce en su mirada otros asuntos más dignos y prometedores que toda la parafernalia de una niña-mujer producida hasta el hartazgo de la repetición. Salen del liceo y no tienen más que esa conversación, y son decenas de liceos y de muchachos que bajan y suben, casi todos con los mismos temas: las naves (como championes y no galácticas), el recreo, los partidos (de fútbol). Pero noto la diferencia de esa niña-mujer cuando la otra niña-mujer se baja y ella continúa sola, prendida a la ventanilla, al delirio de sí misma mientras ve, como yo, la sucesión de antiguas casas-quinta que de pronto transforman (a medias) a Montevideo en un pueblo rural engalanado por la belleza de esos campos cubiertos de limoneros.

A medida que el ómnibus se va despojando de pasajeros y se aleja de la ciudad (o se acerca al campo), algunas cosas se vuelven más claras: la mirada de esos dos niños (creo que son hermanos) vestidos de escuela pública, que van de una ventanilla a otra como si fuese (que no lo es) la primera vez que hacen ese recorrido. La mirada expectante y ansiosa, los ojos desbordados, del más grande me sitúa ante un reflejo remoto, antiguo: veo en ese niño al niño del campo que fui a los diez años; veo en su mirada mi mirada de flâneur rural, una búsqueda de una respuesta mayúscula. Y más claramente lo veo cuando el ómnibus se adentra por un camino que llega hasta la puerta de la cárcel del Compen (antes era el Comcar, pero ya sabemos: el artilugio de cambiar la nomenclatura para sostener el gatopardismo sigue funcionando) y el niño llama a su hermano y le dice: “Desde acá se ve mejor”. Y no sé muy bien qué es lo que quiere ver, pero sé (mi niño interno me habla a través de sus ojos desorbitados y un poco tristes) que se está haciendo una pregunta violenta, angustiosa, casi indescifrable: se está preguntando sobre el encierro y la libertad y sus sentidos, de la misma forma que yo y aquel niño que fui y todos los que nos hacemos alguna pregunta alguna vez en la vida. Ahora, de grande y con mi niño avejentado, sólo les rezo a las fuerzas mayúsculas del orden (el que sea) para que ni él ni yo (ese juego de espejos) tengamos que atravesar jamás esas puertas que a través de una imagen superficial nos permiten intuir el infierno, el encierro del alma: ropas colgadas de ventanas minúsculas, en un gran predio enrejado, en medio del campo. El 494 se aleja de esa pesadilla y entra sigiloso al pueblo Santiago Vázquez. Casi nada voy a decir de ese pueblo porque me parecen un atentado o una ofensa esas visitas médico-periodísticas que hablan de los pueblos o del interior con el sueño bucólico del capitalino, esas miradas que descartan los infiernos grandes de los pueblos chicos porque temen que todo el idilio se les desmorone con los fantasmas que ocupan las habitaciones y se sientan en las plazas. Siento la necesidad de decirlo: el interior trae cierta calma, pero también es profundamente sórdido, oscuro y represivo. Este pueblo no es exactamente el interior (es más, es un pueblo de Montevideo), pero porta un misterio, tiene calles, casas y recovecos encantados. Es todo lo que podríamos decir cuando de visitas médico-periodísticas se trata.

Lo demás es pura percepción, ninguna sociología. Estoy sentado casi debajo del puente viejo (por el que siguen pasando vehículos) que une o separa a Montevideo de San José. Sentado ante otro río y con la paz de una milanesa al pan y un refresco frío bajo este sol de agosto. Algunos adolescentes toman cerveza o comparten un mate, dos se arrullan contra un viejo árbol caído. Es sólo eso y nada menos: un puente que separa dos territorios, un río calmo, un pueblo a un costado, el mundo lejano. Patos, bicicletas, parejas; una clasificación que invita a desperezar el silencio, aunque, maldita sea, más atrás un cartel nos sitúe en los humedales del Santa Lucía con una segunda inscripción sugerente: “Centro de Interpretación”.

Me adentro en los humedales por un largo y angosto puente de madera, mientras el paisaje me va cooptando: los millones y millones de juncos (más que miles de poblaciones mundiales) componen un cuadro que sería la envidia del mejor de los pintores naturalistas. Las gradaciones del amarillo, el marrón y el verde (con palmeras y montes de fondo, bajo un cielo azul rabioso) transforman de pronto esa imagen en una visión onírica. Más adelante, una familia entera come a sus anchas lo que, supongo, fue una potente vaca, y amigos y parejas mantienen la distancia necesaria entre sí para entrar en la naturaleza. Cuando termina el puente, un muelle cobija unos pequeños barcos pesqueros y rojos. Un viejo lobo de mar habla de mujeres, niños y libertad con un joven pescador, mientras esperan una embarcación que se aproxima. Un sosiego mayúsculo se apodera de mí hasta que (siempre hay un hasta que) del barco esperado veo salir a un pescador con la remera sujetada a la cabeza y su violento tórax con gotas de sudor ámbar, luchando con cuerdas y mares (ni que fuera Simbad) mientras atraca la barca. Siempre sostendré lo mismo: los sentidos bucólicos desaparecen ante cualquier expresión de la animalidad, la mía. Igual hago el esfuerzo y lo (y me) humanizo: vienen de recorrer horas de río en busca de corvinas blancas, pero hoy llegan con las manos sin escamas.

No hay que preguntar mucho cuando los signos lo dicen todo: una cerveza entre tres, una empanada para cada uno y cierta ironía sobre la abundancia dilucidan enseguida que están lejos de ser patrones y grandes martenientes (viene bien el neologismo). Me confabulo con los trabajos duros, reprimo el deseo hacia Simbad y especulo sobre distancias y mundos extraños cuando puedo apropiarme de los camiones, los autos, el puente y el sol con la sola medida de mi pulgar izquierdo. Será por eso que los hombres nos creemos centro y epicentro, porque lo único verdaderamente real, asible, palpable, es nuestro propio cuerpo que se agiganta (es mentira que se achica) frente al universo entero. Supongo que digo todo esto porque estoy habilitado por la zona: en el mismísimo Centro de Interpretación.

Decido un caballeroso y sincero “buenas tardes” a los pescadores viejos y a los de violenta belleza (y gran pesca en la próxima, todos los días de sus vidas), y me dirijo hacia el pueblo en busca de la vuelta a casa. En la parada, una pareja me trae de nuevo a la cárcel (preámbulo o epílogo de Montevideo, depende de si se entra o se sale) cuando adivino el destino de esas bolsas transparentes que tienen en las manos, llenas de paquetes de fideos, botellas plásticas de aceite, harina, yerba y todo lo esencial para que alguien pase una temporada en el infierno. Se toman otro ómnibus y yo deseo que mi percepción sea equivocada, hasta que paso en mi ómnibus otra vez por la infamia contemporánea de la cárcel y veo que las bolsas transparentes se repiten como la sed y el hambre. Me angustia todo ese encierro, pero agradezco a todos los cielos la libertad de esta hembra ninfómana y paridora llamada ciudad.