Hace meses o años que me juro ir a esa iglesia roja, o más bien anaranjada, y que de lejos parece un castillo majestuoso. Desde distintos puntos de la ciudad se la ve enclavada allí, en el punto alto del Cerrito de la Victoria, como una dama antigua y fastuosa, lejana, que mira desde arriba a todos los mortales. Siempre deseé invertir la mirada y ver cómo se despliega la ciudad ante sus pies. Con esa pureza puede un cronista desear cualquier cosa hasta que lee los diarios y en su cabeza se entreveran noticias, realidades y poesías que vienen a contaminarlo todo. Voy a esa iglesia el mismísimo día en el que leo (en este diario) que el arzobispo de Montevideo, Daniel Sturla, se reunió con grupos de jóvenes de todo pelaje (blancos, scouts, frenteamplistas, militantes sociales y católicos) en uno de esos talleres integradores de la juventud en torno a distintos temas.
Un asunto, una gran pregunta, los convocaba, y Sturla dio vueltas y vueltas hasta encontrar divinamente el hallazgo discursivo o bíblico que venía a salvarlos a todos. “Si una persona es homosexual y católica, es parte de la Iglesia”, remató diciendo, porque la Iglesia es “una casa abierta a pecadores”, había dicho antes. Entonces todo se me entrevera: religión, política, juventud, paseo por la ciudad y sexo. Y un poco de poesía, che, que siempre hace falta. Nuestra Idea, tan herejemente religiosa; ella, la que parece hurtarle palabras a la Biblia para condenarnos de muerte y erotismo. La que ruega, maldice, escupe salmos, suplica amor. Idea, la poeta que reconvierte los rezos divinos y los hace carne o trizas. La pecadora que nunca quiso cruzar las puertas del paraíso (más que al de la infancia) aunque escriba “concédeme esos cielos / esos mundos dormidos / el peso del silencio / ese arco / ese abandono / enciéndeme las manos / ahóndame la vida con la dádiva dulce que te pido”, y sin embargo dejó una nota expresa, casi una esquela (que siempre era un poema), que ordenaba: “Nada de cruces. No murió en la paz de ningún señor. Cremar”.
Entonces con todo eso voy en la cabeza (o en el cuerpo) en el 156, dispuesto a trascender las puertas de la iglesia y de mi poca fe, pero llego, oh lunes, y está cerrada a cal y canto. El único día de la semana en que no hay misa, el único día en años que decido visitarla, las puertas de la iglesia están cerradas para mí. Podría haber recurrido a Google, claro, pero yo creía que un encuentro con Dios no se pautaba. Igual puedo evocar otras misas, las de la infancia y aquella imponente que viví en Madrid hace casi 15 años. Cientos de personas en una procesión interminable que me llevaron de los pelos a tomar la hostia más exquisita, curativa y mancomunada de la historia. (Es cierto que el hashish español de principios del 2000 era tan potente como los cogollos uruguayos que algunos amigos plantan ahora, pero mientras la epifanía se haga evidente, poco me importa por dónde venga).
Todo se me viene encima, entonces. La preciosa iglesia color ladrillo de cúpulas excelsas; las tres ancianas que arrastran los pasos y no se persignan cuando pasan frente a sus puertas (una recoge una colilla de cigarrillo de la calle); los tres muchachos de barrio que esperan a un cuarto que mea sin pudor contra una de las columnas de la fe; el perro negro que me persigue cuando doy vuelta a la manzana y se sienta a mi lado cuando me siento, me olfatea las manos, me busca la mirada, el puto perro negro que huele mi soledad.
Ahí estoy, suplicando la compañía del Señor aunque lo único que tengo enfrente es un Jesucristo enorme (me mira de arriba, es obvio) que con una de sus manos parece saludar con la V de la victoria. Se me vienen a la cabeza Sturla, el papa Francisco, el peronismo y la Iglesia, los jóvenes de todos los pelajes pidiéndole comprensión a la Iglesia. Todo se me viene encima, pero principalmente una pregunta que me agobia: ¿qué le piden esos jóvenes al comandante de la Iglesia uruguaya cuando le hablan de fe, Iglesia y homosexualidad? Más exactamente, ¿qué buscan? Para mí, es más viejo que la política y que la poesía: buscan el perdón. Perdónanos por haber pecado, intégranos a las instituciones, bendice este deseo. ¿Qué quieren, finalmente? ¿Casarse impolutos? ¿Entrar por la puerta grande al cielo infinito? No, quieren el perdón para los pecadores (primero fue el verbo, ¿no?) Si es así, cambiemos de Dios, hagamos una ceremonia en serio, dejemos de besarle los pies a Cristo (aunque, crucificado y todo, siempre fue sensual el muy hijo de María con ese bóxer blanco), metámonos de lleno en la fiesta de Dionisos, dejemos de poner la otra mejilla (la otra cara de la visibilidad), pongamos el órgano que no quieren nombrar y que nosotros ya no nombramos (o que nunca nombramos), pongamos el culo ofrendado al señor. Antes de ser liberados en espíritu y que la Iglesia nos acepte como pecadores, dejemos que el cuerpo hable o más bien tiemble, que ninguna imagen venga a salvarnos, a mentirnos. Pero que no ardan todas las iglesias, no; ese decir anarco niega todo arte.
Si la única luz que ilumina es la de las iglesias ardiendo, quédense con todo el anarquismo mundial, y ojalá que mi dios me conceda la posibilidad de conocer la Capilla Sixtina, Notre Dame, todos los templos de todas las religiones construidos por genios. Entreguémonos a ver los símbolos y reconvertirlos: ¿cómo hizo esa santa, al costado de la iglesia del Cerrito de la Victoria, para parir a esos tres críos que le salen debajo de las polleras? Seguro que no los abortó, porque ahí están, testimonio vivo de un cuerpo que fue llamas. Hagámosles todos los juegos y las ceremonias a la iglesia y los partidos, pero no comamos santos o, lo que es más sacrificial y deshonesto, no entreguemos cada vez nuestros cuerpos al Señor.
En todo caso, demos una vuelta por el barrio y observemos el sueño de los justos. Dios santo, el perro negro me sigue acompañando; las preguntas y los poemas y las imágenes, también. El poeta griego Constantino Kavafis (aunque yo diste de serlo) viene a mí con su poema “Cuando aparezcan”: “Trata de asirlas, poeta, / aunque no consigas retenerlas, esas visiones eróticas. / Sitúalas, veladas, en tus versos. / Trata de asirlas, poeta, / cuando aparezcan en tu cerebro / a medianoche, o en el brillo del mediodía”. No sé si será la media tarde y la siesta, la Iglesia, la política y los homosexuales pecadores, o Idea y Kavafis que me suplican una verdad, pero lo único que veo son obreros que tienen intervenido medio barrio, que levantan con sus fuertes brazos veredas enteras, que están colgados de las columnas. Veo, como una aparición o un ángel, a uno negro que lleva un crucifijo enorme en medio de su pecho augusto. Y más allá, sobre General Flores, toda la avenida levantada por decenas de obreros, y los muchachos de Acodike y el Regimiento de Blandengues de Artigas entero (podría ser un vestuario de futbolistas, lo mismo da), y un gran cartel al lado de una casa mayorista de algo que se llama -lo juro por Dios- Adonis. No sé. Será la visión erótica provocada por tanta represión discursiva durante milenios, y ahora por los que piden: “Acéptame, Cristo, y, sobre todo, perdóname”. Los scouts, los frenteamplistas, los blancos, los militantes sociales, los que piden perdón por ser muy putos.
Me hago a un lado, busco un café. Sobre General Flores encuentro el bar Alonso. Justo Alonso, el verdadero nombre de quien creyó ser Don Quijote. Alonso, que murió de fantasía o de deseo. Alonso, que en verdad nada tenía que ver ni con Dios ni con caballerías. Alonso sin Dulcinea, sin amor romántico ni carnal, apuñalado por su propio delirio. Enfrente, el bar Sin Bombo. En eso pienso, muchachos: menos bombos y platillos u otra ficción que no sea la de esa aceptación divina. O en otro verso de “La suplicante” (“Estás solo, lo mismo / ebrio / lúcido / azul / olvidado del alma, concédete a la hora”) o de Kavafis: “Cuando la memoria del cuerpo se despierta / y un antiguo deseo atraviesa la sangre, / cuando los labios y la piel recuerdan, / cuando las manos sienten que aún te tocan”. Pienso en esos versos, en otras súplicas. Y en el perro negro que me decido a acariciar.