No fue la primera. A comienzos de abril de este año, en Piriápolis, Raúl Sendic quiso alborotar el avispero con aquello de que la clase media no se reproducía porque miraba mucha televisión. Sin presentar propuestas concretas, pidió que el Estado promoviera el apareamiento de la clase media, esa especie en extinción que durante la crisis parecía una triste manada, que huía o se escondía en sus cuevas para resistir la carestía del viento y la garúa de la precariedad.

Ahora la clase media goza de mejor salud. Pero no se reproduce, es verdad. Los demógrafos pueden explicar mejor que nadie por qué. Su extensa bibliografía no menciona la telenovela ni el mal uso del tiempo libre. Sendic no parafraseó a quienes se rompen los ojos para averiguar por qué la gente no tiene hijos y cuál sería una solución seria para lograr el alumbramiento masivo.

No fue la única. El mes pasado, cuando salió a pegarle porque sí a la oposición, se olvidó de su propio apellido. Dijo que un candidato y el otro usaban mal su marca de origen: uno por esconderla, el otro por ponerla como centro de mesa. Uno le sugirió que generara propuestas en vez de conflictos desde los medios. El otro le dijo que dividir para reinar es algo del pasado, que se gana con propuestas, no con ataques.

Sendic hijo se calzó los patines: “Nosotros no nombramos a nadie con nombre y apellido, hablamos de los nombres y apellidos. Yo no nombré a nadie”. Algo parecido había respondido su compañero de fórmula presidencial, Tabaré Vázquez, cuando, sin nombrarlo, parodió a uno de los competidores en las internas.

No fue la última. Hace pocos días, una periodista del diario argentino Página/12 le preguntó cómo se acaba con la impunidad en Uruguay. Sendic dijo que al oriente del río no hay impunidad, y para ilustrar a los vecinos se mostró satisfecho con que haya “un grupo de militares […] muriendo en la cárcel”. Esta vez sí nombró a uno de ellos, un innombrable. Dijo que nadie es impune en esta orilla. Pero la verdad es que aparecieron solamente cuatro de los 200 desaparecidos durante la dictadura cívico-militar, sin mencionar las torturas que reciben hoy los adolescentes en dependencias estatales.

En la misma entrevista, Sendic adelantó que si el Frente Amplio gana las elecciones no habrá cambios en la ley que reguló el mercado de marihuana. Pero abrió el paraguas de la duda personal, dijo que deseaba estar equivocado pero entró a la pista de hielo. “Mi única duda sobre el tema es el riesgo de correr la barrera de lo prohibido. Si la marihuana no está prohibida, podría aparecer en los jóvenes la necesidad de consumir lo que no está permitido, entonces se puede correr esa barrera de lo prohibido, que puede llevarlos a situaciones más riesgosas”.

Conviene desarmar por lo menos dos de las apreciaciones personales que traslucen esas palabras. Correr la barrera de lo prohibido se puede leer de dos o tres maneras. La más clara parte de una corazonada que da por válida: que la marihuana estaba prohibida antes de se aprobara la ley. Esto no es así. Desde la década del 30 hasta que la dictadura permitió su consumo las drogas estuvieron prohibidas; por eso se reguló la venta y la plantación, porque el consumo ya era legal.

La segunda apreciación es sobre la teoría de la escalera, la que repite que se empieza con el porro y se termina con lo que cada imaginación cree. La evidencia en Holanda y lo poco que se conoce todavía del mercado en Washington y Colorado dicen lo contrario.

La “teoría” de la escalera es un prejuicio disfrazado. La de los dos demonios también. No es equiparable la violencia del terrorismo de Estado con la de los grupos que la dictadura reprimió hasta la extinción. No lo es por muchos motivos, y el primero se llama impunidad. Al igual que la falsa teoría de la escalera, esta concepción hace sedimento en la sociedad tras la decantación de los prejuicios que sobrevienen a la falta de información. Y sobre los prejuicios, vaya que hay literatura.