Mirar desde arriba no es lo mismo que creerse superior. Uno mira desde arriba a un niño (de ésos que son inteligentes o locuaces, claro, o ésos que tienen un mundo suyo) y por lo general se siente un imbécil. Es todo lo contrario: mirar al mundo desde lo alto para sentir la nimiedad, lo ajeno, convertirse en mosca, pájaro, entidad inexplicada. No sé por qué pasa que los habitantes de una ciudad ignoran lo más propio que a veces también es lo más digno. Es cierto, ya lo escribió Fernando Cabrera hace años y nos nombró en un verso largo y cantado de un solo tirón: “Subo el alma a la azotea/ para que el alma esté libre y pueda jugar”. Antes de esa libertad buscada, Cabrera nos había situado en una escena horrible (de la vida) hecha pura poesía dolorosa: “Llego a casa embrutecido/ hace días siento que no doy más/ Llego a casa empobrecido/ el trabajo es algo digno de odiar”. Ahora parece que estamos en otro tiempo y ya no podemos sentir (apenas está permitido evocar) esa rutina de tedio y sacrificio. Ahora debemos festejar un ínfimo 6 por ciento de desocupación aunque la inmensa mayoría de los felizmente empleados (un 50 por ciento de los trabajadores) sigan llegando a casa embrutecidos y lo que ganan (menos de 10 mil pesos por mes) apenas les alcance para jugar en la azotea. Estamos en otra cosa, otro estadio, ese odio digno lo hemos reconvertido en agradecimiento pobre, en silencio de pleno empleo.
Andamos así, como títeres festejantes, creídos de la nueva uruguayez, y en cualquier momento nos vamos a olvidar para siempre hasta de nuestros mejores poetas. “No suba más a la azotea”, será pronto el nuevo mandato discursivo que se nos colará por los poros y nos irradiará la sangre; una sangre sosegada, sin sabor, siniestramente silenciosa. O miraremos desde lo alto pero a través de drones (la empresa o el futuro acaban de llegar para quedarse) que nos aseguran una vista espectacular, un recorrido aéreo a lo google maps pero más real, más de película alucinada de Hollywood. Eso es lo que muestra el adelanto de lo que será (lo que se viene) cuando de apreciar o sobrevolar la ciudad se trata: edificios notables, plazas y calles limpias, por supuesto la rambla y su esplendor, toda una Montevideo que, vista así, parece otra versión del sueño arquitectónico y alucinado de Niemeyer. Será terrible (o verdaderamente hermoso) cuando algún hacker de alto vuelo se haga de los drones y muestre la ciudad sin esa falsa opulencia, la Ciudad Vieja hecha añicos, la mugre de las calles y los cantes que la rodean, la oscuridad nocturna y tenebrosa de algunos barrios (o de buena parte de 18 de Julio), toda su miseria, toda su verdad. Quizás no tendría que suceder ni una cosa ni la otra y sería bueno que además de las agencias de turismo y los administradores, también hubiese un dron por poeta o ciudadano. Si Tabaré Vázquez me prometiera eso, yo lo voto a mano alzada (vamos, candidato, hágalo, que usted pudo dar una computadora por niño y ahora promete una tablet por jubilado; vamos que “vamos bien” y no estamos tan lejos de tan grandes sueños).
El viejo sueño del pibe: ser pájaro. Pero como yo soy un ridículo andaría sobrevolando la ciudad a lo Roberto Carlos: como un pájaro herido. Herido de heridas ajenas. Mi sueño se parece al de los ángeles que sobrevuelan Berlín en la película Alas del deseo: lo ven todo, lo escuchan todo, suben para bajar y entreverarse entre la muchedumbre, arrancarles una pena, extraerlos del suicidio, compadecerse de los que trabajan o los abandonados, hacer contactos fugaces con los niños (los únicos que los ven), mirar con piedad a todo el mundo (nunca a un poderoso). Mientras sueño con mi dron, espero sentado en una azotea. Hay miles en Montevideo y no todo el mundo la tiene, claro, pero siempre se puede pedir prestada. Desde la casa de un amigo, mirar la bahía entera; desde otro punto, la sucesión interminable de techos blancos (y decenas de claraboyas); ropas colgadas; la ciudad que cambia de color en un momento preciso, exacto, ese momento en que primero se prenden las luces públicas (dos segundos antes de que llegue la noche) y enseguida los vehículos encienden sus ojos y diez minutos después miles de ventanas o patios interiores que despiertan del sueño del día para cobijar a los miles de empobrecidos que con o sin odio, pero siempre con dignidad, llegan embrutecidos a sus casas. Y ahí llega la noche y su misterio y el drama o la fiesta entera de la humanidad, lo inasible tras cada ventana, todo eso que ningún dron jamás podrá capturar (Dios así lo quiera porque la tecnología le viene disputando el reino). Y la calle y sus transas, el andar miedoso de la vecina, el mecánico de enfrente que limpia por última vez sus manos en el mameluco manchado, los muchachos augurando el verano con una cerveza fría, el pordiosero (está bien: el hombre en situación de calle) que se arma la cama en un minúsculo portal, ese silencio de pueblo (en esta azotea que fumo) que se contradice con esas torres como falos erectos y esos edificios ahora todo iluminados de rojo fuego o celeste patria. Los techos vacíos y esa niña extraña (o de extraños padres) que acaba de desaparecer de la azotea de enfrente. Algo que no comprendo del todo me susurra esa niña cuando la veo cada día y por horas, dar vueltas y más vueltas en su bicicleta roja a lo largo y ancho de una azotea minúscula. Necesito repetir la imagen para que me quede fija como una fotografía sugerente: una niña pedalea por horas en su bicicleta roja en una azotea minúscula.
Y tampoco puedo olvidarme de los gatos, sus andares sigilosos en techos, terrazas, balcones y azoteas (y la inconmensurable presencia de sus vidas en las nuestras, sobre todo esa invasión u ocupación que han hecho -ellos no, sus amos- a través de esa otra forma innegable de la “nueva” amistad, el Facebook), no puedo dejar de registrar sus bellos movimientos y, a su vez, sus insoportables aullidos, esos gritos de niños padecientes o fantasmas violados. En el campo, cuando entraban a la cocina y olían, husmeaban y se metían en cada intersticio de nuestra humanidad, una tía les llamaba, así, sin mucha teoría y ontología animal, lambetas; ahora a esa tía miles de personas la llamarían fascista y casi casi que pedirían cárcel por su agravio fundamental.
Creo que estamos todos y cada cual a la altura de su azotea, terraza, balcón o patio interno (lo que tenga a su alcance). El asunto es no renunciar a la azotea, que puede funcionar como metáfora coloquial y exquisita del pensamiento. Subir a la azotea (nuestra propia cabeza) para irnos y no de este mundo, para desembrutecernos o poetizarnos pero sin llegar al delirio del dron o de Dios. Subir a la azotea (propia o prestada) y encontrar un relato pequeño pero inmensamente nuestro, nada prestidigitado, un relato de pájaro callado, ala herida y ojos orbitados.