Seguramente la arquitectura sea lo que define (o lo que definió) la diferencia o distancia fundamentales entre la alta burguesía y la aristocracia criollas (dejemos por un rato a los pobres, los obreros y la clase media en paz). Parado sobre Agraciada, con 19 de Abril a sus pies, uno no puede más que asomarse, en primera instancia, de las narices y por los ojos, a una dimensión aristocrática de Montevideo. Sobre 19 de Abril hay mucho dinero, claro, pero está asociado a un gusto cultivado por décadas, bien distinto del que produce esas casas de riqueza petulante, excesiva, la verdadera decadencia terraja de los ricos carrasquenses. Acá las casas también valen fortunas, pero se salvan un poco del enunciado que alienta toda lucha de clases, gracias a la convicción de su estilo, a su arte.

La ancha avenida, cubierta de árboles, canteros, casas notables de dos plantas (sólo hay un edificio de cinco pisos) y jardines que ya desprenden los olores de los jazmines del país (el país del Prado), permite un paseo por la belleza sin que uno se sienta especialmente violentado por la vulgaridad del lujo (me puse ricotero). Y que le sucedan cosas extrañas: ganas de ser creyente y hasta de casarse de blanco, viciado ante la majestuosidad de la iglesia de los Carmelitas; sentarse a tomar el té de las cinco en uno de esos patios traseros que se vislumbran al costado de las fachadas de ventanales labrados por donde se ve un sillón del 900 que conserva su brocato intacto y comparte habitación espaciosa con estufa y bibliotecas de envidia. A uno le dan ganas de ser Carlos Vaz Ferreira o su hermana (o de pertenecer al abolengo de cualquiera de esas familias de pensadores y poetas de aquel Uruguay muerto y enterrado), le ataca una especie de dandismo incontrolable y por momentos hasta se siente Oscar Wilde (antes de la cárcel y la ofensa, claro). A uno también le dan ganas de ocupar (y aquí salta el anarcoarribista, o de conveniencia) esa casa abandonada y venida a menos, que con una pinturita y luego de desmalezarla, podría convertirlo -valga el oxímoron- en un hippie aristocrático.

Uno puede ser hijo de obreros, pero eso no necesariamente descarta el bueno gusto. Si lo sabrá, por ejemplo, el ex y seguramente futuro presidente de Uruguay, “mi hijo el dotor Tabaré Vázquez”, que de La Teja y todo, bien supo elegir el Prado luego de haber salido de su adorada clase. Está todo bien, compañeros, con el gran festejo obrero y todo lo que implica, pero tampoco seamos tan hipócritas: los que venimos profundamente de ese allá sabemos de sus limitaciones y dolores, y a la primera de cambios, no dudamos en mudarnos de barrio (léase como una metáfora). ¿A quién no le gustan esa arquitectura, esos patios, el olor a jazmín, una biblioteca enorme? No sé cuál debería ser el destino de todos países que hay dentro de este que nos tocó en suerte, pero seguro que no derrumbaría, de buenas a primeras, ese acervo. También me daría un poco de vergüenza (un poquito) esa elocuencia arengadora y festejante de los orgullos de clase cuando cultural y profundamente se es parte de otra (lo mismo, y de peor manera, hacen los caudillos conservadores y ricos cuando se sacan fotos en los cantes).

Igual, nada es tan idílico, nunca. A aquel Prado de los años 50 o 60 al que estas letras se refieren también se lo ha devorado la historia. De eso me doy cuenta cuando hablo con la escritora Edda Fabbri, que si sabrá de discursos obreros y de alta cultura. Sabe de discursos obreros porque fue tupamara de la primera hora y se comió casi 15 años de cárcel (esa experiencia puede leerse en su exquisito libro Oblivion (2007), tan lejos de adoctrinamientos, discursos de barricada y literatura testimonial de arenga popular), y sabe del Prado y su arte porque allí vivió toda su infancia y juventud.

Mil cuentos me ha susurrado de aquel tiempo pretupamaro, que dicen de una época que a veces no está mal añorar. Me quedo con los años 60 y la Quinta de Suárez, aquella casa donde la familia Pietrafesa (con Renée a la cabeza de un piano) recibía y propiciaba un ambiente cultural que ya quisiéramos hoy tener. “Era un templo”, me dice Edda con esa fineza en el decir que la define, un templo para aquellos “auditorios” por donde pasó un jovencísimo e inquieto Coriún Aharonián, un excelso músico como Héctor Tosar, una generación que se formaba en ese “templo en doble sentido, porque ahí escuchábamos música pero también aprendíamos a rendirle culto a la naturaleza”, rememora Edda. Y creo que me cuenta que andaban descalzos o en alpargatas, y entre plantas y camaradería artística. Me los imagino con los ojos extraviados de conmoción estética, escuchando a Schubert. Estudiando, formándose, sintiéndose orgullosos de ser parte de esa especie de casta del arte. Muchos de ellos luego optaron por el camino de la militancia y esa entrega ciega por el pueblo, y fueron encarcelados, exiliados o interdictos por la dictadura. Siempre me pregunto lo mismo: ¿qué impulsó a tantos de ellos -no le estoy preguntando a una generación entera- a tomar armas y soñar tan alto, sin prever esa caída o derrota segura y estrepitosa? Es claro que les pregunto desde el presente, porque no puedo viajar en el tiempo. De todos modos, ensayo una respuesta, siempre distinta: sabían que todo eso que sentían (no me refiero al dolor por el pueblo), esa conmoción estética, esa cultura, era el mayor de los privilegios, el más digno de poseer, y quisieron derramarlo como un sinfín de notas a toda la sociedad. Quizá, sólo quizá, no entendieron (tanto entusiasmo mundial había) que lamentablemente el arte no se impone y sólo queda cultivarlo como si se tratara de regar una única rosa en el más árido desierto.

Pero dejemos el pasado y volquémonos de lleno a esta tierra actual: Edda me cuenta que ahora es mentira ese Prado bucólico. Entre semanas criollas, exposiciones rurales y todo tipo de fiestas y festividades, los ómnibus no paran de circular por cualquier calle y el ruido permanente alteró para siempre un sosiego que al barrio le era propio. Lo compruebo sentado en la esquina de 19 de Abril y Lucas Obes el lunes a las siete de la tarde: un hervidero de gente sale de la Rural y unas potentes cumbias se escuchan como música de fondo; cientos de autos no paran de circular y pretenden un pedacito de cordón, vigilados por decenas de cuidacoches (decenas); trabajadores, clase media y alta se entreveran en esa esquina, pero de una forma un poco impostada o más bien convocados por esas grandes ferias gauchas o folclóricas que tienen, entre tantos, a unos notables protagonistas: esa cantidad de muchachitos vestidos de perfectos gauchos y que caminan con las piernas extremadamente arqueadas, como si hubieran trotado un caballo por horas, pero en verdad acaban de bajar de un Mercedes-Benz. Esos gauchitos que más bien son hijos de estancieros ricos delatados por su apariencia: brackets transparentes, bombachas que valen lo que un vestido de organza y unas botas de cuero que parecen importadas de Italia.

Más allá, 19 de Abril sigue alterada y vigila su nuevo tiempo: sobre algunas calles adoquinadas y casas un poco más modestas que desembocan en la avenida, dos vecinos toman mate y observan a dos cuidacoches y un par de hombres robustos, desdentados y desencajados, que se pasean por toda la cuadra (qué ironía: justo en la calle Lugano, el nombre del nuevo espíritu uruguayo); en una cabina minúscula de paredes firmes sobre la imponente residencia presidencial, un miliquito joven está más encarcelado que los encarcelados; donde la avenida termina en Millán, un hombre en bicicleta revuelve un contenedor de basura. Pero ésos son apuntes malditos que ensucian la belleza, la gran fiesta patria, el pasado y hasta el futuro. Que nadie se preocupe demasiado: son sólo apuntes, impresiones, atmósferas creadas por un solo ojo. Atmósferas como aquella magnífica que creó Álvaro Buela en La deriva (2010), una película extraña y experimental en la que sus dos protagonistas jóvenes caminan una Montevideo nocturna y difusa, enrarecida por efecto de las imágenes y la poesía. Ese riesgo de Buela, que nos sitúa en un lugar inasible del Prado (suponemos que es el Prado) mientras una voz en off nos pregunta si conocemos ese secreto de la ciudad. “No, no la conocés”, afirma la voz, y a modo de invitación o reclamo poético, se apaga la cámara.