Ese cogote de apellido inglés le sienta bien, señora calle. Sobre todo porque su british nada tiene que ver con el lujo excesivo ni ningún colonialismo. Usted está ahí, echada sobre Montevideo con la certeza que da verse bien, sentirse linda, ser querida.

Es claro que esa calle representa a buena parte de la clase media (tirando a alta) ilustrada de esta ciudad partida en clases. Es claro ese andar sosegado, la indumentaria y los cuerpos que revelan un bienestar social o al menos económico, toda esa tranquilidad que se inserta en el cuerpo del forastero apenas desciende del 104. Se cuela un silencio o su necesidad a través de los ojos que mirando hablan. Rivera y Michigan y sus cuatro puntos cardinales le obsequian al foráneo unas imágenes con las que pronto se pone a conversar. En un triángulo de pasto, una escultura de madera hecha por los integrantes de un taller representa a dos mujeres con los brazos en alto (podrían ser madre e hija), y al pie de la escultura alguien tendió un cantero en forma de hoja de marihuana.

Michigan está florecida y su rabioso verde inglés toma los jardines de esas casas de dos plantas pensadas por arquitectos con una idea de ciudad: convivencias más que dignas y sobre todo estéticas. Es cierto, la clase media alta puede crearse un entorno cierto de belleza y pensarse a sí misma, darse su propia forma. No será porque sí que yendo hacia el mar, esa escuela pública que se llama Experimental quiso precisamente ese experimento en el corazón de Malvín. No sé si los vecinos del barrio mandarán a sus hijos allí o más bien prefieren los privados como buena parte de la cofradía intelectual y acomodada de la ciudad, pero la arquitectura y el diseño de esa escuela de pasillos internos, árboles, construcciones ovaladas y diversas geometrías conviviendo entre sí nos dicen de un proyecto noble. Es lunes y en esta primavera estás cerrada, y esa mujer que renguea y alimenta a un gato parece la celadora. Rodeo la manzana y otro algo se va colando en mí, producto de un juego de espejos quebrados con otras partes de la ciudad y discursos escuchados e imágenes que me invaden. También por Michigan, un comité de base del Frente Amplio (Los Malvinenses) me provoca una asociación entre un dictamen de la senadora Constanza Moreira y la realidad de Malvín o este pedazo de país (ya es pasado esa época en la que los cronistas sólo hacíamos notas de color). Moreira dijo que el problema en estas elecciones no es el electorado clásico de izquierda y mucho menos la clase media o media alta de izquierda (la más informada, dijo), sino un electorado fluctuante (ése que alguna vez votó al Frente Amplio) y que se sitúa en la periferia política. Permítame, senadora, una voz y una experiencia disidentes: yo seguramente pertenezca a la clase media ilustrada pero no alta y siempre voté al Frente Amplio. Soy un periférico y un problemático, sí, pero por otras razones. Es el juego de espejos quebrados y que se perpetúa lo que a mí me ha roto la confianza. Cómo no estar de acuerdo con esa dignidad de vivir, esa existencia estética y de buena economía que nos enrostra Michigan, cómo no decirle que efectivamente allí hay banderas de su partido en algunos balcones, y esas preciosas casas seguramente habitadas por buena parte de esa intelligentsia que nombra: artistas, profesionales liberales, empresarios, funcionarios de la Universidad o de este gobierno, sindicalistas, gente que sí, a qué dudarlo, vive la bonanza económica y cultural de este país progresista. Pero yo, el periférico, y tantos otros cuando dudamos estamos pensando precisamente en la verdadera periferia, la que está allende Avenida Italia. No se trata de eliminar esta belleza y este bienestar ni tampoco de culpar a los que viven bien (a quién se le puede ocurrir), pero seamos justos con la lengua: ser periférico, y más aun, vivir en la periferia, es otro asunto. Sigo caminando y adopto otro color (nunca el blanco puro), y la rambla me roba los pensamientos ideologizados y me introduce de lleno en otro silencio. Enfrente, esa pequeña isla y las rocas como un acolchado en invierno y un pescador fornido que se mete en el agua hasta el cuello mientras extiende una red. Se me antoja el primer baño de mar y me lo doy por interpósita persona. Todo pensamiento se escurre cuando miro directo al mar y le hago preguntas que no me contesta o me devuelve con una ráfaga de brisa y el olor a peces. La ciudad se despliega a los costados (a veces parece tan inmensa) mientras me figuro en otro país o en éste, pero seguro en otro estadio, el de las configuraciones celestiales de las gaviotas, los niños corriendo, esas señoras y su mate. Retengo en mi memoria ese momento (quizá lo logremos sólo una vez al día y con mucho esfuerzo) hasta que le doy la espalda al mar y veo edificios intervenidos por las gigantescas sonrisas de candidatos electorales. Me doy cuenta de que todo esto me tiene bastante dolido. No, no es que me duela el entusiasmo ajeno. Este cronista de la nota de color siente el grito aguado que le viene de las espaldas: no los voy a votar. Desde mi centro, mi convicción, mi periferia y mis 20 años de votarlos, me siento estafado y dolido, la parte escindida de un proyecto roto, el voto boicoteado por la amenaza de un cuco. Estoy sentado sobre una roca, miro al suelo, derrotado, y recompongo mis partes. Quiero saltar, no me animo y rememoro a mi niño: saltaba desde techos que doblaban mi altura y caía parado. Ahora tengo miedo de saltar la mitad de mi estatura. Realizo la analogía: cuando niño y hasta adolescente, este Frente Amplio prometía el salto largo y el hondo, desde las alturas; ahora, de viejito, apenas se anima a correr el ómnibus o sólo habla de unos cuidados universales que no me satisfacen y un “vamos bien” que me resulta un eslogan. Yo no soñé todo esto, y salir de un sueño precioso y factible es la peor de las pesadillas. En realidad esto que siento no es tristeza sino apatía y hartazgo.

Miro al costado y veo a un hombre que sale del agua con un traje negro y marítimo ajustado al cuerpo. Se lo desprende hasta la cintura y su torso imponente es regado por el sol. Salto. Paso frente a él y veo cómo juega con su hijo. Qué padre. Me acuerdo de aquel poema de Pedro Lemebel: “Yo pongo el culo, compañero”. Me adentro hacia Malvín otra vez por Michigan y compruebo que mi falta de confianza o entusiasmo no es sólo mía aunque pocos lo digan: hasta las elecciones pasadas y a esta altura del partido, Montevideo y sus balcones y ventanas eran pura bandera del Frente Amplio. Ahora son las ventanas las que hablan cuando callan: pocos gritos orgullosos (más que de los militantes) se manifiestan en esos ojos. Todo ese escenario vacío de banderas parece hablar de un silencio enorme o de un apoyo tímido (de la casa para adentro).

Llego otra a vez a Rivera y una publicidad de té me invita a tomarme “cinco minutos de reflexión”. Pienso en visitar a una amiga que vive cerca y que me propicie el té, pero sé que la reflexión entre nosotros ahora será pelea. Entonces pienso en otra cosa que siempre nos salva, aquello de Foucault que decía: “De la amistad como modo de vida”.

Me distraigo con esa iglesia pequeña y preciosa que contiene a una virgen al fondo rodeada o protegida por una gran estructura semicircular de ladrillos rojos con enredadera verde y potente. Camino hasta Amazonas, paralela a Michigan, y los jardines y más exactamente unas rosas rojas, violentas, me raptan otra vez. Me acuerdo ahora de la Pizarnik: “La revolución consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. Creo que en la esquina de Amazonas y Legrand vivía Rodney Arismendi, el gran jefe ya muerto del Partido Comunista del Uruguay. Y si no es en esa esquina es muy cerca e igual uso el artilugio para decir que así estamos: algunos creen en la política, otros en la Virgen María y otros en la poesía. Lo que parece claro es que, aunque no lo digan, cada vez menos creen en el Frente Amplio (quiero decir que no confían aunque igual lo voten). Miro al suelo y veo un manto precioso de tréboles sin cuatro hojas. Suerte o adiós, muchachos compañeros de mi vida.