Como voy llegando de noche y el ómnibus va explotado de trabajadores (justo, explotado) que impiden ver más allá de sus cuerpos agotados, apenas sigo las indicaciones de mi anfitrión: “18 de Julio-8 de Octubre-Piccioli-Belinzon (segunda parada)”. Paso por su casa y antes de ir al bar quiere mostrarme algunos lugares del barrio. ¿Cómo no escucharlo o seguir sus pasos, si Damián Martínez vive desde niño en la Curva y además es un poeta que fue la voz cantante de la banda Bruno Stroszek, de letras melancólicas que llegan al hueso pero, cuando lo tocan, alivian (“Caminé a tres pasos, a tres pasos de mí, / con el cuerpo vacío, / con los brazos más largos”)?

Caminamos entonces tres pasos o dos cuadras de nosotros, y mientras hablamos de locos y poetas por la calle Besares (gran título para un poemario) pisamos las viejas vías del tren que aún existen sobre el asfalto. A unas cuadras el hipódromo de Maroñas parece ser el gran fantasma del barrio. Estamos rodeados de grandes galpones que antaño fueron fábricas y otros que ahora son depósitos o studs donde esta noche los caballos no le juegan ninguna carrera a la historia. Será esa atmósfera lo que a algunos les produce una crepitación cerebral y relinchan su alma en el medio de esa plaza de la que no sabemos el nombre: el muchacho que cada día la atraviesa con dos gritos desesperados (“si vos sos la que te fuiste” y “no me llames, vos elegiste esto”) mientras golpea sus pies o galopa furtivamente frente a una iglesia diminuta en la que algunas noches la luna se posa entre sus dos cúpulas. Esta noche no hay luna y todo está más bien oscuro, y la calle Mariano Estape es testigo o víctima, límite, del tiempo: el proyecto urbano es derruir sus casas pobres y practicar los famosos realojos. A unas cuadras y hacia la derecha, el hipódromo; hacia la izquierda y sobre la calle Centenario, la parte paqueta, de viejísima elegancia; detrás, un mundo de pobreza, delito o estigma.

Volvemos sobre nuestros pasos y la noche silente nos sugiere que detengamos la mirada en esas casas que fueron construidas con amor (o sacrificio, a veces es lo mismo) de ventanas o vitraux trabajados, esas casas que interpelan a los prejuiciosos o que nos dicen que en los barrios periféricos hay o hubo mucha belleza. La casa de Blanca, por ejemplo, sobre Belinzon. La casa no, aquel palacio inglés que hasta hace unos años persistía, derruyéndose, en su arquitectura magnánima. Ese palacio que compartía terreno con otro, ambos ahora hechos polvo y ceniza, campo baldío, pastizal a la espera de una cancha de fútbol 5. Pero existió ese palacio y su dueña lo resguardó de su desaparición como si fuera un personaje de una novela de Sándor Márai, hasta su fin: cada mañana y durante años, Blanca, la antigua reina, salía a la vereda y recomponía el puzle de baldosas rotas. Un día Blanca ya no estuvo más y quedó el palacio vacío (“Nosotros no podíamos permitirnos una casa tan grande como la de nuestros sueños. / Yo me conformaba con una en la que entraran mis deudos / bailando por tu nuca”, canta la Bruno Stroszek). Y el palacio se llenó de niños o linyeras o pastabaseros (se fueron turnando) y de curiosos como Damián, que una tarde entró y vio ante sí la decadencia, el lujo y el surrealismo conjugados en una sola imagen: patios interiores, columnas de mármol, salas grandilocuentes y cayendo sobre su propia historia, segundo a segundo, ese agujero enorme en el medio de la sala principal por donde había caído un piano negro de cola que todavía rumiaba notas en el sótano del palacio.

Salimos del pasado y nos vamos al bar Angovi, en la esquina de Francisco Sainz Rosas y Carreras Nacionales. Soy bicho de otro zoológico y una conexión lejana, a la vez, me hace sentir que formo parte. Las paredes de un celeste viejo y sucio lo envuelven todo; el billar abandonado les dio la derecha a las maquinitas de timba tragamonedas; las mesas de mármol noble, imperecedero, todo junto, confabula en un sentido del bar que nada tiene que ver con los viejos bares reciclados del Centro que frecuento, ni con su gente. Lo que brilla por su ausencia es toda especie de pose. ¿Quién va a ir a posar a la esquina de Sainz Rosas y Carreras Nacionales? Miro a ese viejo en pantuflas que podría tener 90 años, y sus ojos celestes acuosos, prendidos a un lugar que me resulta inaccesible, y se me presenta la viva imagen de mi padre. A Damián, la de su abuelo. Ambos, más o menos de la misma edad y de zonas dispares de este Uruguay que ahora se me antoja enorme pero que tiene inserta (cuando no hay pose) una tristeza congénita que atraviesa todo su territorio. La imagen de una derrota, la de la vida, asumida sin mediación intelectual, tampoco sin tragedia, acompañada por un vaso de vino clarete o rosado dulce y grapas con limón.

Un viejo, dos viejos, 33 viejos. Y de fondo, la tele prendida y una película en la que un Brad Pitt de melena rubia y cuerpo esculpido se garcha entre sábanas de seda y música de cama altisonante a una heroína o a ninguna derrotada. Lujuria impostada en ese silencio, miradas al techo, “servime otra”. Y algún muchacho que llega y apuesta a las maquinitas, y un trabajador con su uniforme de barrendero, y otro que viene a terminar el día o a empezar, hasta que aguante, su propia noche. Los cuerpos puestos allí y nada más.

De pronto y sin haber terminado nuestra primera grapa con limón, un hombre de unos 40 años se nos acerca y con un permiso de caballero que hace siglos no vivía, nos dice que por favor le aceptemos la próxima ronda y que no sabe muy bien por qué le caemos bien. Él sabe que nuestro pozo es otro, y al rato, cuando le devolvemos la ronda (y todos nos sentimos caballeros), nos ubica culturalmente con la elegancia de un sociólogo de bar: “Ustedes son gente de teatro o artistas o algo así”. Es cierto que vestimos más o menos como hombres de clase media integrada, y eso, sumado a alguna conversación que escuchó mientras nos estudiaba, delató cierta pertenencia. Pero su gesto fue más que eso: un recibimiento hospitalario al forastero y un agradecimiento honesto por sentarnos en su mundo. Y más: él nos sacó, nos dijo, porque antes de trabajar diez o 12 horas por día en un taller mecánico había querido ser actor y músico, artista. Nosotros no sentimos ningún orgullo petulante por vestir y hablar así, le digo, y también, cuando me recrimina o escupe ese dolor de clase (lo que soñó de sí, y su presente entre fierros todo el día, que le dan de comer y agradece), le hablo de mi padre y le digo que nada de eso que él desea de mí me fue heredado. Le golpeo el mostrador y le exijo que no me juzgue mientras los dos largamos una carcajada cómplice. Ya nos sabemos parte de la misma especie, y él se entrega a desmenuzar con arte de orador un tema de Zitarrosa.

Algunos parroquianos se van y otros entran. El Angovi, composición de Ángel y Ovidia, padres de Meneco, su dueño actual, se convierte en un templo de sosegado desamparo. Meneco, que vivió en Andorra y en Barcelona, que se las peló de Uruguay cuando dos de sus amigos desaparecieron por arte macabro de la dictadura. Meneco, que soporta horas de borrachos y no le da ninguna trascendencia poética a su bar. Trabaja y come, sostiene el mostrador.

Yo me prometo volver (y espero que no me lleve el viento) a hablar con mi amigo el mecánico artista. De arte hablamos o música escuchamos con Damián en su casa cuando la madrugada se instala. Decido pedirme un taxi que me alcance hasta 8 de Octubre y ahí tomar un ómnibus que me lleve hasta el Centro. La voz femenina del radiotaxi me dice que no, que no hay móviles. ¿Por qué? “Zona complicada”, dictamina, y corta. Y yo me quedo furioso con los eslóganes siempre luchadores e intransables, pomposos, de “clase obrera y combativa” de los compañeros del taxi. (“Si llaman esta noche / decí que no va más”, dice otro verso de la Bruno Stroszek). Espero al primer servicio de la mañana, 5.20, y tomo el 102. Va repleto hacia la Ciudad Vieja, principalmente de hombres; obreros recién bañados, con el mate humeante y ese aroma amargo y exquisito que desprende media hora antes de miles de horas de trabajo. La vida de esos supuestos otros también es mi propia vida.