Leí con interés, por supuesto, la nota de Rafael Mandressi “Bergoglio no es Charlie”, aparecida en la edición del 19 de enero, y con interés renovado leí, dos días después, el comentario que firma Ignacio Stolkin, “Y yo tampoco”.
En primer lugar, me felicito por vivir en una sociedad que nos ha formado para entender como absolutamente normales y saludables estas discusiones, que dan cuenta de una diversidad de pensamiento con pleno derecho a existir, y que nos hace reaccionar con mucha desconfianza frente a todo “fundamentalismo”, sea teocrático, ateo o hasta muchas veces disfrazado de librepensador. Por eso concuerdo con Stolkin cuando dice, reaccionando a la nota de Mandressi, que su descripción del monoteísmo “es irreconciliable con la propia intención del autor”, porque parece que “él tiene la solución del problema, y si él la tiene y en esa forma avasallante, entonces, en acuerdo con él, no dudemos, no seamos críticos y obedezcamos sus instrucciones”.
Yo agregaría que afirmar que “el piso de arriba” (siguiendo una imagen que me parece un excelente hallazgo retórico) está vacío, y que debemos luchar por convencer y convencernos de que es necesaria la “construcción de una sociedad que acepte con resignada alegría vivir en un mundo que sólo tiene planta baja”, es al tiempo que una utopía (ateniéndonos a la etimología del término, que refiere a lo que no tiene lugar) un acto de fe, que encima se arroga un derecho casi mesiánico a tapiarlo “y tras cartón demolerlo”.
Soy cristiano, miembro activo de una comunidad de fe, la Iglesia Evangélica Valdense, que desde sus orígenes en el siglo XII sufrió por centurias la persecución y la muerte, “legitimadas” por la defensa de un monoteísmo idolátrico que se ampara en un dios (vale la minúscula) creado a imagen y semejanza de los poderes humanos, así en el cielo como en la tierra. Por principios y por necesidad de minoría, hemos tenido la oportunidad privilegiada de aprender que el absoluto es Dios, no nuestras pretensiones de tenerlo de nuestro lado. La defensa de la diversidad ha sido para nosotros una cuestión no sólo de principios, sino también de sobrevivencia.
También yo, a partir de los hechos terribles del 7 de enero en Francia, me pregunté si es legítimo reírse de todo, o si, como decía mi abuelo, “todo tiene un límite”. Y si lo tiene, cuál es y quién lo pone.
Por supuesto que esto no plantea ninguna duda acerca de mi condena a éste y todo acto terrorista. Asesinar es un acto inadmisible y asesinar en nombre de Dios es mucho peor que inadmisible. Nadie en su sano juicio podría justificarlo. En primer lugar, es una afrenta a la misma fe religiosa que se dice defender, y de ahí para adelante.
Mi pregunta es si todo humor es lícito. El humor es una herramienta del pensamiento, de la crítica, de la denuncia, de la desacralización de aquello a lo que la idolatría humana ha conferido el estatus de sagrado.
El asunto es que el humor puede ser también una herramienta del desprecio. “El ser humano suele reírse de lo que (inconscientemente) se le presenta como una deformación o caricatura de sí mismo”, dice Henri Bergson en su clásico ensayo La risa. “Un fantoche o un payaso nos hacen reír porque son representaciones deformes hasta el grado de cosa de lo que somos nosotros mismos”. El problema surge cuando lo que es llevado al deforme grado de cosa es el prójimo, a quien debemos amar como a nosotros mismos. Entonces el humor se vuelve hiriente y nos reímos de quienes consideramos inferiores. Cuando ridiculizo a Mahoma, o lo mismo si fuera a Cristo, el verdadero objeto de mi burla son los seres humanos, mis iguales, para quienes son una referencia importante. Ahí me parece que hay un límite.
No pretendo “últimas palabras” en un tema que siempre tendrá lugar para una más. Pero me parecieron muy esclarecedoras aquéllas que la Biblia recoge del apóstol Pablo a la comunidad de Corinto: “Uno es libre de hacer lo que quiera. Es cierto, pero no todo conviene. Uno es libre de hacer lo que quiera, pero no todo ayuda al crecimiento espiritual. No hay que buscar el bien de uno mismo, sino el bien de los demás” (I Corintios 10: 23-24).
Y agregaría: también de aquéllos de quienes nos reímos y de quienes hacemos caricaturas.