Hace algo más de un año lo vi como una aparición. Era una noche de verano y yo estaba en la casa de un amigo sobre una calle oscurísima de la Ciudad Vieja. Salí a un quiosco improvisado (o más bien pobre) a comprar unas cervezas y en la vereda de enfrente y al pie de una puerta de madera que parecía bombardeada, toda una familia azuzaba un fuego del que se desprendía un humo incontenible y olor a carne.

Los hombres estaban sin camiseta y algunas mujeres sentadas en el cordón chupando un mate de vaya a saber qué hora, mientras algunos niños descalzos y en calzoncillos correteaban a su aire alrededor del mediotanque.

Algunas zonas de la Ciudad Vieja de noche no tienen ninguna luz artificial y todo ese conjunto componía una escena extraña o ciertamente arcaica, como si proviniera del principio de estas tierras: oscuridad, hombres y mujeres, prole, carne y fuego. Quizás para ellos esa cena no significaba ningún arcaísmo sino un presente perfecto para saciar un deseo o el hambre. Pero a mí se me presentó como una imagen ancestral, una pintura rupestre y en movimiento que me puso al borde de un sueño sobre cierto futuro social: una ciudad (o un trozo de ciudad) que cayéndose a pedazos y todo, o extiguiéndose en medio de la noche, tendrá a sus últimos aborígenes alrededor de un pedazo de vaca. Se me ocurrió entonces que aunque muramos o al morir, nuestro deseo no será el último cigarrillo sino una tira de asado.

Después de una imagen que nos marca siempre viene la repetición, una especie de déjà vu.

No es algo en extremo novedoso que los montevideanos saquen sus mediotanques a la vereda y en familia o con amigos hagan el festín de las achuras, pero tengo la sensación (más bien es una hipótesis) de que esta forma de comer o devorar se ha intensificado en los últimos años. Nunca había visto tanto mediotanque en las calles como en las últimas fiestas. Y tanto impudor para ocupar la vereda: tribus familiares o de amistad enteras con mesas, sillas, bebidas, heladeritas, todo el banquete sobre sus veredas, con las puertas abiertas, los televisores prendidos, la cumbia a tope, aunque la mayoría de los comensales se mantenga sentada esperando su generosa porción vacuna.

Siempre hemos sido campeones mundiales del consumo de carne (y whisky), y esto sí que no es nada nuevo, pero tengo la intuición de que con la “era Mujica” y todo su discurso campechano y que apela a la humildad, a lo simple, a lo llano, a una felicidad cortita y al pie, algo dio otra vuelta de tuerca, y que ese discurso (y sensibilidad) ha venido colándose en la cultura y lo que antes, quizás, veíamos como de gusto dudoso o de práctica terraja, se resignificó y tomó otros bríos que se codean con un orgullo identitario. Somos mediotanque en la vereda, somos cumbia.

Eso que quizás hace una década o un poco más se miraba de reojo ahora se festeja o simplemente se vive con goce y sin culpa. Sin ánimo de sonar aristocrático (nada más rico que un choripán de medio tanque), nuestra sociedad ha virado (o está virando, no lo sé muy bien) hacia el ensalzamiento de lo plebeyo. Y digo plebeyo porque ciertamente el mediotanque se expone más en los barrios humildes o de clase media, casi hasta ahí. Los demás, tirando para arriba, tienen barbacoas. Lo plebeyo en el sentido de hacer lo que puedo con lo que tengo, de no pedir más que ese rato de satisfacción, de aceptar, también, las condiciones de mi parrillero.

Pero no sólo es la plebe la que ha incorporado sin culpa (quizás es la que menos la tenga) esta nueva forma de ser (el nuevo uruguayo no es sólo el que consume electrodomésticos y se endeuda para consumir más) que se ha derramado sensiblemente en otros.

Me parece que hace años era impensable que un grupo de artistas e intelectuales jóvenes (bastante outsider, es cierto, nada esnob) festejaran un cumpleaños con un mediotanque (un pedazo de lata enrrollado sobre sí mismo, en verdad) en un minúsculo balcón de la habitación que es el dormitorio de los dueños de casa. Levantaron la cama, corrieron los muebles, pusieron una mesa en el medio y dale que va entre chorizos, cerdo, colita de cuadril, mucho whisky y de postre, Buenos Muchachos, punk rock y merca hasta las orejas. Fue un cumpleaños rockero y de amistad que duró todo un día. Ahí nadie pertenecía estrictamente a la plebe, pero adoptaba sus formas, su estilo de conventillo encerrado (ellos que han leído a Wilde y todas las finezas de la literatura).

Otra vez, el comportamiento plebeyo colándose en otras capas sociales.

Lo plebeyo o popular, por si los militantes de la corrección política leen estas líneas cargadas de ideología reaccionaria, que se extiende y se derrama a otros estratos que finalmente aceptan (algunos, claro) que el deseo de deglutir a un animal muerto y asado (qué delicia) no está condicionado a una infraestructura como debe ser. Es lo que es y así se come.

A unas cuadras de mi casa, unos muchachos de clase media alta (ya se entenderá por qué) están reciclando una casa de magnitudes e instalando una sala de juegos con autos que parecen de verdad: sillones cómodos (como de clase A en los aviones), cambios, pantallas gigantes (ya se entendió por qué), todo al servicio del conductor sublimante o del niño-adulto que quiere romperse el cuello en autopistas peligrosas. No sé si serán muchachos ricos, pero pobres seguro que no son. Y ellos, también, sacan casi todas las noches, mientras ajustan sus máquinas placebo de la muerte, el mediotanque a la calle, aunque tiren en la parrilla unas inocuas hamburguesas envasadas. No falta la cerveza, claro, y sí las mujeres. Sólo carne animal.

Algo de eso trabaja en Argentina la filósofa Mónica B Cragnolini, quien fue hasta hace un par de años la directora del Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sostiene que El matadero, de Esteban Echeverría, es la obra fundacional de la cultura rioplatense y homologa las prácticas alimenticias carnívoras a la devoración de todo lo otro: mujer, negro, homosexual, indígena, pobre, todo lo otro que no sea heterosexual, blanco y varón. Sobre todo si se ubica esa obra en el origen de la nación: devorar, aniquilar. Ve en el sacrificio animal el poderío cierto de una especie sobre las otras y de la especie animal humana entre sí. Por supuesto que la filósofa es vegana y además de encontrarle a esta especie de canibalismo rasgos ideológicos y políticos se opone al consumo y experimentación con cualquier especie animal no humana (y humana tampoco, claro) porque los animales sufren, padecen, son sensibles. Y por aquella dominación de una especie sobre la otra. Yo la tuve como docente un semestre entero y un ejemplo (que elaboró mucho más finamente que en estas pocas líneas) me dejó perplejo: experimentar con conejos o con cualquier animal para producir cosméticos, por ejemplo, se parece a la experimentación que los nazis hacían con los judíos con “fines científicos”. Nos parezca hiperbólico o no ese razonamiento, es lo que en buena medida hacen los pensadores: llevar las cosas al extremo. Pero lo cierto es que cada vez que salíamos de aquellas clases con un grupo de amigos de buena parte de América Latina, disparábamos desesperados a comernos un chorizo al pan o una milanesa al plato (incluso uno que era vegetariano se convirtió a lo carnívoro como un católico se vuelve ateo luego de un caso de pedofilia parroquial). Herejía intelectual.

Pero volvamos a nosotros y estas calles que están siendo copadas por cumbias, humo de leña quemada, jolgorio, mediotanques chorreando grasa, chorizos, chinchulines, vino, cerveza y whisky. Volvamos a esa habitación en la que hombres y mujeres (homosexuales o no, negros o medias tintas, intelectuales o trabajadores) compartimos ese asado encerrados en una pieza minúscula, sin otro enemigo ni más dominación que el animal muerto y asado que masticamos con sumo placer y sin culpa.

Salgamos a la calle y veamos cómo lo plebeyo (lo festejemos o lo detestemos) se está masticando el territorio social. Y todo alrededor de la carne, esa carne. Animal sobre animal.