El 199 llega a destino y uno parpadea más rápido que de costumbre encandilado por la opulencia cercada del Club de Golf, recostado sobre un trazo elitista de Bulevar Artigas y un pedazo de río que podría ser una playa privada. La primera mirada, entonces, es un parpadeo ideológico.
Cruzo a la rambla y esta tarde de cálido sol, viento amable, bermudas y campera liviana me ubica de facto en algo que tantas veces quisiera olvidar: la ciudad y sus clases, o las clases de ciudad.
Una serie de edificios grandilocuentes pero inarmónicos, siempre costosísimos, claro, de decenas de pisos y ventanales de privilegio, me arrancan unas preguntas que sólo se hacen los pobres o la clase media; en todo caso, casi nunca los ricos. ¿Cómo sería haberse criado frente al Club de Golf, con esa rambla, en uno de esos penthouse? ¿Qué pensaría del mundo? ¿Qué escribiría, sobre quién, de qué forma? ¿Sería un empresario, un bacán? ¿Cómo me vestiría y hasta que físico tendría?
Si uno observa los físicos trabajados puede tentar clasificaciones de clase o las formas en que llegaron a esa cosa griega. Hay al menos dos maneras de esculpir los cuerpos: los hombres que detentan esas formas por la costumbre de sus prácticas (el deporte, las caminatas, la comida balanceada desde el principio de sus días) y los otros, esos dos, por ejemplo, que cavan pozos y cargan ladrillos, todo con la fuerza de sus brazos, en uno de los edificios copetudos que ahora mismo se está construyendo frente al río, que a falta de vacaciones ya no se me hace mar sino directamente océano. Es sólo mirar la complexión de los cuerpos (aparte de las ropas y los dientes y el pelo, claro) para deducir de dónde provienen las esculturas.
En otro plano, siempre me asombró la belleza cierta de algunos hombres que conducen carritos tirados por caballos y que revuelven en la basura: ¿cómo no llegar a esas figuras si pasan el día entero cargando y descargando trastos? ¿Estetizo la pobreza? No, festejo el cuerpo esculpido de los hombres. Al fin y al cabo, para los hombres (léase en genérico, inclúyase a las mujeres) la desnudez total implica lo mismo para todos: pudor, exhibición, gordura o flacuchez vergonzantes, último recodo de una humanidad desprotegida, en cueros.
Pero volvamos a esa escena, a ese recodo de riqueza y sosiego donde Tabaré Vázquez hizo su cierre de campaña. ¿Fue un mensaje o un símbolo de integración social? ¿Fue decirles a los ricos que la supuesta masa popular está dispuesta a ocupar todo el territorio? ¿Fue el aburguesamiento inconsciente del Frente Amplio? Un interrogante mayúsculo de una campaña más misteriosa que las prácticas de los masones. Y a propósito, si uno se hubiese criado en ese penthouse desde donde se debe ver hasta la China, ¿a quién hubiese votado? ¿Se hubiese animado a ser la oveja negra, sería el nuevo o viejo rico que ahora sufraga por el progresismo, andaría indiferente a todo, se aferraría con uñas y dientes a un estatus que pretendería innegociable? Preguntas al río, el mar o el océano, porque uno casi siempre nadó en las mismas aguas.
Pero todos sabemos que hay otro Punta Carretas que sin abandonar su elegancia jamás sucumbió a la ostentación. Es sólo cruzar la rambla y meterse por algunas calles, como Tabaré (justo). Una calle de pocas cuadras y que termina también en la rambla. Allí está el mítico y ahora coquetísimo bar Tabaré, cuna de sibaritas. En la vereda, otra vez, los empleados fuman su tiempo de descanso y a la altura del 2416, se erige una de las casonas más antiguas del barrio. Una inscripción da cuenta de lo que es o lo que fue: Círculo de las Bellas Artes. Fundado el 18 de mayo de 1905.
Al minuto, un hombre que recién salió de la casona, se me acerca y me pregunta amablemente qué hago sacando notas, si soy arquitecto. Le cuento y él me cuenta más. Esa casa fue la primera sede de la Academia Nacional de Letras, presidida por Raúl Montero Bustamente, abuelo de mi interlocutor, el cantante lírico y de tangos Raúl Ciruja Montero. El hombre se crió y vivió toda su vida en esa casa y su abuelo la donó al Estado para que albergara a las bellas artes, y que el Estado, más bien los sucesivos gobiernos, poco han hecho para resguardar de la arquitectura de la posmodernidad tamaño monumento. Ahora están refaccionando el techo, pero la instalación eléctrica espera una nueva luz desde hace demasiado tiempo. Montero el nieto vive allí, es el apoderado y el enamorado del barrio. “En unos años casi todas estas casas -la que él protege y las cientos de arquitectura sublime- serán echadas abajo y se construirán edificios horribles. Esto se ha transformado en un barrio para ricos”, sentencia. Me dice que no encuentra, por ejemplo, un almacén donde comprar una pascualina y que le cuesta horrores recurrir al supermercado del shopping y a todos esos bares caros y sin espíritu de barrio; aquel barrio de su infancia donde él y sus compinches, o los hombres de bar entraban al Tabaré sin camiseta; aquel barrio de la cárcel de Punta Carretas y sus baldíos circundantes donde él jugaba al fútbol al aire libre con los presos de “buenas conductas”, cuando todavía vestían uniformes a rayas. No hay una conversación ideológica acá (cárcel sí, cárcel no), es sólo una vivencia cierta del pasado.
En la casona también vivió un tiempo Estrázulas y es lindera con la casa de los Zorrilla, alguno de ellos maridado con los Montero. “Perdón por mi desconocimiento”, le digo, ya avergonzado de no conocer a un hombre que vivió casi 40 años en Europa y cantó con Plácido Domingo y José Carreras y que sigue cantando en salas renombradas. “No te preocupes, lo que yo hago es para cierta elite”, me dice con una modestia imperturbable y sin ningún complejo de pertenencia.
Me acompaña hasta la calle Montero (mi elección no fue inducida por el apellido ilustre, ya estaba tomada de antemano) y allí se presenta otro trazo distinto de Punta Carretas. Las casas bajas pero de postigones altos, añejos, sin la obsesión del nuevo rico de que brillen continuamente, los árboles amparando el silencio, el club Montero (“el club de fútbol de Punta Carretas”), que podría estar en la Aguada o en cualquier otro barrio, le dan el tono justo a lo que me parece que es el barrio.
Y más allá de bríos de altanería que lo rodean todo, hay algo que me dice que el pasado no muere de un soplo, que persevera en el aire, en los cuentos de los viejos vecinos, en la forma en que uno lo transita. Llego hasta la calle García de Zúñiga y me topo con la plaza Manuel Azaña, un pequeño triángulo arbolado y con bancos, en la que también confluyen las calles Williman y Bonpland. La conjunción perfecta de un Punta Carretas.
Si bien alrededor de la plaza no se manifiesta rotunda la arquitectura del viejo barrio, basta caminar diez pasos para entregarse a una ciudad que respira distinto o que a uno le afloja el pecho. En la plaza unos deportistas fuman un porro, otros muchachos toman una cerveza; dos bares-restaurantes (coquetos pero no excesivos) esperan clientes. Y llega la noche y se prenden los cinco faroles antiguos o que simulan antigüedad con una luz amarilla y tenue que invita a la introspección o la charla.
Sé que a unos metros vive una de las escritoras más excelsas y de perfil bajo de Montevideo, Alicia Migdal. Estoy tentado de tocarle el timbre y dejarme seducir por un diálogo fino, acompañado por un buen vino (que yo llevaría), un poco de jazz y una de sus comidas judías, pero no me animo; a una dama no se le cae de sorpresa. Me gustaría preguntarle sobre una hipótesis que tengo y que ella interpretaría con fina sensibilidad: creo que en Pocitos se reúne la comunidad judía más evidente y rica (con su buena dosis de discreción), y que en Punta Carretas ha confluido otra rama de “la cole”, la de otra riqueza, ésa que no desaparece ni se pone en riesgo por los avatares económicos: los ricos en cultura, los que aprecian sobre todas las cosas el arte. Es sólo una conjetura que no tiene que referirse estrictamente a lo jewish, porque más allá de la frivolidad contemporánea algo de eso que dejamos de llamar bellas artes, en algunos de sus trazos de Punta Carretas, se conserva. A veces ser conservador no es sinónimo de ser bruto.
Será que cierto pasado no se rinde tan fácilmente por más que le apunte y le dispare un shopping.