La Acordada Nº 7829 dictada por la Suprema Corte de Justicia (SCJ) el 5 de febrero, que “actualiza” disposiciones similares de los años 1973, 1974 y 1999, parece evocar algunas páginas del Manual de urbanidad y buenas maneras escrito en 1853 por Manuel Carreño, precursor de la etiqueta en América Latina.
Entre otras precisiones establece que, para evitar ser invitados a retirarse de los recintos judiciales, “los usuarios de los servicios de Justicia deben concurrir a los juzgados y tribunales […] debidamente aseados y vestidos con prendas adecuadas a la dignidad y recato de la institución que los convoca”.
Decoro, recato y dignidad ante los avatares de la modernidad decadente son algunas de las recomendaciones que nuestro máximo tribunal tiene para hacer a los “usuarios de la justicia”. Por el contenido de dicha disposición es posible distinguir los rasgos elitistas que persisten en nuestro sistema institucional, acentuados por la falta de sensibilidad que desde hace tiempo caracteriza a la SCJ.
Diversos especialistas han manifestado que la disposición constituye un obstáculo y una clara limitación al acceso a la justicia, por su potencial discriminatorio.
Las formas devoran al fondo y al ejercicio de la ciudadanía: ¿de qué sirve un servicio judicial si no es accesible a quienes más lo necesitan?, ¿dónde queda el resguardo que la justicia representa para que el reconocimiento de derechos no sea “un papel” y una estúpida aspiración?
Sabemos que el Poder Judicial suma las credenciales democráticas más débiles y los controles más difusos a sus acciones. Las viejas inercias han acentuado la discrecionalidad de este poder, y su alegada independencia ha logrado incidir fuertemente en un blindaje corporativo que ni el Poder Legislativo ni el Ejecutivo han logrado interpelar.
Ante el insoportable malestar e impotencia causados en los últimos años por otras disposiciones que lesionan profundamente los principios de igualdad y no discriminación, ciudadanos de a pie y organizaciones sociales se han pronunciado: a través de los cristales se ha hecho ver la indignación, al pie de los muros del palacio Piria se han levantado pancartas, a pesar de los cercos metálicos se han alzado las voces.
Sin embargo, los jerarcas judiciales no consideraron que tales actos fueran manifestaciones valiosas, que ponían en evidencia la necesidad de abandonar sus anacrónicas prácticas.
Basta recordar dos reacciones representativas de la actitud que la SCJ ha adoptado ante el involucramiento crítico de la ciudadanía y los porfiados intentos de democratización de la justicia.
Por un lado, la movilización de febrero de 2013 a raíz del traslado de la jueza Mariana Mota tuvo como respuesta, precisamente cuando se cuestionaba el autoritarismo y la discrecionalidad del procedimiento, la criminalización de una legítima protesta y el consecuente procesamiento de siete personas por el delito de asonada, tipificado en el Título II del Código Penal y referido a “delitos contra el orden político interno de un Estado”.
Otro ejemplo fue la desestimación por parte de la SCJ del recurso (Amicus Curiae) presentado en setiembre de 2014 por organizaciones sociales que, en razón del alto interés público que tiene el combate a la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes, y debido a su experiencia en ese combate, consideraban necesario manifestar su apoyo al recurso de casación penal interpuesto contra la sentencia que excarcelaba al empresario Moya (de La Posta del Cangrejo). Tras esta actuación, quedó en evidencia que mientras en otras latitudes se discute sobre la necesidad de una justicia dialógica, de deliberación e interacción social, en Uruguay el máximo tribunal no considera que haya temáticas de interés público que justifiquen la participación activa de organizaciones sociales.
Ante los desaires y la falta de canales disponibles para visibilizar el autoritarismo impuesto, ¿qué mecanismos existen para que la justicia esté más cerca de la gente? Por el momento, la posibilidad de una reforma judicial plantea reductos poco comprensibles y demasiado complejos.
Aunado a ello, la comunidad jurídica tiene mucho que ver con la rigidez empleada en el abordaje de la ingeniería vinculada con los protocolos y la aplicación de la ley. La “tópica argumental instalada” sobre ciertos sentidos comunes, en torno al derecho en general y a la judicialización de ciertas demandas sociales en particular, impiden generar un espacio de debate crítico sobre la forma de pensar, hacer y ejercer el derecho.
En este sentido, las universidades son actores fundamentales para asumir compromisos que generen un espacio de debate y de búsqueda de nuevas propuestas, un espacio que permita disipar los prejuicios instalados, exorcizar las verdades únicas, problematizar críticamente discusiones que hoy parecen asuntos exclusivos de sapientes juristas.
Los desafíos son múltiples y es posible que una reforma constitucional, propuesta a ser discutida por el próximo gobierno del Frente Amplio, constituya el proceso idóneo para materializar la transición que nuestro sistema institucional necesita, un cambio de paradigma relacionado con la forma en la que se ejerce el poder de la “última palabra” en materia constitucional, y que ha derivado en un fundamentalismo abrasivo del sistema de frenos y contrapesos, donde no existen diálogo ni colaboración. Parece que el Poder Judicial muestra interés en reunirse con los otros poderes sólo cuando de temas presupuestales se trata.
El próximo quinquenio refuerza las expectativas de (in)dignos e indignados, mientras alguien a lo lejos susurra: “La peor tiranía es la apariencia de justicia”.