Por suerte todavía hay lectores. Yo no sé de muchos, pero sé de algunos que son generosos y también escriben. Eso es lo importante, que los lectores se escriban.
Está el que festeja haber “estado ahí”, el que reinterpreta, el que elogia, el que se toma todo el tiempo del mundo para decirte que tu visión es equivocada o reaccionaria, o el que acusa la mirada triste, el que cada semana te deja pistas, te indica otro camino, un pedazo de historia, posibilidades, bifurcaciones territoriales y del espíritu, y alienta otros puntos de vista.
¿Qué hubiese pasado si tomaba a la izquierda en vez de a la derecha o si me quedaba en un punto fijo por horas en vez de dar vueltas a esa manzana?
Hace unos días me escribió P y además de las flores (¿a quién no le gusta recibirlas?) me mandó un planito con una pregunta sencilla y directa y una afirmación seductora: “¿Conocés este lugar? Me parece un misterio”. Entre dos idas y venidas lo terminé invitando a recorrerlo conmigo. Porque a mí también me resultaba misterioso, porque puso “avísame cuando vayas” (así acentuado) y además, cómo no, porque lucía como un partenaire atractivo, una posibilidad en las bifurcaciones y sin coartada alguna. Esta vez, y a riesgo de sonar meloso, preciso nombrar sin más algunas formas del amor. Del odio, hoy estoy hasta las trancas. Las formas del amor de C o Y cuando me escriben porque aman y escuchan su ciudad, las formas del amor deseante como esta invitación mía a P (porque a veces es muy triste caminar solo), las formas del amor de esos arquitectos que construyeron Barrio Jardín, ese secreto custodiado, dirá después P, por la Facultad de Arquitectura, como su gran protectora, podría pensarse, la Embajada de Japón, el Defensor Sporting y un parque de juegos para niños.
Ese barrio más elevado sobre el nivel del piso que las edificaciones que lo rodean y que, sin estar cercado y sin que nadie te prohíba la entrada, parece privado, con esas fachadas exteriores de gusto refinado, esa elegancia cauta, esa invitación sutil a que no ingreses.
Nos encontramos con P en la escalinata de acceso de los dos bulevares y los dos asumimos que estamos ante una situación extraña. Lo llamamos conspiración con el lector o prestarnos los ojos (y qué lindos los suyos, pienso yo).
Nos adentramos cuando todavía el sol lo deja todo al descubierto, y al minuto ya estamos en estado de asombro, de crónica. Parece otro país o al menos un barrio que de tan particular nos resulta una definición exacta de la belleza, más cuando todas sus pequeñas calles o circunvalaciones se transforman en una especie de laberinto en el que uno quisiera perderse un buen tiempo. Y más cuando inmediatamente percibe que el ruido de la ciudad calla su grito o es enmudecido por ese clima autónomo, “de árboles que no son sólo plátanos”, anota P, flores identificables y otras que se recuestan sobre una planta de un verde intenso y a la que decidimos, a falta de recursos botánicos, nombrarla “jazmín del país”, y luego arrimar lo más posible las narinas para que nos invada otro aroma, lejos de las pestilencia conocidas.
Comprobamos que no es un barrio demasiado vigilado cuando en una callecita en la que se recuesta una mansión raramente abandonada (una alarma no para de sonar y más tarde se encenderá un foco luminoso de vigilancia de cárcel) hay mierda de hombres o mujeres en abundancia, eso que nos dice que ni el más bello de los paraísos terrenales escapa a la mierda humana. Está ahí, nos rodea, se incrusta por los intersticios de la noche, caga en cuclillas sobre una mansión solitaria.
Casi todo lo público dentro de Barrio Jardín está en perfecto cuidado, “como si viviese alguien importante de la Intendencia”, comenta P, aunque a algunas casas de estilo el tiempo les venga corroyendo la piel.
Tres arquitecturas conviven en armonía: esas casas frondosas y más cerca de las mansiones de los barrios ricos pero con otra prestancia, de un lujo medido y construidas por arquitectos enamorados de su arte. Con hierros trabajados, balcones de distintas formas pero bajo un espíritu común; esas escaleras y portales y ventanas que a uno le asaltan los vetustos sueños de la casa propia y hasta juega a elegir la suya.
O esas que se asemejan a casitas de cuentos, de pueblos ignotos y minúsculos de alguna exquisita geografía mundial en los que sus habitantes cuidan sus jardines y sus hogares como verdaderos refugios del mundo todo.
Y también, una arquitectura más contemporánea, evidentemente edificada tiempo después de las dos anteriores, pero que no desentona con lo precedente, esos pequeños edificios de ladrillo a la vista y balcones llenos de plantas.
Se nos impone la pregunta sobre quiénes viven allí, pero nos intimida un poco tocar las puertas.
En medio de esas calles vacías nos cruzamos con un jardinero, un hombre que saca a pasear a su perro al parque de enfrente, un negro de más de un metro ochenta que a P le resulta “un constructor yanqui: sus jeans, la camisa leñadora ajustada, las botas Caterpillar color mostaza recién compradas, como de estatus de obrero de primer mundo” (y de belleza africana, pienso yo) y, sobre la callecita Macachines, otro encuentro, con una amiga mía de hace más de 20 años, que vive allí hace tres meses y a la que le debo la visita a su nueva casa sin saber que era, justo, en Barrio Jardín. Los tres pronunciamos las palabras clave: claro, Montevideo. Como si esa muñeca rusa de refugios que a veces nos resulta esta ciudad encontrase su súmmum poético y su máxima potencia en este encuentro de amistad, dice P.
Ella nos licua algunas dudas: cree que la mayoría de los habitantes de esas casas son sus dueños, sobre todo porque abundan los veteranos y L, su hijo de 7 años, inquieto, conversador y de amistades fáciles, sólo ha hecho hasta ahora dos buenos compinches de juego. Pero L se las ingenia en Barrio Jardín: ahora nomás tiene montado en la ventanilla del asiento trasero del auto de su madre un quiosquito donde vende pulseras que él y un amigo de otro barrio manufacturan. La idea de los dos niños es potenciar el negocio, trabajar más duro, ahorrar plata y pagarse un pasaje a Brasil. P anota que sólo tres calles tienen nombre: los Macachines de mi amiga, una que se llama Gurí (como conjuro contra los ancianidad, dice P) y Javier de Viana, que rodea el barrio.
Mi amiga comparte nuestro juicio sobre el silencio dominante, ese lujo en ese recinto magnético, y nos dice que paga de alquiler lo mismo que pagaba en Pocitos (dos salarios mínimos). El lugar no es para pobres, claro está, y la estafa del mercado inmobiliario sigue funcionando a sus anchas, pero quizás uno pueda pagarse algún lujo lleno de poesía si se alía con la gente adecuada (los amigos, otro amor confeso) e indaga en los secretos. Los farolitos sí funcionan, dice mi amiga, y cuando de noche se encienden y entrás con la persona deseada, no pueden fallar las rapsodias o los raptos de amor. Después viene la vida, claro.
Con P decidimos salir del encanto un rato o de las mil vueltas que dimos en las que siempre encontramos un nuevo detalle: grafitis y la firma del grafitero Calush, una A anarca en rosado, unas estrellas tupamaras tras unas rejas sucias y abandonadas (esto no quiere ser metáfora pero algo se impone). Nos vamos al Parque Rodó, tomamos una cerveza; nos vamos a la rambla, tomamos otra.
Conversamos, ponemos las cosas en su sitio: el raconto de esa ciudad que vimos, de la que vemos ahora, de todas las posibles, de pedazos de nuestras vidas, de casas y estafas, de por qué este encuentro.
Yo le hablo de los farolitos de Barrio Jardín. Él me dice que se enciende con otras luces pero quiso seguir el impulso, prestarme sus ojos, conversar con quien siente que a veces lo cuenta, quizás escribirse a través de mí.
Y sí, hablamos del amor, de su búsqueda incesante aunque no se convierta en perpetuo, de encuentros o desencuentros. De que todos, como sea, lo precisamos. Acepto que mi copiloto y yo podemos ir con la tercera cerveza en la mano a ver la potencia estética de los farolitos, acepto cambiar de registro y virar el deseo, hacerme de otro amigo hombre con el que mearles los árboles y retazos de jardines a esos ricos que abandonan y encierran la belleza. De rabia nomás. Es que al final, hombres somos.