El comienzo de Carlos María Ramírez es la intersección de tres barrios: Paso Molino, que queda atrás, Belvedere, señalado enfáticamente por esa calle que tanto éxito le dio a una canción de Fernando Cabrera, Llupes, y el comienzo tímido de La Teja.

Las avenidas principales de los barrios a veces emulan en miniatura las demandas de toda gran ciudad, aunque cada una porta ese no sé qué propio. Arribo un martes a las diez de la noche a toda esa ciudad en miniatura. La de antes y la de ahora. La que fue y la que es.

Siempre se habló de La Teja como uno de los grandes reductos de una izquierda militante y proletaria, y más allá de que esa aseveración siga siendo cierta o no en el presente, hay nomenclaturas y edificios que lo certifican. Sobre todo las del pasado: “Asociación de ex Funcionarios del ex Frigorífico Nacional”, que sería como decir “Asociación del ex Uruguay”. Tan afectos al pasado y sus glorias, quizá podríamos referirnos al territorio entero: “Ex República Oriental del Uruguay”. Si al fin y al cabo nunca supimos lo que fuimos ni sabemos lo que somos, nombrarnos como una ex República nos quedaría muy bien.

Casi enfrente, una parroquia que festeja a no sé qué santa y enfrente otro culto contemporáneo: un salón exclusivamente de slots (esas máquinas chillonas que marean de tantas luces) con más de diez jóvenes fieles a esa práctica lúdica y monetaria que, para mí, atonta.

Y todo sigue así por la avenida, frente por frente algo del pasado y un presente que parece un poco congelado. El Club de Bochas Belveder (termina así, con una erre) y una cuadra más allá, por la misma vereda, una coordinadora del Frente Amplio donde una decena de personas están dispuestas, se ve, a seguir discutiendo por horas el futuro de Uruguay, o aquellos sueños del ex. Enfrente, dos hombres fornidos (tirando a gordos) trabajan el presente a las 22.30, pulen maderas, manipulan tornos, no sé si están afiliados a algún sindicato; lo cierto es que no hablan demasiado y más bien sudan, como siempre sudaron los obreros. No crucemos a la vereda de enfrente, porque al lado de los hombres que sudan y en la puerta de un local del Ministerio de Desarrollo Social, una mujer y una adolescente, que se me antojan madre e hija (ese abrazo), lloran calladamente quién sabe qué dilema, lloran calladamente con esa hidalguía: no poder contener el llanto hasta llegar a casa.

Al lado, ese lugar del que a veces salimos orondos y otras furiosos, la peluquería El Nene, con precios diferenciales: “Corte 110. Jubilados 100”. Che, Nene, un costo un poco menor para los jubilados no sería tanto sacrificio.

Sigo caminando y en la avenida del mundo en miniatura me encuentro con un sinnúmero de imágenes que a este relato le bastan. Frente a la peluquería El Nene un muchacho, que dista de ser jubilado, pega cartelitos en una columna donde se ofrece como profesor de matemática, física y biología. Quiere ganarse la vida y sale a trillar la calle justo enfrente de donde están los que ya nunca la trillarán, el cementerio, en cuyas puertas han dejado una ofrenda que los que no distinguimos nada de esas religiones llamamos “macumba”: cinco velas prendidas, un cigarrillo encendido al costado de cada vela, unas flores recién cortadas y, en el centro, una gallina o un pollo descuartizado. Pollos descuartizados como esos hombres vivos que parecen desmembrar sus músculos para adquirir, a fuerza de pesas y encierro en un gimnasio, el cuerpo escultural que tanto desean, bajo la seducción de un cartel con una figura más que griega, espeluznante: Arnold Schwarzenegger.

Y sigue la sucesión de imágenes y esa combinación extraña, pero también la tranquilidad con la que uno puede caminar por Carlos María Ramírez a las diez de la noche (es enormemente más tranquila que muchas calles del Centro), amparado por una luz tenue pero clara y árboles frondosos y antiguos. Aunque no falta, claro, el descamisado que masculla el idioma y pide “sinceramente, te digo, amistá, un pesito para completar el vino”.

Y en un momento, el hambre, provocada por la cantidad de pizzerías, ninguna glamorosa, pizzerías de barrio adonde se va a comer pizzas. Nada de piratear el precio de una muzarella porque te pongan un sillón acolchonado y de cuero y una lámpara de diseño. Hablando de piratas, no puedo dejar de anotar la barraca de igual nombre que en su frente exhibe gnomos, cuencos, sapos con guitarra, cisnes, Blancanieves y los siete enanitos, patos sonrientes, ciervos, cotorras, casillas para perros, tinas para lavar ropa recién manufacturadas, nada de esas antigüedades provenientes de las abuelas, sino esas que dicen que el ex Uruguay también tiene sus clientes o que no todo el mundo entró de plano al mundo del lavarropas automático. Anoto el Club Atlético Progreso e, invadido de tanta imagen, cierro los ojos. Cuando los abro, me encuentro con la altura modesta del Cerro, oscuro pero iluminado por miles de lucecitas encendidas, como advirtiéndonos que ahí nomás, si cruzamos el puente, hay otro mundo a relatar.

Estoy en la plaza Lafone (tranquila, con algunos chiquilines tomando cerveza, otros algún refresco, algunos fumando un porro), la atravieso y voy directo (eso ya estaba planeado) al legendario Club Arbolito, el famoso recinto del que Tabaré Vázquez exprime su pasado obrero.

Yo esperaba al menos un póster gigante con su primera banda presidencial atravesada al pecho, pero ni rastros del presidente. Aunque sí hay un espíritu icónico de la izquierda partidaria: el techo está pintado de franjas intercaladas en rojo, azul y blanco, y un póster viejísimo (quizás de los 80) de la murga La Reina de La Teja cuelga de una pared. Tres parroquianos mantienen un silencio casi absoluto y dos maquinitas slot (de las 12 que hay) no paran de chirriar. Las paredes están pintadas de un celeste furioso y la iluminación es clara, ninguna luz tenue. Un hombre llega y el cantinero (joven, de pocas palabras) le pregunta qué se va servir: “un Johnny”, le dice, y sonríe con ironía.

El cantinero toma una botella de whisky Dunbar y le pregunta con qué lo corta. “Con naranjita”, responde el cliente, y bebe tranquilo su fino trago.

Salgo a la calle, fumo un cigarro, siento todo el silencio del barrio, entiendo un poco por qué las mujeres, por lo general, no van a esos bares: se aburren soberanamente. Los hombres en los bares pueden mantener una cofradía silenciosa por horas. Pago 35 pesos por un whisky, que no es Dunbar pero casi, y me voy al bar Sudamericano, a un par de cuadras y sobre Carlos María Ramírez.

El hombre joven que me atiende me mira y me habla como a los forasteros, con dos palabras y de reojo. Lo acepto, soy yo el intruso.

Una familia entera, que sólo habla de carnaval, mira por la tele murgas y parodistas y come pizzas suculentas, mientras dos veteranos acodados y prolijos (no siempre los veteranos de barrio son los borrachos perdidos) hablan de trabajo. Del techo cuelgan grandes ruedas de viejas carretas, una pequeña foto de Gardel parece inamovible, otra del Che Guevara está al lado del gran televisor LCD, Chaplin y el pibe sentados en la vereda se reflejan en un espejo, detrás mío un póster gigante de Zitarrosa (con la leyenda “Gracias, Alfredo”) me sostiene la espalda. Todo data de otro tiempo, del ex Uruguay que quizás no sea tan ex; capaz que sólo hay que salir del Centro o los barrios acomodados. Las paredes no han sido pintadas desde hace años, pero están limpias y mantienen un color agrio (no se me ocurre otra forma de nombrarlo) que aquieta los sentidos, si no fuera por el delivery (morochón, alto, joven, profundamente viril) que me altera un poco. Pienso en por qué siempre hay algo o mucho de deseo sensual en mis crónicas (lo pienso por si los lectores lo piensan), y encuentro una única razón: el relato de la vida sin una incursión de temblor sexual me resulta inverosímil.

Pido una pizza para calmar el hambre o sublimar el deseo y acompañar el whisky. Todo me sale 110 pesos. A eso le llamo yo conciencia de clase, o no dejarse estafar.

Como estoy solo y aún tengo a Zitarrosa sosteniéndome la espalda, recurro a un verso suyo para luego callar: “La soledad son cuatro mundos / el de la mentira / el de la vergüenza / el del miedo y el de la soledad / ¿Quién pudiera amar después de roto?”. ¿Quién está roto y solo? Uno y el ex Uruguay.