No es cierto que uno no pueda huir de la ciudad sin salir de sus contornos. Salir significa aislarse, ser hombre solo en estas noches frescas. Frescas no es lo mismo que frías. El frío incomoda, nos pone en un punto inexacto entre el disfrute de lo que nos rodea y el cuerpo erizado. El fresco (el fresquito, se dice en el campo) apacigua malestares, nos sitúa en la exactitud del confort corporal.

El asunto es buscarse o perseguir esos lugares solitarios para almas frescas, hastiadas del trajinar perpetuo de autos y personas, y de su combinación que, por momentos, de tanto ver, no permite el aullido personal o ese silencio necesario para volver a sentirnos, para escucharnos.

Es una fantasía y, seguro, una imposibilidad, pero yo deliro con que cada habitante de esta ciudad encuentre su lugar público propio, ese rincón fuera de casa que siente que le pertenece y al que nadie más puede acceder. Algo así como la propiedad privada no mediada por el negocio o el dinero, la propiedad privada de ese pedazo de tierra, árbol, cueva, que le indica el hallazgo de su propio territorio espiritual.

Es difícil lograrlo, es cierto, entre los lugares comunes de la ciudad, los más trillados; pero a veces es precisamente por eso (por consabidos) que la gente los abandona, ya no los visita, los deja de lado como esos hijos que abandonan a sus madres jóvenes porque creen que morirán longevas, que ya habrá tiempo.

La entrada al faro de Punta Carretas es consabida pero también se ha transformado. Eso se hace evidente cuando hace años que uno no la transita. Hace unos años, justo sobre una rambla siempre concurrida y llena de deportistas, autos en un ir y venir constante y edificios suntuosos, era una boca abierta y oscura, de pura tierra, en la que uno creía que si no la transitaba en auto se lo tragaría la noche.

Ahora está pavimentada y una hilera de postes con luces tenues no anulan la noche pero ahuyentan el miedo ancestral de caminar en solitario por un camino de tierra, ciego, sólo descifrable para los ojos de los autos. A cada metro que uno avanza, algo se va colando subrepticiamente por la piel (será lo fresco) y las articulaciones. Los nudos en la espalda y ese nerviosismo ya casi cultural ceden ante el peso que de alguna forma levita a los costados y ante el horizonte cercano y deseado (sin ninguna utopía) que anuncia un encuentro.

Todo lo que veo es difuso, porque estoy inserto en la noche. Pero la noche también otorga esa transparencia o cierta clarividencia que los soles radiantes y enceguecedores tantas veces ocultan.

Ya se sabe que los grandes parques o descampados, oscuros al costado de los caminos principales, invitan al amantazgo, el amorío, las conversaciones pacíficas, los rompimientos, las infidelidades.

Yo no sé quiénes están dentro de esos autos, pero, qué extraño, es como si las propias máquinas delataran las relaciones de quienes las conducen. Hay como un código no reglado que establece la velocidad a la que se transita, los lugares de aparcamiento (y apareamiento), las distancias prudentes entre un coche y otro para no interferir en la intimidad de los otros.

Algunos prefieren estacionar sobre una loma desde donde se ve Montevideo extendida, con sus millones de luces hacia el este; otros se resguardan y ocultan sigilosamente el auto, con el ritmo de un niño que va a cometer una fechoría, bajo un conjunto de árboles tupidos; algunos dan vueltas y vueltas (esos, seguro, son los amantes infieles) sin decidir dónde estacionar, entre otros caminos de tierra que más adelante serpentean y que también mueren en el mar.

Hace también unos años, el cúmulo de rocas que bordeaban el camino, rocas duras, puntiagudas, incómodas para sentarse o tener sexo, eran el refugio de muchos homosexuales (sobre todo veteranos, pero no sólo) que de día y al calor del verano esperaban, inquietos pero con la paciencia trabajada del tiempo, a amantes furtivos o conversaciones que curaran.

Todo descampado, todo escondite, toda cueva, toda oscuridad, estuvo siempre asociada al amor o la descarga rápida de represiones o deseos. El lugar más extraño en el que vi uno de esos encuentros, en verano y cerca de las seis de la tarde, ya en la arena pero contra las rocas, de dos hombres semidesnudos que se besaban y tocaban con una furia vertiginosa, fue tras el monumento al Holocausto judío. Lo juro por Dios, Alá y Yahvé. Los husmeé un rato y me fui antes de que acabaran con lo suyo sin saber qué pensar: ¿profanación absoluta, u homenaje, en el lugar que más molesta, a los judíos homosexuales aniquilados por el nazismo? No importa lo que yo piense, importa lo que sucede.

Vuelvo al camino pavimentado y se me revierte otra vez la perspectiva. El faro, que no sé por qué razón se me hacía inmenso, cobra ahora la misma dimensión que la rueda gigante del Parque Rodó cuando ya no se es un niño. Me resulta un farito de un pequeño poblado y no uno de aquellos que se relaciona con las grandes ciudades; un pequeño faro quizá perfectamente acorde con nuestra escala.

Ahora llegan las preguntas sobre destinos, símbolos. ¿Cuál será nuestro faro? ¿Lo tenemos? ¿Lo tuvimos y lo perdimos? Hoy no me importa. Vine hasta aquí a vivir por un momento la experiencia más radical y sincera de los hombres solos: pensar en mí, olvidarme de construcciones que me sobrepasan, estar un tiempo conmigo. Y que Dios y la sociedad me perdonen.

Llego al borde del mar y unos pocos escalones me invitan a llegar a la escollera, ese puente de cemento que se adentra en el río. Da un poco de miedo. El río-mar no está bravío, pero tampoco hay estrellas que lo iluminen todo y el puente está débil, corroído por el agua y por el tiempo, por tramos derruidos como los de esos balcones bellísimos pero abandonados desde los que uno siempre teme caer. Si viniera una tormenta, un viento sur, si el agua se pusiese furiosa, estoy seguro de que tendría que llegar a la punta de la escollera gateando. A veces uno es un niño caprichoso y aun sabiendo que está en mínimo peligro, un resbalón por ejemplo, quiere llegar a su meta, por insignificante que sea.

Llego y me abrazo a un dique de madera. Lucho 20 minutos contra el viento que no me deja encender el cigarrillo. Persevero y triunfo. Estoy solo, rodeado de agua, con toda la ciudad a mis espaldas o a los costados, como si fuera un monstruo de millones de ojos a los que hoy no quiero mirar. El viento y el agua golpeando contra las rocas crean una sinfonía que si fuera músico patentaría como una de las expresiones más honestas de Montevideo.

El cielo está cubierto o manchado de nubes, y dos estrellas me miran convencidas desde la más radical lejanía. Me acuerdo de aquel poema de Idea Vilariño: “Qué horror / si hubiera dios / y si esas dos estrellas / pequeñas parpadeantes y gemelas / fueran los dos ojitos / mezquinos / acechantes / malévolos / de dios”.

Busco la forma de encender otro cigarrillo, ya con esa táctica de envolverse la cabeza con toda la campera. Aspiro amplio y profundo, y largo mi bocanada de humo, placentero, contaminado, al mar y la imperturbable noche. Casi que lo logro: no pienso en nada más que en el humo, la soledad sin explicaciones, como un destino o el goce perfecto de los hombres, en que nadie, pero nadie, me está mirando, en que no rindo cuentas. Pienso en los permisos o la libertad que instala el silencio.

El viento comienza a manifestarse con más virulencia, y quizá por aquel miedo o una superstición arraigada o un respeto al decir de la naturaleza, decido volver a tierra firme. A unos pasos está el restaurante La Estacada; delicado, rodeado de mar, concurrido de gente que puede pagar lo que yo hoy no puedo. Tampoco es mucho más caro que todos esos boliches cool que crecen como hongos y que se han instalado en lo que hemos venido a llamar Cordón Soho (novela aparte, una tensión real entre una Montevideo despreocupada y gourmet y otra más pobre y real, creo yo, que estalla en cada esquina). Igual me voy con la certeza de haber comido otro lujo: todo ese espacio sideral fue mío y nadie lo intervino. Nadie. Como corolario, y con el riesgo de terminar un relato en paz, una luna que no veía desde hace mucho (o quizá hace mucho que no me detenía en la luna): completamente esférica y de un naranja rabioso. Al fin, una noche fresca como el agua de los aljibes.