Allí está, impertérrita, la figura construida en mármol de uno de los políticos que más dinastía conservadora le legó a Uruguay. Se erige compadrito con un sombrero que sostiene con la mano izquierda (seguro que con la derecha saludaba a Francisco Franco), en la intersección de General Flores y la avenida que lleva su nombre, ancha, arbolada, de arraigado copete.

Se escucha en estos tiempos que con la derrota electoral de su bisnieto, Luis Alberto Aparicio Alejandro Lacalle Pou -eso sí que es abolengo-, y con el tercer período consecutivo de gobierno del Frente Amplio (conducido por hombres que vinieron de abajo), aquella elite está siendo desplazada, y que ese Uruguay conservador se retira (ya veremos), aunque en los hechos se mantiene firme y consciente de sí mismo en el Parlamento y las tatuceras de su riqueza.

Camino por la avenida y, a un lado y otro, se exhiben esas calles que jamás deberían cambiar: adoquinadas, silenciosas, con viejas en las veredas a su aire de verano.

Sobre Herrera (resumamos así la nomenclatura de la estirpe), un almacén pequeño tiene en su frente una mesa roja de plástico con algunas sillas donde unos muchachos, a las siete de la tarde, toman unas cervezas. Uno no sabe cómo, pero intuye que eso se puede acabar, sabe que Vázquez es terco y que su cruzada contra el alcohol llegará hasta el más recóndito paraje de campo, en pos de la mente y el cuerpo sanos. Justo ahora estoy frente al club de boxeo Golden Gym y recuerdo una entrevista que le hice a Chris Namús en su apogeo y que fue tapa de Brecha, aunque unos días después fuera trompeada por una negra enorme que no le dio tregua y le arruinó su carrera en un santiamén y, de paso, terminó, también, con aquella fantasía o capricho de Vázquez de programas de boxeo para que los adolescentes se integraran sanamente al sistema. Nunca más entrevisto a un deportista en su apogeo: se ve que soy yeta.

Pienso o me desligo de algunos pensamientos (en eso esencialmente consiste caminar para los que no trotamos) mientras identifico las veredas anchas, tanto como la avenida, y descubro excelsas construcciones: una casa antigua, de fachada majestuosa, dos plantas y frente arbolado, es la sede de la Escuela de Comercio perteneciente a la Universidad del Trabajo del Uruguay (UTU). La famosa funcionalidad de la UTU (hacer cuentas, administrar, esa vocación que me es ajena pero reconozco útil) también puede ser contenida por cierta belleza arquitectónica que ojalá se tradujera en la belleza de los números, en una repartija más justa.

En el muro de la institución un grafitero de trazo rápido escribió “Rolling Skater Forever”, y enfrente un cartel público dice “Ciegos”; me sugieren que los uruguayos deberíamos rodar más rápido y tener bien los ojos. Si apuro una traducción: salir del paso cansino y no tragar mucho discurso. Mirar con detenimiento lo que fue y lo que es. Ese palacete que antes fue la casa-quinta del doctor Luis Alberto de Herrera y hoy es el Museo Histórico Nacional.

Así vivían ellos, y muchos así quieren seguir viviendo, con la seguridad de que llegar al poder otorga derechos materiales bien lejanos de la plebe. Ni la austeridad (digna, a veces creíble) que todo el mundo repite como mantra pero nadie practica, ni la opulencia que nadie necesita.

Llevo puestos championes, y así y todo siento el pasto. Los pies sobre la tierra me hacen ver a otros: esos adolescentes (17 o 18 años, no más) de pelos pintados de verde y vestidos a tono, con una niña recién nacida en brazos (eso de que hay que poblar el Uruguay siempre me puso nervioso); el joven de tez cobriza con la camiseta de Neymar con el que me echaría un partidito (yo que soy tan poco afecto al fútbol); el Colegio y Liceo José Artigas, que no sé si es público o privado, aunque si es colegio, seguro que los más infelices ahí no son los más privilegiados (y paren un poco con tantas Instrucciones del Año XIII y reglamentos de los pueblos libres); un cartel extendido de árbol a árbol que reza “Felicidades, Paula. Flamante escribana”.

Luego de pasar General San Martín, la avenida hace una pequeña curva y, quizá porque nos acercamos al Prado, la atmósfera adquiere otro tono. Más casas-quintas de esas que ya nadie adquirirá más que por herencia y que muchos quisiéramos heredar; la sede de Unión Nacional de Trabajadores del Metal y Ramas Afines, pintada de rojo, de dos plantas, a tono con el barrio, que en una pancarta saluda a la mujer trabajadora y en otra festeja el Día del Metalúrgico (14 de marzo); el bar El Rodeo, todo madera y vidrio, y empanadas que aguan la boca. A unos pasos, otro límite territorial preciso: la avenida Burgues, que de burguesa no tiene mucho. Esa que se adentra en la periferia y que haciendo esquina con Herrera contiene al bar El León de Caprera, espacioso, de exquisitas pizzas, mostradores de mármol y con sillas y mesas que resisten intactas el paso de las décadas. Y el colegio Clara Jackson de Heber, donde estudió la hija de desaparecidos y hoy diputada Macarena Gelman. Otras asociaciones me invaden: a unas cuadras de allí, sobre Burgues y lejos de lo burgués, viví unos años, y en esa casa entrevistamos con la periodista Mariana Contreras a Macarena, en una de las primeras entrevistas que dio a la prensa. En esa casa viví el amor de la única forma en que se puede vivir: con sosiego y alterado, entre la paz y la guerra.

Ya que estoy, pido por doble partida, política y amorosa: que Macarena no sea sólo un símbolo, que traiga algo nuevo, que patee tableros y que yo vuelva a experimentar el temblor. A partir de esa esquina y hasta el Parque Posadas la avenida se convierte en esplendor sosegado.

La combinación de las luces de la calle y los letreros de los ómnibus (de un amarillo verdoso, por no decir otra vez “ocre”); la oscuridad de las veredas producida por tanto árbol viejo y noble; una cancha de fútbol cinco de un verde ficticio pero verde al fin; el club Albatros, tenuemente iluminado; el antológico bar Los Yuyos, con su ambiente sereno y sus mil copitas que invitan a tomar cañas o grapas con decenas de sabores (butiá, menta, naranja). Toda esa mezcla que altera los sentidos se ve redoblada por la magnificencia de la iglesia Sagrada Familia, que sólo con su arquitectura puede convertir a un agnóstico. Para colmo, tiene sus luces encendidas y esta noche hay misa. Yo tomé la primera comunión y eso, en principio, me habilita a entrar bendecido.

El cura está en el momento culminante, el de beber la sangre del Redentor (me cubre la sed de vino) y el del reparto de las hostias (el cuerpo de Cristo, debo decir). 16 ancianas y una monja se besan entre sí, besan al cura, abren la boca como los hambrientos cuando son parte de la eucaristía.

Me animaría a mancomunar, si no fuera porque ya estoy en pecado capital: entre tanta anciana, monja y cura, un muchacho más fuerte que el cuerpo de Cristo se arrodilla, se levanta, se acomoda los pantalones, insinúa, tras unos vaqueros ajustados y una camisa entallada, un cuerpo griego. Que Dios te conserve, me digo, y me retiro caliente porque nunca puedo realizar un rito puro.

Camino otras cuadras y llego al Parque Posadas (otro relato que no se puede despachar en tres líneas) y me topo con un local de Tienda Inglesa.

Autos y más autos, carritos llenos, gente enloquecida a las nueve de la noche. Me doy de bruces contra el capitalismo y sus quesos cremosos con coliformes, y no hay escapatoria: cuando el consumo se expone también lo hace la mierda que lo rodea. En una sola cuadra, la mamá sentada en el piso con el hijo en brazos ruega una limosna, dos conductores de carritos arrastrados por sus propios brazos revuelven los contenedores, un lumpen pide una moneda.

A una cuadra, diviso la excesiva y suntuosa residencia presidencial. Decido hacer todo el camino en sentido contrario, con una cerveza en la mano, y ya no registrar más que a mí mismo. Quién sabe si en unos meses podremos pasear por la calle a las diez de la noche con una lata de cerveza en la mano, ausentes de todo, ensimismados, con una brisa leve en la cara, encontrando olvidos y recuerdos. Eso también es caminar. En una punta del recorrido, la estatua muerta del conservadurismo; en la otra, la viva. Y las dos, coleando.