Haciendo esquina con la plaza, sobre Bulevar Artigas, una travesti que antes fue otra y mucho antes otra, y de alguna forma siempre es la misma, revolea su cartera en tacos altos y minifalda que enseña su apellido. A unos metros, en una estación de servicio que ocupa toda una esquina, unos muchachos salen cargados de cervezas, un mendigo solicita una moneda, un hombre en medio de la calle tira pelotas al cielo, compone figuras y sonríe a los automovilistas que esperan el cambio de luz en el semáforo, para ver si puede hacerse de unas monedas.

Un muchacho espera a su chica con una cerveza de litro, tirado sobre el pasto, y es ella la que trae el porro. La señora paqueta pasea a la perra con nombre de abolengo (casi de doble apellido) que se convierte en un objeto espantoso con ese corte de pelo lleno de pompones y el collarcito rosado con piedritas brillantes (la perra, no la doña).

No elijo esa plaza porque quiera simbolizar nada, pero siempre me pasa lo mismo: el día después que la visito buena parte de la educación pública y primaria del país está en conflicto y entró en paro porque una madre furiosa prepoteó a una maestra. Cien mil y pico de niños sin la famosa educación pública a raíz de una violencia cotidiana que nos rodea o nos cerca.

Miro el monumento a Varela, el prócer de la educación, y esa inscripción tallada en un mármol invencible que dice de “La educación difundida en todas las clases sociales” y dale que te va con el discurso. Luego la rastreo porque no sé si eso es todo y veo que termina con “iluminando la conciencia oscurecida del pueblo y preparando al niño para ser hombre y al hombre para ser ciudadano”.

Veo a Varela, sentado ahí desde 1918, con cuaderno y lápiz en mano y rodeado no sé si de maestros, alumnos, pueblo o figuras mitológicas. Si agiornáramos los monumentos de los próceres, a la gran figura de fundador de un juicio que parece convertido en eslogan -una enseñanza “laica, gratuita y obligatoria”- tendríamos que ponerle una laptop for children en una mano y, por si tuviese un ataque de angustia irremediable, un revólver o un blíster de antidepresivos en la otra.

Varela rodeado de jóvenes (algunos en estado de descomposición social y otros perfectamente integrados), de putas y travestis, de señores que están entrando por Avenida Brasil a un mundo en el que la educación es obligatoria pero lejos está de ser laica y gratuita. Varela convertido en publicidad y muletilla de políticos de todas las ideologías, militantes acérrimos de la enseñanza pública, progres que pronuncian y defienden lo que no practican. Varela como la buena conciencia de aquellos que a la hora de decidir el destino de sus hijos y futuros ciudadanos no tienen pudor alguno (aunque a algunos los carcoma la culpa o teman que se les caiga la máscara) cuando cambian el moñón azul e integrado por corbatas y uniformes, piscinas, clases de arte, idiomas, psicólogos referentes, tranquilidad de padres y madres que saben que todo aquel universo se cayó a pedazos, pero lo siguen defendiendo por inercia, porque cuando se cae una ficción, o más bien una realidad, hay que inventarse otra, y la verdad es que la imaginación en el poder no es lo que sobra.

La pregunta es simple, repetida y devastadora (aunque la escuela pública no ayude a hacerla): ¿usted, señor padre defensor de todas las causas públicas, a qué institución pública va a enviar a sus hijos? La respuesta esboza una mueca de pena, remordimiento o entrega: a tal colegio.

Quizá sí haya que condenar los discursos (sobre todo de los grandes oradores), pero no culpar a esos padres: habrá escuelas peores y mejores, zonas más y menos privilegiadas, maestros preocupados y desatendidos, pero también es cierto que pocos padres quieren para sus hijos lugares de formación donde apenas, si acaso, sale alfabetizado y con algunos amigos de por vida.

Ahí especulo yo sobre Varela y los íconos, la hipocresía y el doble decir mientras pienso, también, que a Artigas habría, al menos, que bajarlo del caballo de la plaza Independencia y darle, ya más viejito y tan muerto en solitario, una tablet para ancianos, a ver si se comunica desde el más allá con tanta apelación inútil a infelices, privilegiados y pueblos libres. Sí le dejaría inscripto en su monumento esa frase un poco evangélica o cristiana que pide “clemencia para los vencidos” en un mundo en que tanto se premia al ganador, al exitoso, al que asciende o conquista su bienestar social y espiritual por su propia y única fuerza. Clemencia para todos los vencidos, y un whisky, pediría El Cuarteto de Nos. Y ya que estoy (enseguida vuelvo a la plaza), le pondría a la gigantografía de Juan Carlos Onetti en el teatro Solís uno de sus permanentes puchos prendidos a la boca y un vaso de alcohol en una mano. No porque aliente los vicios o la destrucción (y que cada cual haga lo que quiera), sino por una actitud de honestidad intelectual, de no disfrazar de buenas costumbres, de ciudadano ideal, afeitado, de traje, con su mejor rictus, al escritor que, todos sabemos, fue otro ser. Podría seguir destruyendo o modificando monumentos, pero tengo que volver a Varela y su plaza.

Si un extranjero o extraterrestre quisiera saber de qué se trata ese espacio, muchas páginas promocionales (públicas y privadas) usan la potencia lacónica del acierto publicitario: el hombre que promulgó la felicidad e integración para todos mediante la educación y las tardes frescas en las que ir a conversar con amigos. Está bien, no van a ponerse a divagar sobre los asuntos de nuestra sociedad y sus conflictos. Sólo nosotros o un extraterrestre atento podría dilucidar algunas otras cualidades o relaciones que en la plaza se establecen.

Enfrente está ese edificio increíble y ovalado que ha sido objeto de tantas fotos y es envidia de tantos montevideanos; adentrándose por Avenida Brasil uno transita la paz de los acomodados y llega al corolario de la rambla; por Bulevar Artigas hacia el sur, otra vez el mar; a unas cuadras la imponencia de la Facultad de Arquitectura; cerca el barrio Cordón, lleno de historias y calles que se empeñan en mantener su belleza o misterio arbolado y algo melancólico que no hay furia de boliches posmodernos que los pueda voltear (Blanes, Pablo de María); Bulevar Artigas hacia el norte nos da la dimensión de una ciudad de edificios de mentes creadoras y adineradas con nombres que parecen extraídos de viejos títulos nobiliarios (Champs Élyssées me resulta paradigmático).

Pero uno no vive en ninguno de esos edificios, ya no va a la escuela pública y sólo quiere un rato de soledad en una plaza pública. Pero asumámoslo: todo tránsito citadino anula la soledad o la permite sólo por instantes.

Compro una cerveza en lata en la estación de servicio y elijo un banco vacío bajo el trajinar del viento y las hojas de los árboles, en una de las últimas noches de verano o las primeras del otoño (Dios o Varela me escuchen), y al girar los ojos los veo: cinco personas abren tuppers o bolsas de nailon con comida, prenden un mínimo fuego, tiran cobijas en el pasto; esos hombres que quizá fueron de conciencia oscurecida, están preparando la estadía nocturna que ahora les tocó.

Ni un minuto en paz, me digo, y como si fuera un viejo reaccionario, me cambio de banco que en verdad es pasto y fumo y bebo una segunda cerveza a mis anchas, con los ojos centrados en un punto fijo, en otros puntos.

Una muchacha que es delivery llega en moto a las puertas de un edificio coqueto. Cuando se saca el casco deja ver un rostro hermoso y un pelo cuidado. Tiene un culo perfecto, en el que el cliente, de soslayo, se detiene un buen rato. Entrega el sushi a ese hombre joven mientras los cinco que están en la plaza siguen soplando el fuego quizás para preparar un mate. Tres muchachos propios del barrio (quiero decir: que también podrían comer sushi) conversan tranquilos, cada uno con su cerveza de botellita individual. Un muchachito con los pantalones bajos practica skate, indiferente al mundo o sólo concentrado en sus piruetas. Un juntapuchos indaga cada pedacito de la plaza buscando una colilla. La travesti que es otra y que es la misma se arrima a un auto lujoso diciendo su precio y mostrándole abiertamente al posible cliente sus exuberantes tetas.

Todo eso en los intersticios, mirado por las ranuras de un mundo que, superficialmente, parece en orden, limpio, hasta idílico, a menos que lo miremos por la mirilla.

Todo está en orden, Varela, y más que nada aquello de las clases sociales.