Hace 30 años la democracia era un bote grande y tosco en el que navegaba, toda junta, la política uruguaya.

Dicho así, esto puede dar lugar a confusiones: cuando digo “democracia” no me refiero a ningún contenido sustancial de la palabra -pongamos por caso uno hegemónico hoy día: elecciones libres, garantías individuales, libertades de expresión, asociación, etcétera-. No, sólo me refiero a la palabra.

Sería un error pensar que todos los que iban en ese barco querían ir para el mismo lado. Más aun lo sería pensar que alguno de esos destinos era el “verdadero” y que el punto de llegada del barco se explica por la dirección natural de los vientos. Por el contrario, podríamos decir que los marineros pelearon por el rumbo. Con el tiempo, algunos tomaron el timón y otros cayeron por la borda. Y los que ganaron la batalla, como siempre sucede, miraron para atrás y justificaron el rumbo que tomaron como el único camino posible en medio de una tormenta.

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Esta columna del historiador Mauricio Bruno es la primera de una serie de notas que vamos a publicar sobre los 30 años del retorno de la democracia. Estos artículos se publicarán en el marco del evento Expectativas y disputas en torno a la nueva democracia, una actividad organizada por la Universidad de la República, que se llevará a cabo entre el 14 y el 16 de abril en la Intendencia de Montevideo. El programa completo está disponible en este link.

Vayamos por partes.

Para Julio María Sanguinetti, principal candidado presidencial del Partido Colorado en 1984, la democracia se definía mediante una batería de adjetivos que usaba habitualmente en sus discursos: “sobriedad”, “realismo”, “moderación”, “conciliación”, “sensatez”, “racionalidad” y “tolerancia”. Debía ser estrictamente liberal en lo político, pero en lo económico admitía un rango amplio de intervención estatal que orientara la marcha de la economía hacia la superación de los problemas sociales que había dejado la perspectiva liberal de la dictadura. “La hora de los tecnócratas ha pasado”, diría en abril de 1984, “viene la hora de los políticos y la hora de los técnicos al servicio de los políticos”. La política debía volver a mandar sobre la economía.

Si bien este sentido común estaba bastante extendido entre la clase política uruguaya a comienzos de los 80, a medida que se acercaban las elecciones de 1984 comenzaron a circular con fuerza otros sentidos. Juan Raúl Ferreira, hijo del principal dirigente del Partido Nacional, planteaba que querría ver en Uruguay una “democracia participativa” al estilo de la del general Omar Torrijos en Panamá (muchos años después, Hugo Chávez también vería en aquel gobierno un modelo para su país). Esta idea se vinculaba con la fuerte militancia que por entonces podía invocar el wilsonismo, y fue crudamente impugnada por el sanguinettismo, que veía en ella un llamado “aventurero” a repetir los errores de los años 60.

Por otro lado, el Partido Comunista abogaba por una “democracia avanzada”, que no suponía “gobernabilidad” ni “consenso”, sino ideas como “combate programático”, “desarrollo de la lucha de clases” e “imposiciones mediante el empuje popular”.

Y mencionemos una idea más, que explícitamente cuestionaba a todas las anteriores. Para los neoliberales -cuya agenda Búsqueda conjugó en lo previo a las elecciones de 1984-, la conciliación social, la dirección política de la economía, el pueblo en las calles y la lucha de clases eran las ideas que había que evitar para encarrillar al país por la vía del desarrollo. Había que construir una nueva democracia, que dejara de lado el viejo intervencionismo estatal sobre la economía y que diera carta libre a los profesionales en la materia para conducirla de acuerdo con los dictados de la realidad y con las recetas de la ciencia económica: “pragmatismo”, “objetividad” e “independencia de la economía con respecto a la política”, todos conceptos que la derecha neoliberal buscó imponer con fuerza.

¿Alguna de esas ideas significaba algo para la gente común y corriente? Según los “estudios de mercado” elaborados por Roberto Ceruzzi, el publicista que había estado al frente de la campaña de Sanguinetti, lo que buscaban los uruguayos con la democracia era vivir un poco mejor: mejores salarios y jubilaciones, más trabajo, vivienda y salud. Las ideas más “políticas” -libertades individuales, Poder Judicial independiente, desproscripciones- venían muy atrás en la encuesta, “con muy poco interés de mercado”.

Siguiendo a Ernesto Laclau, podríamos decir que la democracia era el significante vacío que lograba enhebrar todas esas demandas diferenciales; era la palabra que unía a aquel que había perdido el trabajo y no llegaba a fin de mes con el que había perdido sus ahorros con la devaluación de 1982 y debía repensar el colegio al que iba a mandar a sus hijos y con el que había sufrido largos años visitando a algún familiar preso por su militancia política. Pero también era el significante flotante que estaba en disputa en el campo político. Algún discurso -o alguna conjugación de discursos- lograría hacerse de él, llenaría de sentido la palabra y conduciría el nuevo tiempo político.

No todos los significados tuvieron la misma suerte. Algunos fueron tragados por el devenir histórico y otros, que parecían opuestos, terminaron conjugándose e instalando una nueva hegemonía. Tal vez para explicar qué proyecto se impuso habría que mencionar un factor que, por obvio, hemos obviado: el factor militar. El 20 de diciembre de 1986, cuando el Partido Nacional presentó el proyecto de Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, el wilsonismo ya no era aquella promesa de pueblo en la calle y democracia participativa. Era un sector de un partido que buscaba ganar las elecciones, que ya no podía permitirse seguir enemistado con los militares y que debía demostrar capacidad de encontrar soluciones a los grandes problemas del país. Para ello debió apoyar un discurso de “tolerancia”, “pragmatismo” y “ni vencidos ni vencedores” que dos años atrás nunca hubiera suscrito.

Entonces nació la nueva democracia. Un orden jurídico liberal marcado durante mucho tiempo por la sombra del poder militar. Un orden social y económico moderadamente progresista o liberal, según los contextos, pero sujeto a los dictados “objetivos” de los organismos internacionales que regulan el saber de la ciencia económica. En el barco siempre hay polizones.

Vaya este repaso de la refundación de nuestra democracia para recordar una obviedad: el orden jurídico que rige nuestra vida social es hijo de una construcción política, y los factores que jugaron en esa construcción siguen operando y moldeando los límites del concepto de democracia. Nada hay de qué avergonzarse en ello. La democracia nunca nació de los libros de derecho, sino de la política, y por lo tanto siempre está abierta a ser reformulada. Creer lo contrario es leer literalmente la Biblia y pensar que fue Dios el que creó al hombre a su imagen y semejanza.