Tengo la sensación de que la calle Paraguay desde su intersección con Agraciada hasta la vieja estación de la Administración de Ferrocarriles del Estado (AFE), justo allí donde se erigen las instalaciones de las Fábricas Nacionales de Cerveza, se podría relatar de memoria, evocando tantos viajes en ómnibus o una impresión que queda prendida a los ojos y se cuela adentro. Ese recorrido que espanta, asombra, hace pensar en una Montevideo que se disputa entre edificios grandilocuentes, hipermodernos, de gesto político más que de diseño de ciudad (la Torre de las Telecomunicaciones); fábricas o empresas en funcionamiento y otras que ya murieron y que muestran su carcasa derruida de féretro que fue noble pero ya está casi podrido; casas o edificios donde vive mucha gente (todas por la vereda izquierda, yendo hacia el Centro) y otras cientos de ellas que fueron elegantes, y ahora se caen, segundo a segundo, con sus cúpulas, balcones, terrazas de diseño, de aquéllas que el tiempo devora lenta y de forma agónica; todo para terminar en la estación de AFE, puro símbolo, siempre proyecto, evidencia inescrutable de la mentira política de soñar otra ciudad.
Nada de ocre. Montevideo aquí muestra en toda su dimensión esa grisura congénita, su cliché más profundo, la cara cierta (ninguna máscara) de su orfandad y de ciertas muertes. El abandono está a la vista, y así y todo, en cada cuadra encontramos los resquicios, los restos de la reliquia, como si fuera una de esas ancianas que viven en la calle, que podrían tener un siglo de vida, pura arrugas, sucias y rodeadas de bolsos y perros o gatos, y que, sin embargo, tienen algún dejo de un pasado distinto, digno o hasta aristocrático: un anillo costoso, la forma en que se recogen el pelo en un moño cuidado, como aquella que rondaba el Centro y estaba, entre sus perros y su mugre, leyendo siempre un grueso libro.
Aunque tampoco se pueda sostener que las Fábricas Nacionales de Cerveza sean parte de un presente decadente, sólo su fachada parece un poco avejentada: todo lo demás, su producción, no parece ser un problema para sostener la vida de cientos de familias y los consumos de miles de uruguayos, tan borrachines nosotros (“se va a acabar, / se va a acabar / el consumo irregular”, debe de cantar Tabaré Vázquez cada mañana). El primer síntoma de una gran empresa en decadencia siempre se manifiesta por medio de una letra caída, que falta, de su logo. Esta empresa las mantiene intactas y aún brillan orondas y grandes en su fachada, hechas de un metal plateado que parece dispuesto a resistir toda embestida sanitaria y purificadora, sobre todo cuando al husmear en sus adentros vemos que los pequeños montacargas rebosan de cajones y miles de botellas.
Por la vereda de enfrente, otras fábricas o empresas que funcionan, algunas de evidente poder, otras de esas a las que se les cayó alguna letra, y cientos de galpones o casas que emplearon a muchos trabajadores o fueron el hogar de montevideanos que no sé si comieron perdices, pero tuvieron casas donde criar familias numerosas o vivir solos en pequeños palacetes que nada tienen que ver ni con la lujuria arquitectónica y terraja de ahora en algunas zonas, ni con esos apartamentos que, más que templos donde alimentar el espíritu o resguardarse del mundo, son pequeñísimas guaridas donde uno se choca con sus propios muebles, que poca expansión permiten y que salen más caros, se alquilen o compren, que un hogar en Europa.
Es que producen una rabia inconmensurable esos restos de vitraux cayendo de las ventanas, esos balcones delicados a punto de fenecer, miles de ventanales tapiados con la innobleza de bloques de cemento, las puertas de madera cerradas con candados y cadenas, las estructuras artísticas de hierro corroído como las proas de esos barcos abandonados o comidos por la sal de los oceános, todo ese delirio.
También hay casas y edificios cuidados donde viven cientos de familias, pero son precisamente los que menos nos hablan del pasado, porque parece que el pasado y su grandeza definitivamente nos dejó de importar, e importan los edificios públicos (algunas marcas del Estado) como la gran torre de Antel, ese edificio vidriado, azul y enorme que se ve desde todo Montevideo, con decenas de pisos y varias edificaciones que se comunican, ese edificio que se pretende fausto pero que en algún lugar es la definición de lo terraja y de aquella pretensión de estar acorde con el mundo, de mostrar nuestro orgullo gaucho y fálico.
Antes o después, están las instalaciones de Canal 4, que por fuera también son un galpón y una serie de gigantografías que muestran su programación y el agradecimiento del canal por dejarnos “entrar en sus casas”. No puedo devolverle el piropo, porque en casa no hay tele y si la hubiese sería completamente inhospitalaria con esas propuestas.
Sigo caminando por la misma vereda. Un muro enorme comienza a extenderse a lo largo de la calle. Enorme y horrible, construido por manos veloces para tapar vaya a saber qué. Miro por la rendija de un portón. Veo un baldío y detrás el puerto y sus contenedores, quizá un poco de agua. Ni que fuéramos una nación que necesita esos muros para dividir un territorio del otro que lo único que hacen es afear todo mucho más. Enseguida comienza a extenderse otra construcción que parece interminable: los viejos galpones u oficinas de AFE. Como todo el pasado se ha abandonado y no se lo quiere transformar en futuro, no puedo ni quiero saber qué fue exactamente eso: un edificio de ladrillos que tiene tres pisos.
A través de cientos de ventanas tupidas de barrotes, candados, todo roto, rotísimo, se puede observar algo así como un laberinto interminable de pequeñas habitaciones y recovecos que seguramente en algún momento cobijaron a miles de trabajadores.
Mugre, misterio, miedo. Si es de día y con esas imágenes uno siente esa inquietud que le oprime el pecho, no quiero imaginar lo que puede sentir y vivir de noche. Ya he transitado esas cuadras de noche; se siente desolación, ganas de salir corriendo. Casi que se ven fantasmas y a los dueños de las ropas, colchones u objetos que ahora ocupan recodos y portales y que esperan a sus nocturnos dueños durmientes.
En medio de esa estructura se abre un espacio, una entrada que conduce a una estación de trenes con el estilo arquitectónico de la Torre de las Telecomunicaciones. Algunos trabajadores entran y toman un tren que los lleva a Ituzaingó. A unos metros, una vieja parada de estilo inglés (la primera luego de salir de la Estación Central) que también se cae a pedazos y, sin embargo, nos obliga a evocar o contemplar otra grandeza. En ese espacio, otra vez, se ve un pedazo del puerto, mucho cielo, la magnificencia de la Estación Central.
Cuando por la calle nos vamos acercando a ese símbolo abandonado, de las paredes de ladrillo brotan plantas, enredaderas, hasta algunas flores, y los árboles de la calle se meten impunes hacia adentro de la edificación, como si la naturaleza pidiera a gritos que eso sea finalmente destruido o recompuesto. Como si sugiriera que en todos esos miles de metros cuadrados, en toda esa estructura sólida, se puede construir edificios, oficinas, casas para llenar de plantas y de gente.
Enfrente, más belleza dejada a la buena de Dios. Y al acercarse a la estación de AFE, la tristeza. Grandes chapas cubriendo magníficas puertas, rollos de alambre de púas previniendo la entrada de okupas. Y la fuerza y la prestancia, ese edificio de reloj roto en lo alto de su fachada que sería la envidia de cualquier administrador del mundo. Hubo Plan Fénix, hubo plan boliches, no parece haber plan de reconvertir ese patrimonio invalorable más que dejarlo morir.
Igual, es mejor que muera con dignidad antes de que lo transformen en un shopping o en un gran estacionamiento. Conviene ir y sentarse un rato frente a la Estación Central para apreciar o intuir todo lo que fuimos, todo lo que mentimos y todo lo que podríamos ser. Pero capaz que su gran pasillo de entrada nos hace huir rápidamente. El olor a mierda y orina es insufrible, la mugre y el abandono entristecen hasta al capocómico más indoblegable, y los cuatro lúmpenes que fuman pasta base justo en la puerta principal ahuyentan cualquier sueño de futuro.