Los desafíos que plantea la definición de una política migratoria en nuestro país son múltiples. Hasta ahora podríamos hablar de la existencia de esfuerzos aislados y fragmentarios.
En los últimos cinco años se avanzó sustantivamente en los trámites de obtención de la cédula de identidad y la residencia para el caso de ciudadanos del Mercosur y familiares de uruguayos. Para las autoridades involucradas en el tema, ése ha sido un as bajo la manga a fin de demostrar los avances alcanzados, pero es importante mencionar que los ciudadanos “extra Mercosur” y sin vínculo familiar alguno con nacionales deben seguir lidiando con la burocracia de la Dirección Nacional de Migraciones.
En todo caso, una política migratoria no puede reducirse a trámites administrativos de documentación y regularización migratoria. La vulneración de los derechos básicos de una gran cantidad de migrantes es práctica cotidiana. Si a esto le sumamos la inexistencia de un abordaje integral del tema migratorio, los intentos integracionistas y el discurso inclusivo han sido insuficientes.
Ante la ausencia de políticas claras, los abusos y las prácticas discriminatorias no son más que anécdotas; algunas se han denunciado en los medios de comunicación, pero eso no ha tenido como resultado decisiones políticas concretas.
Por ejemplo, no se tomaron medidas para regular los precios abusivos y condiciones humillantes impuestas por pensiones en el Centro y Ciudad Vieja. Tampoco los recaudos necesarios para afrontar y frenar, como prácticas sistemáticas de precarización, las aplicadas por el supermercado Tata o Fripur, entre otras empresas, para no pagar los derechos laborales reconocidos. O los abusos por parte de empresas y “cooperativas” de limpieza que son contratadas para prestar servicios tercerizados por el propio Estado.
A pesar de haber sido constatada la explotación de migrantes que se desempeñan como trabajadoras domésticas, sigue sin implementarse un protocolo que garantice el éxito de las inspecciones en lugares de trabajo donde se presuponga que existe algún abuso, como por ejemplo alguna medida para que esas trabajadoras no tengan que responder las preguntas de la inspección en presencia de quienes las emplean.
Muchas veces, tener documento de identidad tampoco es una garantía de inclusión para el migrante. Por ejemplo, algunas empresas financieras rechazan la cédula de identidad provisoria como documento válido para solicitar préstamos.
En el caso del sistema de salud, no se han adaptado los registros del Fonasa a la realidad de los trabajadores migrantes. Un ejemplo de ello se da cuando una persona que se afilia debe indicar el número de quienes dependen de ella, y en ocasiones declara el total de sus hijos sin saber que pagará por todos, aunque algunos residan en el exterior.
Ante este panorama surgen muchas veces, por parte de ciertos actores -algunos bien intencionados-, posturas “victimistas” respecto a la migración. Pero la verdad es que ningún migrante llega con la expectativa de que le vaya mal, para quejarse y recibir apoyo del Estado o de alguien más. Por el contrario, apuestan a lo que el producto de su trabajo pueda generarles, y muchas veces asumen los abusos como un costo de su experiencia migratoria.
Hasta ahora, parece que las acciones asumidas por el Estado con respecto a las personas migrantes no constituyen una política inclusiva, sino un sistema de clasificación administrativa, de seguridad y control: básicamente, otorgar documentos de identidad y residencia temporal, y evitar flujos migratorios no deseados a través de la imposición de visas y otros controles.
Lo que viene después es un misterio.
En principio no existen condiciones para decir que este país es amigable para la recepción de migrantes; no cualquier persona nacida en otra parte puede reconocer en Uruguay un lugar accesible donde forjar un futuro. Quizás esto no les quite el sueño a muchos, y de hecho no parece ser una preocupación para el actual gobierno.
Muchos latinoamericanos se la juegan por este país porque piensan que puede ofrecer mejores oportunidades que el lugar donde nacieron, en un continente sumergido en profundas desigualdades y exclusiones. Renuncian a muchas cosas, pero también apuestan a la buena fama que Uruguay ha adquirido en la región. Muchos fracasan y deciden volver. Las historias truncas terminan disolviéndose en nuestras propias miserias.
Es por ello que me gusta pensar que apelar a una política migratoria contribuye a que las historias de migrantes no sean de fracasos, relatos de los sinsabores de la otredad, crónicas del provincialismo hipócrita y excluyente.
Por ahora, las contribuciones de las nuevas migraciones parecen ser invisibles. El imaginario romántico guarda la historia de los migrantes italianos que “la pelearon” y dejaron como rastro emblemas nacionales como el viejo Palacio Salvo. Esto quizá sea parte de la ficción fundacional eurocéntrica que actúa performativamente, tanto como acto de afiliación como de exclusión.
Las diferencias radicales entre los procesos de inclusión de los jóvenes españoles que han logrado insertarse en el país y las dificultades que tienen otros jóvenes, peruanos o dominicanos, dan cuenta de ello; visibilizan la existencia en nuestra sociedad de cierta pasión por la uniformidad, por “lo conocido”.
Hasta ahora no vamos por buen camino. A pocos meses de asumir el nuevo gobierno, dejamos de ser ese pequeño país que se había destacado hace poco por abrir las puertas a quienes huían de la guerra, el hambre y la tortura. Si bien el presidente Vázquez no se ha pronunciado expresamente sobre los desafíos de Uruguay como país de recepción de migrantes, ha ido desmantelando las políticas de refugio implementadas en el gobierno anterior.
Quizá sea porque en “el extranjero no blanco hay algo de intruso”, es sustancialmente el otro: los otros de los otros, los que no votan ni son elegibles, que trabajan y pagan impuestos pero no opinan de política porque no son de acá, los hijos bastardos de esta nación republicana.