A veces irrumpe en la ciudad algo que descoloca el devenir de la masa aunque cada uno vaya ensimismado y crea que su mundo -su dolor, su alegría, su logro o fracaso cotidiano, o ese día en que conquistó cierta paz- es intransferible y no tiene parangón, y todos los demás nada tienen que ver con esa interioridad y circunstancias, y mire a los otros como si jamás pudiesen tocar o acercarse a un estadio único, el propio.

Es que, más allá de sabernos parte de un diseño creado por el Diablo (o la política, que a veces es lo mismo, o arquitectos desalmados, administraciones viejas pero imberbes y, también, diseñadores criteriosos), algo en común nos pone en un sitio territorial determinado y con necesidades similares (ganarnos el pan, trajinar la ciudad sin ganas de hacerlo, guardarnos el llanto, el desasosiego o el grito para cuando lleguemos a casa), y ese algo casi siempre se mantiene: mi drama es mío y jamás esta masa podrá sufrirlo ni entenderlo. Quizá sólo tendríamos que hablar más entre nosotros, en lugar de pagar tantos psicoanalistas o gurúes y de detenernos en la ciudad exclusivamente como un asunto puro de sus científicos constructores.

Precisamente, hablando de creencias, gurúes o trajinares distintos, tres fotos atestiguan esa irrupción en lo predeterminado (ya sea el recorrido sediento de imágenes de nuestra ciudad o el ensimismamiento que no registra más que veredas). Dos fotos, dos instantáneas (que se repiten), las vengo sacando en 18 de Julio hace meses, mientras que la tercera, que dialoga con mi registro sin prueba (habrá que creer en mi palabra), me la pasó con tino el fotógrafo y es la que se ve en esta página.

Como el fotógrafo y yo somos ateos o agnósticos, poco sabemos de ritos, religiones o meditaciones que suponemos provenientes de tierras lejanas o místicas o enajenadas. Y, sin embargo, en algún momento de nuestros recorridos pautados nos raptan, nos congelan, detienen por un instante el pasaje y el paisaje consabido de la ciudad.

La primera que se me presenta es la de un grupo de unas diez personas sentadas en la vereda de la Biblioteca Nacional. Con los ojos cerrados, las piernas cruzadas, en actitud zen, imperturbables ante el ruido de la ciudad a las 18.00. Podría tomarse como una performance o una intervención urbana, o dársele cierto crédito a esa irrupción que de alguna forma invita a parar, a detenerse diez minutos, esa provocación cierta si sorteamos la risa socarrona frente a lo desconocido y la burla eminente que se traduce en una expresión simple: “estos locos”.

Yo jamás podría practicar eso que veo (me gana un sentimiento de ridículo social), pero quedo prendido a esa imagen, frente a ellos, con un grado de rechazo o sospecha fundada (nada va a cambiar de este devenir esquizofrénico) porque un grupo de no sé qué técnica oriental fisure unos minutos mi llegada tarde a una cita acordada. Pero algo me atrapa.

No es que uno se vaya a convertir en nada, pero ese corte abrupto (justo debajo de las estatuas de Sócrates y Cervantes, y a los pies de todo el conocimiento del mundo) quizás logre, por unos minutos, transmitir la plegaria de tantos poetas o escritores que, carcomidos o infectados de palabras, han deseado por siglos: finalmente callar, entregarse a un silencio sacro. O llevarte luego, como un disparador que no te convierte a ningún rito enajenante, a la encarnadura de una necesidad viva; dejar de repetir eslóganes, promesas, clichés, palabras, imágenes que todo lo afean, como esos Lucía Topolansky o Daniel Martínez riendo e invitando a una Montevideo futurista un día y a otra el día siguiente, y así sucesivamente, hasta ese día que nunca llegará.

Es de atender que aunque la mayoría de los transeúntes pasen y se rían o den un diagnóstico de locura apresurado, nadie es indiferente a ese quiebre o performance: en las personas que viajan en autos y ómnibus, y en las miradas de costado de los transeúntes, se percibe una curiosidad, algo incómodo, un rechazo, que no dejan de manifestar que su día ha sido alterado y que ese tramo de ciudad, casi idéntico al día anterior, rompió su lógica. Yo no me convertí en nada, pero me hizo pensar en algo muy sencillo: ¿y si todos, por diez minutos cada día, nos detuviéramos al unísono en la ciudad, calláramos, nos metiéramos dentro de nosotros pero rodeados de los otros?

Dicen que eso es un ritual de la India y que sus habitantes (no hablemos de pobrezas y castas, ahora no) conocen un poco más de lo que es vivir colectivamente en paz.

La segunda foto que retengo en la memoria, y que en los últimos tiempos se vuelve secuencia, es la de los Hare Krishna con sus largos vestidos, sus particulares rapaduras, los cantos invocadores o festejantes (no lo sé bien), el recorrido por varias cuadras entregando folletos.

Este culto es distinto porque siempre está asociado a la caminata y a una especie de desparpajo sonriente y envuelto en misterio. Uno no sabe si lo quieren capturar para formar parte de una secta (puro prejuicio) o cambiar el mundo a puro rezo, alimentación distinta (¿vegana?) y despojamiento de los bienes. Lo cierto es que cuando transitan la avenida en la hora pico, la de la de salida del trabajo, provocan las más diversas reacciones. Una señora sólo atina a comentar: “Pero ¿viste esos cortes de pelo”? Un muchacho grandulón que va con ella no deja de reírse de eso que percibe como pura locura y ridículo extremo. Casi todo el mundo los esquiva como si portasen una enfermedad contagiosa o escondiesen un peligro mayúsculo. Pero también irrumpen en la ciudad y desarman el perfecto puzle encastrado de todos los ensimismados, los desconsolados, los compradores compulsivos.

Les tememos o nos burlamos de ellos por la misma razón: una sociedad supuestamente tan laica no quiere escuchar ni por curiosidad lo que cantan o tienen para decir, aunque es cierto que lo que dicen sus libritos y panfletos nos hace pensar en que las burbujas religiosas o ideológicas (tantas veces son lo mismo) anulan la capacidad de pensar o nos pueden alienar un poco más. Además, claro, de lo indumentario: ¿quién quisiera vestirse así con tanta vidriera alrededor? Las religiones, como el mercado, comportan estéticas.

Ahora cae en mis manos la imagen del fotógrafo. Todos esos curas (o aspirantes a curas) en procesión de dos filas por 18 de Julio. El fotógrafo escuchó murmullos o rezos, se asomó por una ventana y registró la imagen de decenas de católicos, que también lo sacó de lo cotidiano. Sabe que eran católicos porque quien comandaba la procesión (y no se ve en la foto: todo lo que está detrás) alzaba orgulloso una cruz crística.

Asegura que no sabe a qué se refería exactamente el rito (sabe que no era viernes santo o alguna fecha onomástica) y quizás entonces fuera, qué sé yo, una minimarcha antiaborto, unos curas progresistas (aunque sabemos, a la luz del papa Francisco, que eso cada vez es más resbaladizo o mentiroso), la comunión de algunos, una promesa. Sea lo que sea, la imagen es potente y extraña: algunas decenas de curas jóvenes ocupando o marchando por la avenida principal de la ciudad.

Todas fotos (mentales o reales) que no nos permiten asegurar con absoluta fehaciencia que el Uruguay laico sigue en su apogeo. Más si les sumamos las iglesias evangélicas con sedes imponentes sobre la misma avenida, o sus sedes de barrio, instaladas en galponcitos que crecen como las flores de marihuana mejor cuidadas, los templos de umbanda, los Cristos de amor y de paz, los templos que ahuyentan al Diablo.

Pero estas tres fotografías, expresiones religiosas o meditaciones de Oriente son otra cosa: vienen a insertarse sin locales ni permisos, sin exigir votos, y se cuelan en la escena pública con la fuerza de lo desconocido, dejándonos a veces perplejos. Y que cada cual elija la herejía o la plegaria.