Sobre La Paz, comienzo o fin de Ejido, ocho inspectores de tránsito (“chanchos”, les decíamos antes) parecen dispuestos a multar hasta a un transeúnte. ¿Ocho en una esquina?

Uno especula: es como si por ahí pasara el tránsito de la esquina más demencial de Buenos Aires, se manifestara todo el afán recaudador de la Intendencia de Montevideo (el orden, digamos con logrado eufemismo) o los inspectores de tránsito fueran tantos, y tan inútiles (no las personas, sino los cargos) como los guardas de ómnibus. No puedo detenerme a contar multas. Si no, jamás llegaré a la rambla o, al menos, a la calle Cebollatí, mi destino.

Ejido se corta (como cientos de calles y avenidas) en trozos de personalidad. Se podría decir que desde La Paz hasta Paysandú o incluso hasta Uruguay tiene poco carácter o más bien uno estrictamente masculino. Sé que suena raro y que esta afirmación no va con todas las teorías de la deconstrucción de género, pero si se observa bien hay mucho de eso en esas cuadras: casi todos los comercios tienen que ver con los autos, sus ventas y repuestos, de chasis (¿hay una palabra más masculina que ésta?), de mecánicos, de parabrisas, de burletes, de tornos, de faroles; en fin, ese mundo que muchos hombres adoran y que allí se concentra como si fuera una zona de tabaquerías y licorerías para sibaritas de exquisitos vicios.

No vamos a discutir acá sobre muñecas y autos para niñas y varones, porque esto es una especulación tácita sobre el mundo en el que vivimos. Para mí, Ejido hasta Uruguay es el mundo soñado de miles de hombres.

Luego, en Mercedes la calle se quiebra otra vez, quizá porque se anuncia 18 de Julio, el preámbulo del centro mismo de nuestro Centro.

Mc Donald’s siempre auxilia a los desesperados por un baño. Quizá sea una antigüedad lo que digo, pero siempre se me hizo que comer en un Mc Donald’s comporta para muchos uruguayos una especie de orgullo, de estar en el mundo (la forma en que se toma la bandeja, esa forma de pertenecer a un mundo que se veía en las películas).

Lo que me asombra esta vez es una mesa entera ocupada por seis milicas jóvenes y un milico en la cabecera (entonces viene de hombres y mujeres y cuestiones de género, también). Ellas y esa tristeza que me producen: sus pestañas maquilladas y los tonos de los lápices labiales, esos moños recogidos casi de la misma forma; el orgullo manifiesto de esos trajecitos azules, portadores de poderes rancios y viriles. Quizás esa felicidad que por momentos enseñan pueda provenir de que ganan igual o más que una maestra pero (aquí me pongo sexista) para mí ninguna mujer nació para ser milica (tampoco digo que para ser madre), esa profesión que las uniformiza y les pone un garrote y un arma a los costados de la cintura. No sé si me resulta contra natura o la pérdida definitiva del feminismo. Me da igual, pero cada vez que veo a una milica con su garrote y su arma, me invade la sensación de que en las conquistas por la igualdad también se pierde.

Salgo del Mc Donald’s. En la explanada municipal en una serie de carpas se exhibe la producción de otras mujeres: sacos tejidos a mano, vestidos bellísimos, creo que mermeladas (tampoco digo que nacieron para tejer o hacer compota, pero me resulta más digno y hermoso que portar un revólver).

Tengo que apurar el paso y llegar hasta Cebollatí, porque allí vive una amiga que me prometió mostrarme algunos secretos. Paso por el edificio enorme de la Intendencia de Montevideo y no quiero detenerme en esos pasillos interminables de la burocracia capitalina ni, mucho menos, en el hotel Four Points. Me interesaría más ir hasta el Mercado de la Abundancia, en la parte de arriba, donde tantas veces me acodé a comer un chorizo al pan (si andaba pobre), tomar un whisky y ver bailar unos tangos cuando en Uruguay todavía se danzaba un dos por cuatro y en público sólo entre hombres y mujeres, pero tengo que llegar a Cebollatí aunque también ansíe pasar por el Centro de Fotografía.

Digamos que desde Canelones hasta Gonzalo Ramírez, Ejido cambia nuevamente de máscara. Todo va tomando ese espíritu de acercamiento al mar, y las calles laterales ofrendan sus árboles de imponente ramaje mientras Palermo y Barrio Sur empiezan a confundirse o a amalgamarse. Me encuentro con un viejo conocido de unos 40 años con un niño en brazos de unos tres. Son sólo ellos dos: un hombre gay que después de 1.000 trámites adoptó al niño y es padre soltero. Yo no quiero hijos ni casa a largo plazo, pero me alegran su empeño y su alegría.

Cruzo raudo Gonzalo Ramírez, con el alivio cierto de los ojos empapados en mar, y le toco el timbre a mi amiga. Me lleva hacia Cebollatí con la urgencia de quien no puede sostener más su secreto y me dice que esa esquina y esas dos calles son todas suyas, aunque nadie le haya otorgado aún la propiedad.

Todo se vuelve símbolo, recuerdo y también furioso presente. Fue una lejana combatiente del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), con cárcel en Uruguay y Argentina y exilio en Suecia; hace unos pocos años que está de vuelta en Montevideo. A media cuadra de su casa, por Ejido, me muestra una casa cuidada y paqueta con una placa particular: “Ésta fue la casa de los Sendic Antonaccio. Aquí vivieron los hermanos Alba, Victoria y Raúl”. La placa está puesta allí desde el 28 de abril de 1989 y tiene una leyenda que le hace homenaje al Bebe, y ahí mi amiga me dice “vamos” cuando las letras empiezan con la sanata del “vive y lucha” y el pueblo no sé qué. Pero eso no es todo: justo en la esquina de Ejido y Cebollatí, una vieja carpintería cerrada, clausurada o abandonada fue la sede del primer encuentro no orgánico o relativamente informal del MLN-T luego de la dictadura.

Especulo para mis adentros sobre el secreto de mi amiga y le doy un motivo profundo a su amor por esas calles. Pero nada de lágrimas, nostalgias, días idos. O sí, dice ella: “Yo lloro y río de la misma manera, cuando se me antoja”. Recuerdo que me contó que en Uruguay o Argentina, no lo recuerdo bien, estando presa, habían creado con otra compañera (y capaz que la complicidad de alguna milica) la salita del llanto y la risa: “Allí una iba y se descargaba”.

Enseguida me ubica en Cebollatí y me muestra un local finísimo, de confección de ropa para hombres, en el que hay sillones cómodos, copas, objetos; un local en el que un burgués o alguien refinado podría sentirse a gusto. “Eso me encanta”, me dice: en estas pocas cuadras conviven ese local en el que a veces hay fiestas, una casita que parece extrapolada de Holanda, grafitis coloridos sobre grandes muros, estos árboles de maravilla, los tambores en domingo, el Cementerio con su gran muro de alejamiento de la muerte.

Y la casa de la esquina, de una planta y toda roja, donde vive una anciana de más de 85 años que no para de arreglar sus plantas exteriores, reparar la cocina, y que cuenta con el privilegio de tener una serie de ventanas sobre una pared ovalada que dan al mar y son puro vitraux. Una casa, además, llena de espejos en su interior. La casa misteriosa de una Alicia anciana y vital.

Mi amiga me invita a tomar un café en su casa, y entre su compañero y una amiga suya especulamos rápidamente sobre el pasado y el presente. Anotamos conocidos comunes, y mi amiga se pregunta cómo pudo ser que todos ellos hayan sido clandestinos bajo ese cliché de que nos conocemos todos. Ni idea, dicen ellos; y yo, menos.

Me voy. Casi no me da el tiempo, pero quiero entrar, por Ejido, al Club Enrique López. Un viejo bar lleno de banderines de fútbol, trofeos de campeonatos y fotos de todo tipo: hombres entrados en años y panzas, posando como cuadro deportivo, señores de traje y corbata de los años 50 o 60, más fotos de gente que desconozco, pero seguro existe o existió, y dos parroquianos bebiendo un whisky popular. Yo, que me tomo un refresco y como una empanada.

Todo está un poco roído. Al techo le faltan algunos tablones mientras la tele en mute intercala imágenes de Lucía Topolansky y José Mujica en un acto de campaña electoral, con otras de Daniel Martínez hablándole a la colectividad judía.

Sólo los veo gesticular. No sé lo que dicen. Seguro hablan de proyectos y de futuro mientras yo me pido una croqueta de papa.