En 2012, una nota en la prensa alemana me decidió. Cansado de la aletargada cultura europea, decidí mudarme a un país que parecía la vanguardia del continente más prometedor del mundo: Uruguay. Marihuana, aborto, matrimonio igualitario, software de jueguitos de estrategia bélica medieval, ¿qué podía salir mal? Hoy, tres años después, estoy defraudado, sobre todo en materia cultural. Sinceramente, esperaba otra cosa. No hablo de la cultura de masas, que en todas partes tiene sus Omares Gutiérrez y sus Fernandos Vilares, sino de la avanzada cultural. Quizá sea por la tendencia a la vagancia de los sudamericanos, pero ¿cómo se explica que se siga metiendo onda y espantando viejas, como decimos en Frankfurt, de la misma forma que en 1987? Pongo un ejemplo. ¿Cómo puede ser que esta gente siga con el piquecito de las cupcakes y cheesecakes en 2015, cuando en los países avanzados ya son el equivalente a la tortafrita?

El regocijo cool frente a la muerte de Eduardo Galeano fue la gota que desbordó mi vaso de diseño. Mis amigos uruguayos me mostraron cómo el incidente ha reflotado los tics de las más elementales piedras en el charco de hace unos 25 años. Y eso sí que no se puede tolerar. Para ser esnob se necesitará poca cosa, pero estar actualizado es, sin duda, una de ellas.

Pensar que yo le decía “vetusta” a la cultura europea, cuando allá los hipsters no se ríen de Günter Grass, porque denunciarían más falta de lectura que atrevimiento. En Francia, los jóvenes artistas que anotaban la falta de hedonismo en las arengas socialistas de Jean-Paul Sartre dejaron de tener onda en 1992. En Londres, hay boliches donde si alguien se ríe del sesentismo de Ken Loach lo echan a patadas tras mostrarle el cartel de Ochentisters not allowed. En Islandia, si escribís una novela que menciona más de diez series de televisión y bandas de shoegazing, la editorial tiene derecho a quemarte el manuscrito original y censurarte por diez años. Y, por cierto, el pimbista europeo ya no jode con escuchar música en vinilo. Si en algún momento lo hace es con discos difíciles de conseguir, como indican las reglas del shortcortismo. Acá quieren hacer pasar por raro el vinilo del Dark Side of the Moon, cuando lo consigue cualquiera, tenga bigotito o no.

Me vuelvo a Alemania. Hace poco pensé que las cosas repuntarían, cuando conocí al afrodescendiente que hace dibujos cerca de La Ronda. Pero el Basquiat de acá (al que bauticé cariñosamente “Bagualquiat”), tampoco dibuja tan bien. Suena pedante, pero quiero vivir en un país donde los modernos hagan cosas de los modernos de ahora. Es lo mínimo que se puede pedir. No me refiero a nadie en particular: al que le quepan los lentes de marco grueso, que se los ponga.