La nave llegó al país donde debía descargar las mortíferas armas que transportaba. Consistían en una batería de cápsulas que desparramarían, gradualmente, terribles males sobre el territorio enemigo. Básicamente, consistían en virus que actuaban sobre el sistema nervioso central provocando cosas como idiotez, agresividad extrema o falta de voluntad. Afectaban a militares, gobernantes y civiles por igual. Curiosamente, donde más se notaban sus efectos era en la población común y corriente. Por ejemplo, en regiones que habían sido previamente atacadas, los músicos se habían dedicado exclusivamente a componer canciones exitosas, lo cual había sido el golpe de gracia para las compañías discográficas. Al ser imposible adquirir tanta novedad, la piratería había llegado a frenar absolutamente la venta de discos. Los periodistas, en cambio, habían dejado (por simple desidia) de tomarse el trabajo de crear titulares llamativos, y la industria de la prensa también se había ido a pique por falta de ventas.

Los terribles virus, como dijimos, no se liberaban de inmediato. De hecho, días, semanas o meses después del ataque inicial, era muy difícil detectar cambios. Uno de los efectos más tempranos eran ciertas psicosis persecutorias. Aparecían de a poco, al principio en boca de gente respetable, que se dedicaba a explicar la realidad mundial bajo nuevos parámetros, y eran rápidamente ascendidos a la categoría de guías espirituales de las masas. En principio, sus argumentos eran válidos; al menos hasta que otros virus empezaban a actuar y la actitud cuestionadora empezaba a combinarse con rasgos de imbecilidad colectiva. Entonces sus ideas se convertían, gradualmente, en piedra fundamental de las más descabelladas teorías conspirativas. Todo era puesto en duda, cuando no negado directamtente, con argumentos del tipo “ya sabemos quiénes están detrás de esto” o “nos siguen ocultando la verdad”. Era notable cómo los mismos que denunciaban tal ocultamiento pasaban, rápidamente, a explicar a los demás cuál era esa verdad escatimada, sin que nadie les preguntara cómo habían resultado inmunes a tal maniobra. Esto último sucedía, claramente, porque habían empezado a actuar otros virus que provocaban pereza irrefrenable ante la construcción de razonamientos completos, permitiendo que el usuario rellenara huecos en ellos con una especie de comodines mentales que servían para todo.

Toda la cultura empezó a decaer. Los poetas se reunían para leerse poemas unos a los otros, y se especializaron en alabar las creaciones de los demás, elevándolas al grado de grandes obras, con la esperanza (habitualmente cumplida) de que sus propios poemas recibieran un trato similar. Lo mismo ocurrió en todas las artes, creándose círculos de basura-elogios que se retroalimentaban hasta convertirse en una especie de asquerosa gelatina, indistinguible de cualquier otra excrecencia social, pero ante la que convenía fingir cierta veneración que a la postre prometía beneficios de algún tipo.

Los científicos empezaron a pensar más en cómo sobrevivir que en realizar algún aporte sustancial; y ni qué hablar de revolucionar las bases del campo al que se dedicaban. Eso de socavar los paradigmas estaba muy bien para los que eran capaces de tal cosa y disponían de los medios para hacerlo. Desde el ámbito político se crearon estructuras perversas que premiaban la mediocridad, evaluando el trabajo científico según un curioso índice consistente en contar la cantidad de signos de puntuación utilizados en cada trabajo. Los escritos se llenaron de puntos y comas, signos de interrogación, guiones y paréntesis, y la producción científica cayó en picada, mientras los investigadores más destacados, a su vez, entraban en un círculo de premiaciones y reconocimientos recíprocos parecido al que se daba entre los poetas. De hecho, llegó a surgir un nuevo género mixto, denominado “poesía de divulgación”.

Las radios se llenaron de gente sin mucha preparación que opinaba sobre los temas más diversos, cuyos dichos eran invariablemente linchados en las redes sociales con argumentos tan pobres como los que ellos mismos esgrimían.

Pero volvamos a la acción: tras arrojar su carga sobre las principales ciudades del enemigo, la nave se dejó abatir por un misil antiaéreo, dejando la sensación de que nada había pasado. Esto se repitió una y otra vez en distintos países.

Sin embargo, con el paso del tiempo (hablo de muchos años), la naturaleza hizo gala de sus inmensas capacidades de autorregulación. Fue tal el abuso que se hizo del recurso, que los virus terminaron fuera de control, atacando a sus mismos creadores, que con el tiempo empezaron a perder la capacidad de crear armas tan efectivas, así como naves o misiles que las llevaran a destino. Los sistemas inmunes y la selección natural empezaron a actuar, y la humanidad entró en uno de sus períodos más florecientes. Fue el comienzo del Gran y Definitivo Renacimiento del Tercer Milenio.