Hace 19 años el movimiento de derechos humanos retomaba con la Marcha del Silencio su denuncia de lo ocurrido en la dictadura. Dicho reinicio fue difícil. Implicó renacer frente al duro golpe que había significado la derrota en el plebiscito de 1989.

La fecha del 20 de mayo -elegida para recordar el asesinato de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y Willian Withelaw- ya había sido emblemática para el movimiento opositor a la dictadura y para aquellos que reclamaban la derogación de la Ley de Caducidad en los 80, pero adquirió otra dimensión a partir de 1996.

“Verdad, memoria y nunca más” (1996), “Queremos la verdad” (1997), “La verdad nos hará libres” (1998), “¿Qué le falta a nuestra democracia? Verdad” (1999) decían las consignas centrales en los primeros años de la marcha. La verdad significaba una cosa muy concreta; era saber cuándo, dónde, cómo y por qué habían sido desaparecidos los desaparecidos.

Los familiares fundamentaban su reclamo en el artículo 4 de la Ley de Caducidad, que expresaba que el Estado debía hacerse cargo de responder esas preguntas. La demanda era modesta. Implicaba aceptar la propia Ley de Caducidad y se concentraba en la verdad sobre los desaparecidos. En el camino quedaba la justicia, no sólo para los desaparecidos, sino también por las torturas sistemáticas y violaciones cometidas contra miles de hombres y mujeres encarcelados durante ese período.

La modestia de la estrategia fue exitosa. La piedra se tiró y el lago comenzó a agitarse. Nuevos colectivos, como las mujeres presas, los hijos nacidos en cautiverio, los hijos de presos y desaparecidos, comenzaron a contar nuevas dimensiones del terrorismo de Estado, que hasta ese momento la sociedad uruguaya no había considerado. Los ex presos comenzaron a reorganizarse. Poco a poco, también, se empezó a pensar en los resquicios de justicia que todavía se podían transitar.

La marcha fue adquiriendo otros significados. No sólo era la expresión de un reclamo concreto, sino el lugar de encuentro de gente que veía en aquella experiencia de lucha social y política de los militantes desaparecidos algo que merecía ser recordado. De esa forma, la marcha se transformó no solamente en la expresión de un reclamo, sino también en un espacio de homenaje. Una especie de reserva ética y política desarrollada a través de un ejercicio de memoria.

La estrategia de los familiares también tuvo resultados en relación con el Estado uruguayo. En el siglo XXI logró reinstalar el tema en la discusión pública. Esto llevó a que el ex presidente Jorge Batlle se viera en la necesidad política de instalar la Comisión para la Paz. Y a que Tabaré Vázquez desarrollara, en su primer gobierno, un importante esfuerzo en la búsqueda de la verdad promoviendo equipos de investigación (arqueólogos e historiadores) y desarrollando una interpretación de la Ley de Caducidad que habilitó ciertos juicios contra represores. Esta estrategia posibilitó resultados concretos, ya que entre 2005 y 2012 se encontraron restos de cuatro desaparecidos.

Las fechas no resultan casuales. En alguna medida podemos establecer que cuando existieron posibilidades de justicia limitada, la estrategia de búsqueda de verdad logró sus mejores resultados.

En la administración de José Mujica las posibilidades de justicia se fueron alejando por diversos y complejos motivos: el fracaso de la iniciativa plebiscitaria, la imposibilidad del Frente Amplio de lograr un proyecto que viabilizara jurídicamente a la anulación y, por último, la nueva interpretación de la Suprema Corte de Justicia, que puso una “muralla” a los juicios en palabras del entonces presidente del órgano, Jorge Ruibal Pino. Todo esto llevó a que la presión sobre los militares que podían colaborar, no por nobles sino por prácticas razones, se fuera reduciendo.

Ahora, a 19 años de la primera marcha, el gobierno lanzó el decreto presidencial que formaliza el Grupo de Verdad y Justicia. Dicho grupo se propone una investigación independiente que apunta a colaborar con la búsqueda de la verdad y los juicios que aún existen y aquellos que se desarrollan en el exterior.

La iniciativa es bienvenida. Sin embargo, a la luz de lo que ocurre en otras áreas del Estado, las expectativas resultan moderadas. ¿Cómo se puede avanzar en la búsqueda de verdad, y mucho menos de la justicia, cuando la Suprema Corte de Justicia, valiéndose del marco legal vigente, plantea explícitamente que pondrá limites a dichos procesos? ¿No sería necesario que el parlamento plantee marcos legales alternativos a los que habilitan esta interpretación de la Suprema Corte?

¿Cómo avanzar en la búsqueda de la verdad cuando una de las áreas del Estado donde se encuentra la información mas relevante, en términos de personas y archivos, para avanzar en estas causas, está dirigida por un ministro que realiza acusaciones violentas, absurdas e inauditas en la historia democrática del país contra los organismos de derechos humanos?

La marcha seguramente continuará en los próximos años. Incluso, si algún día se llega a la verdad, varios continuarán marchando como homenaje a aquellos sueños de cambio que representan los desaparecidos. La memoria de aquellas experiencias seguramente pasará de generación en generación. Pero la demanda de verdad tiene plazos más urgentes, más humanos, los de los familiares que hace más de tres décadas que la necesitan.