La aprobación del nuevo plan de estudios (NPE) para las carreras de Abogacía y Notariado en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República ha sido objeto de tratamiento periodístico en los últimos días, debido a las críticas que ha desatado la decisión de la mayoría del Consejo de la Facultad al adoptarlo “a tapas cerradas”, o sea, sin discusión alguna en ese órgano. La ausencia de consultas y de discusión, que motivó fuertes críticas de agrupaciones de los tres órdenes, había sido precedida por el rechazo al plan por la mayoría de los estudiantes, que se expresaron mediante plebiscito del Centro de Estudiantes de Derecho.

La votación del NPE fue un punto más del orden del día del Consejo, como si se tratara de un asunto de mero trámite. No fue admitido un pedido de postergación efectuado por una de las agrupaciones docentes, con el cual se pretendía habilitar un mínimo espacio de estudio y reflexión que los mismos autores del proyecto debieron haber propiciado para jerarquizar su propuesta, legitimarla y enriquecerla con aportes diversos. La aprobación contó con los votos de las corrientes fundamentales que sostienen la gestión del actual decano (“Pluralismo” y “Corriente Gremial Universitaria”) y de otras dos formaciones con menor presencia, entre ellas la del propio decano.

La actitud de imponer el NPE contrasta fuertemente con la asumida por el anterior decanato de la escribana Bagdassarian, que había modificado los planes de las otras carreras de la facultad -Relaciones Internacionales y Relaciones Laborales- contando con la unanimidad de todos los órdenes en todos los ámbitos universitarios. La ausencia de voluntad para la búsqueda de acuerdos revela dos aspectos negativos que a nuestro juicio deben destacarse, ya que generan preocupación y restan legitimidad al plan.

En primer lugar, la falta de consulta, que ahora se hace evidente, ha sido un sesgo persistente en la elaboración del proyecto. En los fundamentos del NPE, sus redactores se ufanan de haber definido el perfil del egresado teniendo en consideración las opiniones recabadas del Poder Judicial y las organizaciones de profesionales, pero esa módica investigación debió extenderse a la sociedad civil, de modo de verificar cuáles son las calificaciones y competencias que requieren de los operadores jurídicos las empresas y las organizaciones que las representan, los sindicatos y los grupos de consumidores y de defensa de derechos humanos, así como la abogacía del Estado en la Administración Central y las empresas públicas. Tampoco el Parlamento fue objeto de relevamiento, pese a la opinión de muchos acerca de los problemas técnico-jurídicos que presentan muchas de las normas aprobadas en los últimos años.

Si la falta de consulta en el proceso de discusión interno en la Facultad de Derecho es un déficit serio del NPE, aun más riesgosa es la paralela carencia de diálogo con los destinatarios de los servicios jurídicos mencionados, ya que puede provocar un desajuste entre la enseñanza del derecho y el contexto y las necesidades sociales existentes. Los modos de aprender, comprender y ejercer el derecho son esenciales para medir la calidad democrática de la vida social, y ese objetivo puede verse comprometido por la endogámica actitud del decano y la mayoría del Consejo de la Facultad.

Hay quien considera exitoso que a menos de un año de asumir el decano se haya aprobado el NPE, aduciendo además que es urgente la adopción de éste para acompasar los tiempos con miras a la discusión presupuestal.

Pero la transformación de los planes de estudio en las escuelas de derecho más prestigiosas desata procesos participativos, que involucran a los principales actores y nunca se resuelven mediante mecánicas decisiones tomadas de manera apresurada, sin siquiera escuchar puntos de vista divergentes, lo que se traduce en una negación de los beneficios que reporta la crítica y en una actitud poco universitaria, en definitiva. Tampoco el repentino apuro por la obtención de recursos presupuestales se puede considerar una razón seria -parece más bien vergonzante- para que la Facultad de Derecho modifique sus planes de estudios.

En segundo término, la falta de discusión del NPE hace que todo parezca reducirse a una elaboración hecha por unos pocos expertos, como aparenta haber ocurrido. Hay una lógica profunda y actual en esa posibilidad, de la que muy bien da cuenta Enzo Traverso en su libro ¿Qué fue de los intelectuales?, cuando señala la sustitución del “intelectual” universalista y humanista, preocupado acerca de los presupuestos éticos de las acciones públicas, por el “experto”, que conoce una parcela del saber y aplica sus soluciones como imperativos técnicos insoslayables, evidentes e irresistibles, frente a los cuales, sostiene, no es necesario buscar consenso (lo que implicaría sólo una pérdida de tiempo) porque él tiene la “ciencia” de su lado. En definitiva, cabe la posibilidad de que la propuesta del NPE sea buena en todo o en parte -no pudimos saberlo en el Consejo de la Facultad de Derecho- pero como les ocurrió a los criollos de mayo de 1810, mientras soportaban una lluvia inoportuna en las afueras del Cabildo donde se armaba una trama en el cenáculo del poder, pretendemos “saber de qué se trata”. Un imperativo democrático, ni más ni menos.

Hugo Barretto Ghione

Profesor titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, Facultad de Derecho, Udelar