La discusión entre Fernando Isabella y Rodrigo Alonso en las páginas de la diaria (ver ladiaria.com.uy/AFV7 y ladiaria.com.uy/AFZZ) y Brecha (ver brecha.com.uy/compromiso) ilustra el estado de la discusión actual en la izquierda uruguaya. Si bien el tema del crecimiento no es nuevo ni exclusivo de Uruguay, en la coyuntura actual el problema se encuentra en un lugar central. Ambas partes tienen algo de razón, y lo primero es reconocer que los dilemas planteados son reales y hablan de una situación en la que no es evidente qué hay que hacer. No hay una receta para las izquierdas de países pequeños y periféricos en una situación de enfriamiento económico.
A pesar de esto, la discusión, como casi todas en la izquierda uruguaya, tomó rápidamente un formato estereotipado. Primero se postulan dos opiniones: una más moderada, una más radical. Luego, el portador de la opinión moderada se asegura de arrinconar al radical en la esquina formada por las paredes del sesentismo y la mística. Pintar a las posturas radicales como desactualizadas (y, por lo tanto, anticientíficas) y pasionales (y, por lo tanto, irresponsables) deja el espacio libre para moverse como el portador del saber técnico y la responsabilidad política.
Para las posiciones moderadas es muy cómodo ocupar ese lugar después de las derrotas que sufrieron las izquierdas radicales en los 70 y los 80 y del relativo éxito electoral de las izquierdas “renovadas” y permeadas por el liberalismo. Sin embargo, las cosas están cambiando. La hegemonía del neoliberalismo en las ciencias sociales está aflojando, el marxismo se está recomponiendo como fuerza intelectual y la desigualdad vuelve a ser vista como inherente al capitalismo. Además, ya pasaron 30 años desde los 80 y empieza a ser un poco extraño que quienes continúan una pelea comenzada por aquellos años y son hoy hegemónicos se sigan planteando como “la renovación” y el futuro. Más aun si tenemos en cuenta la destrucción de la socialdemocracia europea, modelo para los “renovadores” de todo el mundo. No sólo las izquierdas radicales fueron derrotadas. Después de tres décadas de agresiva moderación, hoy los partidos socialdemócratas europeos se encuentran o bien aplicando ajustes fiscales salvajes, o bien gobernando como socios menores en coaliciones conservadoras, o bien reducidos a su mínima expresión electoral, o bien, finalmente, replanteándose seriamente su rumbo hacia el centro ante demandas de sus exasperadas bases partidarias.
Si vamos a aprender de la historia, este hecho no puede ser soslayado, especialmente porque la socialdemocracia europea fue hasta ahora el proyecto más exitoso de, en los términos de Erik Olin Wright, “capitalismo domado”. Salvo que contemos al hiperliberal Estados Unidos o al “milagro coreano”, donde la gente trabaja más horas que en cualquier otro país desarrollado y se suicida más que en casi todos los países del mundo (entre ellos, por cierto, Uruguay).
Es necesario tener en cuenta, además, un hecho adicional: la “doma” socialdemócrata del capitalismo europeo durante los “30 gloriosos” no ocurrió sólo gracias a alianzas policlasistas y una tecnocracia virtuosa, sino a un contexto en el que la amenaza revolucionaria era muy real, pocos años después de las guerras mundiales y a pocos kilómetros de un bloque socialista (el resultado de la Nueva Política Económica -NEP- que elogia Isabella) que no siempre fue sinónimo de estancamiento. La desaparición de la amenaza revolucionaria es gran parte de la explicación de por qué en las últimas décadas la socialdemocracia cedió tanto y el neoliberalismo, tan poco.
El capitalismo necesita crecimiento eterno: nadie invierte si no piensa que le va a volver más de lo que puso. Y la Tierra no soporta crecimiento eterno. Es posible que haya que hacer alianzas tácticas con sectores del capital para hacer viable un proyecto político transformador, pero es importante enmarcarlas estratégicamente para no hacer nuestro el proyecto de éstos. De lo contrario, corremos el riesgo de postergar indefinidamente la construcción de algo nuevo. ¿Hay un umbral de Producto Interno Bruto a partir del cual se pueda empezar a construir el socialismo? ¿Cuál va a ser la señal política de que el crecimiento económico ya no es un juego de suma positiva? ¿Vamos a tener fuerza en ese momento para traicionar nuestras “sólidas alianzas”? El desarrollismo a veces suena como la peor versión del etapismo marxista, sólo que para justificar políticamente lo contrario.
Hago estas preguntas porque veo cómo aun los países más ricos del mundo son incapaces de discutir el crecimiento y siguen viéndolo como la solución de sus problemas políticos y económicos. Acá ya sabemos, por lo menos, que diez años de gobierno de izquierda con las tasas de crecimiento más espectaculares del último medio siglo no alcanzan. Dudo que 20 sí sean suficientes. Me pregunto si, a este ritmo, viviré para ver a la izquierda de este país replantearse el tema.
Es cierto que el crecimiento económico permitió en los últimos años alianzas de clase amplias y dio poder de negociación a los trabajadores gracias a la baja del desempleo. Los logros en este terreno no son despreciables. Pero tampoco hay que negar que ese mismo crecimiento ha generado tensiones imposibles de ocultar.
El crecimiento económico que efectivamente vivió Uruguay en los últimos diez años tuvo lugar principalmente gracias a tres factores: inversión extranjera, altos precios de las materias primas exportadas y consumo interno derivado del crecimiento de los salarios. Es problemático pensar que podemos relanzar el crecimiento sobre estas bases.
Para volver a captar grandes volúmenes de inversiones extranjeras tenemos que ofrecernos como un país más rentable, devaluando aun más o con más beneficios y exoneraciones al inversor, comprometiendo a futuro la relación entre crecimiento y recaudación. En un contexto de bajo crecimiento, eso no es compatible con mantener una política salarial suficientemente expansiva como para que el consumo interno siga siendo un motor del crecimiento, salvo que se recurra masivamente al endeudamiento externo para estimular la economía (ya que aumentar los impuestos también es recesivo). Otra salida es intensificar y tecnificar aun más la producción agrícola, para mantener las exportaciones de materias primas aun si se reduce la demanda. Las señales crecientemente urgentes que nos dan nuestros ríos, nuestras tierras y el éxodo campo-ciudad desaconsejan esta salida. También se puede apostar todo a encontrar petróleo. En un mundo asolado por el cambio climático, esto sería de una irresponsabilidad inaceptable.
Las propuestas de Isabella son atendibles y me gustaría verlas implementadas, pero hay que tener claro que no son las que han generado el crecimiento de estos años y que no existen garantías (si sólo podemos usar la historia como laboratorio) de que vayan a funcionar.
Vemos, entonces, que el crecimiento no se puede pensar en abstracto, no da garantías y no es gratis. Y sus costos los paga el proyecto político. Los choques con los funcionarios públicos generados por las tercerizaciones, los contratos precarios y las sociedades anónimas propiedad del Estado que promovió el Frente Amplio tensionan la unidad de la clase trabajadora (es llamativo cómo Isabella señala como trabas a los trabajadores del Estado y no al empresariado). La tendencia de los sectores más dinámicos de la economía del conocimiento a crear empleos precarios pone en entredicho la posibilidad de mantener las tasas de sindicalización a futuro. La apuesta a una alianza de clases amplísima hace difícil comunicar la naturaleza del proyecto político, instalando la sensación de que “es todo lo mismo” (las derrotas electorales no sólo se arriesgan “por izquierda”).
Hay que pensar con precisión quiénes forman parte de la alianza de clases frenteamplista. Parecería que todos: trabajadores, capas medias, capitalistas y capital transnacional. No se debe tensionar las relaciones sociales, pero ¿qué pasa si las tensionan los capitalistas, exigiendo ajustes?
Esto es lo que está ocurriendo en Brasil. Si no podemos ignorar los fracasos de Venezuela y Argentina, tampoco podemos ser indiferentes a lo que pasa en nuestro vecino del norte. Allí, un gobierno con toda la intención de dar buenas señales a los mercados y relanzar el crecimiento está siendo cada vez más asediado por una clase empresarial que quiere ejercer directamente el poder. Fue la clase empresarial y no la izquierda la que rompió el pacto desarrollista. El gobierno del Partido de los Trabajadores va cediendo de a poquito, perdiendo lentamente su razón de ser. Los fracasos en Argentina y Venezuela serán más espectaculares, pero el de Brasil no es menos trágico. Estamos juntos en este barco. El capitalismo dispara sobre moderados y radicales, sin distinción.
Debemos saber que en una democracia, un día las elecciones se van a perder y que después de eso la lucha sigue. Y que si una derrota electoral revierte lo logrado, no será solamente por “no escuchar al pueblo”, sino también por no haber sido audaces solidificando los avances, haciendo de la economía social un sector relevante, desarmando el poder mediático, formalizando y desprecarizando la ampliación del Estado, integrándonos con la región y reformando la Constitución. Eso también lo tenemos que aprender de Argentina.
En este barco, nadie tiene el monopolio del realismo: son realistas los radicales cuando dicen que el capitalismo genera crisis y desigualdad, y que, en última instancia, los juegos de suma cero son inevitables. De la misma manera, el lenguaje florido y la mística no son monopolio de los radicales: si así fuera, los “realistas” no hablarían en nombre del bienestar de las mayorías ni de la revolución.
Para lo que viene vamos a necesitar mística y realismo por igual, saliendo de nuestras trincheras sectoriales. Vamos a necesitar también repensar la unidad, siendo claros en quiénes son nuestros compañeros y quiénes son aliados circunstanciales que van a abandonar el barco a la primera oportunidad. Vamos a tener que ser autocríticos, finos y rigurosos para diferenciar qué cosas son maniobras astutas ante un enemigo superior y cuáles son capitulaciones que nos suman a su flota. Y, sobre todo, vamos a necesitar discutir sobre nuestro deseo y nuestro rumbo, para que las maniobras evasivas no nos lleven a la nada.