Desde afuera se podría confundir con una casa cualquiera. Ya adentro, también: en el living, un televisor sin volumen transmite Terminator 2. De fondo, se escucha la música que viene de uno de los cuartos. Allí, una adolescente ordena zapatos. Los demás jóvenes están sentados en el sillón de la entrada, atentos a su computadora o al celular. Hay un árbol de Navidad y, más atrás, un patio con una huerta, una hamaca paraguaya, una mesa de pool.

En esta casa de dos pisos, en el noreste de Montevideo, se ubica uno de los pocos hogares mixtos que existen en Uruguay. Es un hogar de tiempo completo, que depende del INAU y que tiene un cupo para 12 adolescentes -mujeres y varones- de entre 15 y 17 años.

Los datos son contundentes: Uruguay es el país de la región con la tasa más alta de niños y adolescentes institucionalizados. Según datos de UNICEF de 2013, proporcionalmente Uruguay tiene casi siete veces más niños en instituciones de protección que Brasil, cuatro veces más que Paraguay, tres veces más que Argentina y casi el doble que Chile.

La oferta de hogares es variada: algunos albergan niños, niñas y adolescentes, otros según la edad o el sexo, otros acogen a niños con discapacidad, otros a adolescentes embarazadas con hijos a cargo. Según datos de enero, hay unos 4.472 niños o adolescentes en hogares de tiempo completo del INAU o en convenio con organizaciones de la sociedad civil. En esta cifra se incluyen casi 500 adolescentes que cumplen medidas privativas de libertad. Más de 1.000 niños son atendidos en la modalidad de alternativa familiar: en algunos casos conviven con algún miembro de su familia biológica o con un referente externo (por ejemplo, una vecina), y en otros están a cargo de una familia que no necesariamente es la de origen.

Cuando la decisión es propia

Los niños y adolescentes pueden ingresar a los hogares del INAU por dos vías: por orden judicial, o por el pedido de una familia o incluso del propio adolescente. En este hogar son varios los que accedieron de esta última forma. Una vez ingresados, el contacto que tienen con sus familias suele ser puntual: una llamada, una visita el fin de semana, unos mensajes por Facebook.

Pablo tiene 17 años y vive en el hogar desde hace más de un año: “Yo tenía problemas con mi madre, de violencia doméstica. A mi madre no le gustaba porque yo tengo otra orientación sexual. Me enteré a los diez años y dije: ‘Quiero ser esto’ y ta. A ella no le gustó y se la agarraba conmigo todo el tiempo”. Cuenta que el año que se escapó de su casa apenas había podido estudiar y dormir porque las peleas eran fuertes y constantes.

Clara, de 15 años, vive allí desde hace unos tres meses. “Yo me acostumbré enseguida, porque no me encerraron mis padres. Yo me encerré sola porque no aguantaba. Quería estar un poco lejos. Me pasaron pila de cosas y desde chiquita quería estar lejos de mis padres. Cuando fui grande dije: ‘Ya está’, y me encerré”. Al entrar, estos adolescentes también tuvieron que luchar contra su propio prejuicio: a muchos les habían dicho que si vivían en un hogar los iban a tener medicados, los iban a maltratar. Por eso, también, los hermanos de Clara lloraban al saber que ella vivía en uno y no cambiaron de idea hasta que los invitó a conocerlo.

Las opiniones parecen coincidir: este hogar es una especie de isla entre los hogares de Uruguay. Los adolescentes parecen conformes; sin embargo, nada es perfecto: esa misma tarde una chica se va a escapar saltando por la reja.

La imagen de los niños y adolescentes del INAU está devaluada y ellos lo saben; son los menores, los pobres, los que, sin haber cometido delitos, son considerados peligrosos o, al menos, sospechosos. Es como si el abandono fuera una falta que ellos mismos hubieran cometido. La mayoría se sienten incómodos si tienen que explicarle a alguien que viven en un hogar del INAU. “Se sabe bien que la gente de fuera no sabe cómo funciona esto, no sabe nada. Piensan que todos somos maleantes, malcriados, que somos chiquilines que sólo quieren fumar. No es así. No lo ven desde adentro. Por eso es que a veces uno tiene miedo de decir que es del INAU. No te deja bien parado”, dice Pablo.

Los adolescentes que viven en hogares suelen compartir un pasado difícil y algunos síntomas: varios tienen dificultades para dormir y para controlar sus impulsos o su angustia. Según Valeria de Freitas, la directora del hogar, una tercera parte de los adolescentes con los que trabaja está en tratamiento psiquiátrico.

Cada uno tiene su propia explicación de por qué está ahí. Si se le pregunta a Clara qué es lo esencial para que una familia se pueda hacer cargo de su hijo, ella responde: “Que lo quiera es lo básico, ¿no? Cuando no los quieren terminan acá”. Hace un silencio, se emociona y termina: “Si querés a tu hijo no termina acá”.

La pobreza como motivo

Un niño suele ser separado de su familia por distintas razones: porque sus padres son consumidores abusivos de drogas, porque son enfermos psiquiátricos o están presos, porque no pueden cuidarlos o porque los someten a algún tipo de abuso. La pobreza nunca debería ser una razón para apartar a un niño de su familia. Sin embargo, junto a las situaciones de violencia, es una de las principales causas de separación. La mayoría de estos niños provienen de familias de bajo nivel educativo y con grandes carencias económicas. La directora del hogar afirma que “son familias que vienen de muchas generaciones de producción y reproducción de condiciones materiales muy escasas, y también simbólicas, emocionales. Son muchas generaciones afectadas y cuesta mucho reconstruir los lazos en estas familias”.

¿Qué es proteger?

En un hogar, antes de acostarse, un niño ve una cara, se despierta y ve otra cara, y después es otra cara la que lo duerme, lo baña o lo alimenta. No suele generarse un vínculo emocional fuerte entre los niños y las personas que los cuidan. Además, la propia dinámica del hogar impide que los niños estén suficientemente estimulados.

Suele considerarse que protegerlos es sinónimo de mantenerlos en instituciones. Sin embargo, según la Convención sobre los Derechos del Niño, la familia es el lugar natural para que crezcan. En el caso de que sean separados de sus familias, los niños tienen derecho a mantener un vínculo regular con sus padres, y la separación debe ser justificada, temporal y siempre tener como objetivo la reintegración.

Uno de los mayores pedidos de organismos internacionales como UNICEF y la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas ha sido terminar con la internación de niños menores de tres años. Algunas investigaciones han señalado que los niños en esta situación sufren daños cognitivos que pueden llegar a ser irreversibles: se afirma que cada tres meses, un niño pequeño que reside en una institución pierde un mes de desarrollo. Además, según el Informe mundial sobre la violencia contra niños y niñas de UNICEF, existen seis veces más probabilidades de sufrir violencia en una institución que en un hogar de acogida, y cuatro veces más de sufrir abuso sexual.

La cantidad de años que estos niños o adolescentes permanecen en los hogares varía. Los que tienen alguna discapacidad son quienes tienen mayores probabilidades de seguir ingresados durante largo tiempo. Además, en el caso de que exista la posibilidad de darlos en adopción, estos niños tienen una desventaja con respecto al resto: a ellos nadie los quiere.

En Uruguay casi no existen niños huérfanos; por lo tanto, y a menos que la reintegración vulnere alguno de sus derechos, debe trabajarse con las familias para que puedan volver a hacerse cargo de ellos. Diego Silva, director del hogar La Barca, asegura que si bien los educadores suelen tener una mirada positiva sobre el niño, a veces la familia es considerada un problema para su desarrollo: “Si nosotros creemos eso es que estamos teniendo una concepción muy ideal de lo que es la familia. Porque si 20.000 niños nacen en condiciones de pobreza, a nadie se le ocurriría que esos 20.000 niños estuvieran institucionalizados, con lo cual socialmente concebimos muchas formas de vivir en familia, incluso en situaciones de carencia económica. Sin embargo, cuando trabajamos con una familia que se va a hacer cargo de su propio hijo tal vez tengamos exigencias excesivas para las condiciones estructurales del país. No le vamos a conseguir a un niño pobre una familia de clase media que lo cuide. Le vamos a conseguir una familia pobre”.

El apoyo a estas familias no debería limitarse a la ayuda económica. Muchas veces, es necesario trabajar en prácticas de crianza o colaborar en la resolución de ciertos problemas. Una debilidad de Uruguay es que los servicios que trabajan con las familias de forma preventiva son pocos, y los que existen no tienen demasiada continuidad. Cuando los equipos aparecen, generalmente el niño ya fue separado de su núcleo familiar.

Uruguay ha tendido a la búsqueda de soluciones mediante propuestas residenciales o de internación. Silva opina: “Sigue habiendo una oferta muy amplia de internación y muy escasa de apoyo a la familia, porque lo que prima es la desconfianza respecto de que la familia pueda hacerse cargo. Es una lógica muy criminalizante sobre el lugar de las familias. Lo vemos también en el caso de los gurises que cometen delitos. Es lo mismo: la oferta de medidas no privativas de libertad es muy débil. También en el área de salud mental: las propuestas que sean de trabajo comunitario diurno son mucho más frágiles que las de internación. Para todas las poblaciones que están en los bordes de la integración la respuesta es el encierro en instituciones, con las complejidades que eso tiene”.

Según el estudio “Internados. Las prácticas judiciales de institucionalización por protección de niños, niñas y adolescentes en la ciudad de Montevideo”, que realizó UNICEF en 2013, en más de 40% de los casos judiciales relevados se adoptó una medida que significó la separación del niño de su núcleo familiar, ya fuera por medio de su institucionalización o brindándole la tenencia provisoria a otra persona, generalmente un familiar.

En ese sentido, parece fundamental ajustar las prácticas judiciales. Más allá de la tendencia a la institucionalización, algunos equipos que trabajan en estos temas han detectado el movimiento contrario: aseguran que en casos de claros abusos no se tomaron en cuenta los informes técnicos y se dictaminó que los niños o adolescentes se mantuvieran con sus familias.

El objetivo del INAU es disminuir la cantidad de niños que viven internados a tiempo completo y hallar alternativas de acogimiento familiar, buscar opciones para que el cuidado del niño o del adolescente pueda quedar a cargo de otra familia. Familia Amiga es un programa del INAU que busca encontrar familias que acompañen de forma transitoria al niño mientras su familia biológica no puede hacerse cargo.

Marisa Lindner, presidenta del directorio del INAU, opina que la protección a los niños no debería ser exclusiva de este organismo: “El INAU tiene que ser motor, tiene que ser una institución que pueda liderar, promover procesos, pero la gran apuesta tiene que ser generar redes de contención y de cuidado. O sea, poder generar elementos que son muy pero muy difíciles: que la gente esté dispuesta a cuidar sin recibir nada a cambio. Cada uno verá su situación, esto tampoco es una interpelación a la gente, pero tenemos que abrir mucho más este camino. Lo que hace la institucionalización es contener el problema. No lo resuelve. Hay que generar aprendizajes, apoyos, elementos que comprometan a la sociedad en su conjunto”.

Una vez que son ingresados, los niños correrán con distinta suerte dentro de un sistema que tiene problemas para garantizarles el bienestar a todos, y en estancias que deberían ser cortas pero suelen alargarse. Al fin y al cabo, ser un niño pobre también puede ser eso: crecer separado de su familia y alejado de su casa. Una de las respuestas a este problema sería fortalecer las políticas de protección a las familias para que la internación sea, verdaderamente, el último recurso.

El desafío de irse

Al cumplir los 18 años los adolescentes deben egresar del INAU. Valeria, la directora de uno de los hogares, asegura que los procesos de autonomía de estos jóvenes suelen ser acelerados: “Nadie a los 18 años tenía la capacidad de irse a vivir solo y ser solvente, ir a trabajar, estudiar, y mucho menos una persona que viene con rezagos de todos los colores. Se vuelve a reproducir la violencia: a los 18 te tenés que ir, resolverte y hacer las cosas bien”. En ese sentido, desarrollar la articulación institucional y social es clave para mejorar las condiciones de egreso de estos adolescentes.