En los últimos años ha habido avances, sí. Leyes que reconocen la identidad de género, institutos estatales que protegen contra la discriminación, personas que se animan a denunciar situaciones de violencia sufridas por sus orientaciones sexuales. La Marcha de la Diversidad se ha convertido en una de las manifestaciones callejeras más populosas. Además de expresar la necesidad de salir del armario por parte de quienes viven una sexualidad distinta a la que siempre se ha considerado la normal, la hetero, pone énfasis en los asesinatos de las mujeres transexuales, en incorporar los asuntos de las sexualidades diversas en el sistema educativo formal, en vivir con un poco de alegría ese mandato del cuerpo.

Muchos advertimos, sin embargo, el peligro de que ese fenómeno que surgió de abajo, o de alguna pequeña comunidad organizada, sea capturado por el poder y utilizado para sus propósitos más evidentes: capturar votos. Tampoco hay que ser inocentes: quienes antes no se alineaban con ninguna estructura partidaria ahora conquistan más cosas insertándose en el poder, que no es inmaculado ni puro, militando y “haciendo cabezas” en los anquilosados machismos de hombres y mujeres, de derecha y de izquierda. Dan una batalla inteligente por revertir los discursos que tanto daño, por acción u omisión, nos han hecho. Esto ha pasado, y mucho, en varios ámbitos y en las dos orillas del Río de la Plata: académicos y militantes que pasan a engrosar las filas de los progresismos porque se supone que ahora están del mismo lado del mostrador. El intelectual orgánico gramsciano, podría decirse, o el que fisura el poder desde adentro, porque ha comprendido que no existe ese poder con mayúsculas, sino que ciertas cosas se transforman desde lo micro, la empatía con otros (que no es nepotismo), y el horadar los discursos en el propio lugar de los discursos.

Hubo matrimonio igualitario, que, más que apuntar a la igualdad, fue un golpe a lo más reaccionario de la sociedad: políticos de otro siglo, iglesias de todo tipo, vecinos conventilleros y burgueses recalcitrantes. Hubo ley de identidad de género, que obliga a pensar el asunto fuera de la monstruosidad, de algo contranatura o como ejemplo nada edificante para las futuras generaciones, a darles nombre de mujer a quienes lo sientan y a tratarlas como tales (con baños, médicos, tratamientos para ellas), aunque la realidad aún diste mucho de reflejar ese lugar ideal o paraíso cívico que las leyes (y muchos militantes) crean sobre el papel. Pero los papeles a veces le salvan la vida o le ahorran un mal trago a una persona, la protegen, le dan una existencia un poco menos amarga o cruda.

Hubo, también, un manual o guía que docentes, representantes del Mides, personas con propiedad para opinar sobre sexualidad, biologías, crecimientos, géneros como construcciones elaboraron a conciencia y durante mucho tiempo para que los docentes de la educación pública pudieran construir otra forma de conocimiento en torno a la sexualidad y pudieran, sobre todo, desarticular un poco los mandatos culturales que indican lo que se espera de una niña o un niño.

No se puede ser tan perverso y pensar que quienes trabajaron en esa guía pretendían instalar el diablo en el cuerpo de los niños; pero sí la sexualidad: ¿quién se anima a negar a esta altura que los niños son seres alados y también sexuados? Esa guía no era de uso obligatorio y sólo les daba pistas a los docentes, tantas veces perdidos como los propios padres ante las preguntas de los niños, ante los asuntos de género, ante el mandato social, ante el niño que se pinta las uñas y la niña que toma un balón y camina distinto, demasiado masculinizada para nuestro sueño de las hijas princesas.

Ya impresa esa guía, y a punto de ser divulgada, las autoridades de la ANEP, en un gesto de absoluto autoritarismo (y quién sabe por cuántas presiones: políticas, sociales, religiosas), pararon el asunto. Los argumentos fueron pobres y mentirosos: no se había discutido lo suficiente, dijeron, cuando en realidad el consenso institucional, profesional y militante había sido finamente trabajado.

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Entonces, cómo no, ha habido logros y avances. Pero de la ignominia, el ocultamiento, el maltrato, y muchas veces el golpe, la soledad y el abandono, no se sale con tres leyes, dos institutos, una guía y una marcha una vez al año, por más que convoque a más de 20.000 personas.

Cabe preguntarse, también, qué tipo de sujetos se intenta construir. Todo el mundo sabe que la escuela es el lugar de lo homogéneo por antonomasia (ese sueño de uruguayidad): toditos iguales.

Ahí hay quizá un inconveniente serio al intentar incorporar la diversidad a la educación: ¿diversos para que se parezcan a nosotros o diversos para que sean otros, lo que quieran hacerse? Por más El vestido de mamá (el libro de Dani Umpi que apela justamente a desmitificar ciertos asuntos: el niño se viste de mujer, y eso no significa nada más que eso), por más libros como ésos que los padres progres les compren a sus pequeños “progresitos”, hay algo en los discursos de la nueva progresía sobre la diversidad y la sexualidad que se está instalando, gana terreno y se vuelve, oh, esas vueltas del discurso, normal: el destino de casi todos es la familia.

Papá y mamá, papá y papá, mamá y mamá, dos papás y una mamá o viceversa, un padre soltero y gay con un hijo adoptado, inseminaciones, vientres prestados, y todas las combinaciones posibles.

No se puede ser una especie de provocador imberbe y sostener que la familia es una máquina reproductora y listo. Alguien debe criarnos, ofrecernos amor, protegernos de los primeros embates de la vida. También es complejo darle a entender a un niño que la sexualidad y el sexo, además de estar marcados por la cultura, claro, son asuntos propios, complejos y rebuscados. No digo esto para quedarnos en el oscurantismo ni para acercarme a esos discursos bobos que repiten los más retrógrados, de derecha y de izquiera, católicos y ateos o laicos: que son los padres los responsables de la educación sexual y sentimental de sus hijos y que la escuela nada tiene que venir a hacer en nuestro terreno. Tamaña estupidez y desconocimiento absoluto de la sociedad en la que vivimos y, ante todo, del dolor en el cuerpo y el espíritu de un niño cuando, por ejemplo, su madre es una castradora importante y el padre le dice que eso que hace, vive o piensa, pero fundamentalmente hace, es cosa de niñas, de mariquitas. Y ni que hablar cuando esas cosas las piensan, y las dicen, los (malos) educadores.

No saben, ni idea tienen, los replicadores de esos dictámenes, que se escudan tras el libre albedrío y el libre pensar, los años que le llevará a ese niño revertir la culpa, sentirse querido, limpiar casi con esponja de aluminio ese cuerpo, o más bien ese adentro, que considera sucio porque sus afectos primarios así se lo indicaron. Lo mejor que podrían hacer es callar, guardarse sus inteligencias toscas, de barricada, simplemente por respeto al dolor ajeno. Al final, el verdadero asunto es el miedo a la sexualidad, a la sensualidad, propias y ajenas, el viejo miedo a la libertad tan bien nombrado por Erich Fromm. Ya lo decía el viejo Freud: hay dos asuntos en la vida, la muerte y el sexo. Entre ellos nos disputamos, por ellos nos desvelamos.

Pero sí, hay un problema o una dialéctica sin síntesis entre la educación sexual y pública y el deseo de los sujetos, más bien la búsqueda o el encuentro con esos deseos, que al final siempre serán propios. La síntesis imposible es la de crear una especie de “ciudadano sexual”, que repita o copie las formas del “ciudadano ideal”, ya hecho y derecho: vivir en familia, crear familia, comportase según los cánones de la familia tipo, casarse. El niño que se siente mujer reproduce lo peor de la mujer (que no de la feminidad), el gay contemporáneo se vuelve objeto de consumo (agencias de viaje para ellos, hostels para ellos, discotecas para ellos). Se corre el riesgo de invertir todas las máscaras para al final ponerse la del otro y no romper ningún espejo. Un cambio que, más que transformar las prácticas sociales, se vuelve un gatopardismo espiritual: cambiemos todo para que no cambie nada.

Y la felicidad, muchachos, la felicidad. No quiero ganarme sobre fines de diciembre el título de amargo del año, pero la felicidad es un momento, un suspiro. No podemos, otra vez, decir que comeremos perdices cuando ese horizonte llamado diversidad (un horizonte que muchos creen que existe y será tocado) se exprese en todo su apogeo. No, no existe, porque los cuentos de princesas y príncipes se acabaron y, honestamente, son horribles. ¿No es de eso que también hablamos?

De eso y de que no es lo mismo el homosexual pobre y de barrio que el gay de Pocitos. Lo decía en este mismo suplemento una travesti peronista argentina (aunque uno no comulgue con el peronismo) con marcada posición de clase: los marginales, los pobres, los negros somos putos; los gays son los que viven en Recoleta. Hay escalas y hay que verlas, identificarlas según el momento histórico: las travestis son hoy el talón de Aquiles del movimiento de la diversidad.

“Ni una menos”, dicen las feministas cuando se refieren a las mujeres muertas en manos de asesinos. ¿Y sus otras compañeras? ¿O para las feministas las travestis no son mujeres, no adquirieron ese estatuto?

Se ha avanzado bastante, sí, pero hay todo un universo que parece no ser registrado, o no se transmite bien el registro: no es lo mismo el interior que la capital, ni para los muchachos ni para los putos viejos, no es lo mismo ser pobre que de clase media, no es lo mismo ser mujer biológica que transgénero. Además de desarticular los discursos de género, hay que afrontar los privilegios de clase y de cultura. ¿Y quién le pone el cascabel al gato?

No basta con declaraciones ni institutos si aún andamos con miedo, si nos echan de nuestras casas, si uno aprende a manejar la mirada y el cuerpo en la calle para cuidarse de la paliza o el insulto, más allá de poder bailar cada setiembre protegido por una masa tan potente como efímera.

También hay otros discursos que pueden ser tan potentes, modificar tanto las cosas y crear tantos significados, pero que pocos parecen anotar o son tratados como de segunda mano, de estatus minúsculo. El artista argentino Fernando Noy dio un espectáculo el sábado en Montevideo. Recitó poesías, ajenas y propias: de Marosa, de Pizarnik y de una brasileña increíble, Adelia Prado. No sé cuántos putos, lesbianas, heteros, asexuados, o lo que fueran, había entre unas decenas de personas, pero en un momento dijo algo, él-ella, con todo su esplendor vital y casi al pasar, ya incorporado en su manera de ver o vivir su existencia: hay que cambiar de P (yo sentí que era una p mayúscula): menos Política y más Poesía. Eso dijo. Y no sonó naif, ni poco estratégico, ni inocente a la hora de mutar, de ser otros: amorosos, alados, anárquicos.

Sí podría hablar, entonces, de lo que nos falta, porque lo que tenemos ya tiene demasiada prensa. Nos falta una triple P: poesía, pasión, putismo.