Según la Encuesta Nacional sobre Consumo de Drogas, realizada en mayo de 2015, aproximadamente unas 160.000 personas consumieron cannabis por lo menos una vez en los últimos 12 meses. Es decir, menos de 5% del total de la población.
En una sociedad empachada de consumo, el cannabis es una mercancía marginal y todavía poco visible. El consumo de alcohol, por ejemplo, es más de siete veces mayor. Lo que sorprende de la marihuana, entonces, es su capacidad para estructurar relaciones sociales -económicas, políticas, culturales y morales- más allá de su circulación como mercancía.
La explicación, un tanto obvia, es que el cannabis no es un objeto de consumo como cualquier otro. La marihuana existe en forma de flor, cogollo, porro, ladrillo, etcétera. Pero también en los intereses económicos, las leyes y prácticas regulativas, los discursos médicos y morales, y los espacios de socialización que le dan sentido social. El cannabis, en otras palabras, tiene una vida social.
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Las “drogas ilegales” son, antes que nada, commodities políticas, en tanto la ilegalidad no es un estatus natural, sino una decisión político-estatal. Hasta principios del siglo XX uno podía comprar y consumir cannabis sin temor a represalias legales. El espejo de la legalidad estaba dado por la “normalidad” con que la sociedad entendía a la sustancia y sus (restringidos) espacios de consumo. A nivel global, sin embargo, los vientos regulatorios soplaban en otra dirección.
El problema del cannabis se mantuvo desactivado hasta la década de 1970. Entre 1972 y 1974 Uruguay creó una Brigada de Narcóticos, programas de prevención médicos y educacionales, una comisión parlamentaria permanente para el seguimiento y la planificación, y una nueva ley que actualizaba la lista de sustancias ilegales, incrementaba las penas por producción y comercialización, y establecía la internación compulsiva de aquellos declarados “adictos” por un juez.
Desde el Estado se argumentaba que a partir de 1970 el tráfico y consumo habían aumentado de tal forma que “ponían en peligro el futuro de la nación”.
Esta mentira fundacional legitimó la “guerra contra las drogas” en Uruguay. Y digo mentira por dos razones: la primera es que el mercado de sustancias ilegales era, todavía en los tempranos 70, marginal al punto de la invisibilidad; la segunda es que los problemas sociales no aparecen solos, sino que son el resultado de procesos de construcción que los hacen visibles y regulables.
El empujón regulador que dio Estados Unidos fue abrazado con gusto por burócratas, políticos y “expertos”, que fueron creando sus propios intereses en una “guerra contra las drogas” construida en un contexto donde el objeto a regular brillaba por su ausencia.
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Encontrar un porro durante la dictadura era una rareza. El problema no era únicamente la represión estatal o la estigmatización social sino la falta de oferta en un contexto de demanda marginal.
El cannabis llegaba a Uruguay en las mochilas de aventureros que se iban a Brasil a buscar algún kilo de maconha. Fumaban, compartían con amigos, y a veces vendían pequeñas cantidades. Este mercado “artesanal” era muy ineficiente, lo que suponía que incluso aquellas personas que eran consumidoras habituales podían pasarse meses sin ver un solo porro.
Uso de marihuana
23,3% de los uruguayos* probó marihuana alguna vez en su vida.
9,3% de los uruguayos* probó marihuana en el último año.
6,5% de los uruguayos* probó marihuana en el último mes.
Fuente: VI Encuesta Nacional en Hogares sobre Consumo de Drogas (2015).
*La muestra se realizó entre personas de 15 a 65 años residentes en localidades de 10.000 o más habitantes.
402.752 uruguayos usaron marihuana alguna vez.
55.200 son usuarios habituales.
92.341 ocasionales.
255.111 experimentales.
Fuente: Sebastián Valdomir (coord.) “El módulo sobre cannabis en la 6º Encuesta Nacional sobre Consumo de Drogas en Hogares”. Fundación Friedrich Ebert.
El fin de la dictadura se conjugó con la transformación del mercado de sustancias ilegales, en especial de la marihuana. Las razones de esta transformación son múltiples. Por un lado, la apertura política y otros cambios culturales habilitaron espacios de socialización menos circunscriptos por el conservadurismo político y social.
Por el otro, el crecimiento en la demanda estuvo acompañado y alimentado por cambios en las cadenas de tráfico. El tráfico artesanal y descentralizado de los 70 y 80 dio paso a un mercado ilegal cada vez más organizado y concentrado. Paraguay sustituyó a Brasil. El “paraguayo” sustituyó a la maconha. La avioneta a la mochila. Y el “narco/dealer” al consumidor aventurero.
El crecimiento del mercado habilitó tres procesos significativos en la historia social del cannabis. Primero, la expansión y democratización del mercado posibilitó la construcción de espacios de consumo cada vez más visibles, expandidos y encarnados en formas de socialización. Segundo, los réditos económicos cada vez mayores, no sólo por el crecimiento de la demanda sino por la prima de riesgo que supone operar en la ilegalidad, crearon poderosos intereses en controlar y profesionalizar el tráfico de drogas, dando inicio a la historia del “narco” en Uruguay. Por último, la expansión fue contrarrestada -y alimentada- por nuevas prácticas regulatorias: político-parlamentarias, estatal-burocráticas, y médico-profesionales, que terminaron de consolidar a la “guerra contra las drogas” como uno de los mecanismos de control social más prominentes del Uruguay pos 1985.
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El control de drogas puede ser reproducido en el tiempo en tanto los entendimientos sociales dominantes sobre el “problema de la droga” validen las prácticas, discursos y objetivos regulatorios. En otras palabras, fue la hegemonía del paradigma punitivo-prohibicionista lo que legitimó una guerra contra el cannabis y fue su resquebrajamiento simbólico lo que habilitó el pasaje a un modelo de regulación alternativo.
Las explicaciones más corrientes sobre la ley de cannabis, especialmente aquellas escritas desde fuera de Uruguay, han privilegiado una visión desde arriba. Uruguay, un país de tradiciones liberales, con un gobierno progresista, y un ex presidente vanguardista, decidió ir en contra de la norma que todavía es guerra global contra las drogas.
Todos estos elementos tienen algo de cierto, y sin embargo ocultan un cambio mucho más trascendental: la emergencia de narrativas alternativas al problema punitivo-prohibicionista del cannabis.
Dos procesos estructurales y una lucha político-cultural explican el avance de estas narrativas que posibilitaron el nuevo régimen de marihuana en Uruguay.
El primero tiene que ver con cambios endógenos al campo de la droga. Por un lado, el secular avance del consumo normalizó el cannabis al hacerlo cada vez más visible. Esta normalización tuvo lugar en un contexto donde la percepción del problema de la droga se movía de las abstracciones médico-morales que legitimaron el control de drogas desde los 30, hacia nuevos espacios problemáticos como la “crisis” de la pasta base y la emergencia de la “narcoviolencia”.
Este contexto favoreció lo que llamarían una “des-narcotización” del cannabis, que movió a la sustancia a los márgenes del problema de la droga, tanto en términos del control estatal como de las preocupaciones sociales.
Por otra parte, desde hace por lo menos una década la idea de que la guerra contra las drogas ha “fracasado” no para de ganar adeptos entre burócratas, expertos y el público en general.
Por último, la rearticulación del problema del cannabis como un asunto social que no debería ser controlado por instituciones prohibicionistas y prácticas criminalizadoras sería impensable sin el trabajo político-cultural de la heterogénea coalición de activistas que desde mediados de los 2000 se organizaron para dar una lucha en dos frentes.
El primero, fue salir a la calle, mostrarse en los medios, fumar en público como acto de resistencia política. También hablar con sus familias y amigos, forzando a la sociedad uruguaya a reflexionar sobre el “problema del cannabis”, herencia de la hegemonía prohibicionista. El segundo frente estuvo en la conquista de espacios políticamente significativos en los partidos, el Parlamento, y la burocracia mediante el lobby político.
Cuando el Ejecutivo redactó las 15 medidas de coexistencia en que se incluía el proyecto para la legalización de la marihuana, los entendimientos sociales dominantes sobre el cannabis y su lugar en el problema de la droga eran radicalmente distintos de los que, por décadas, legitimaron la criminalización y el prohibicionismo.
Sin estas nuevas narrativas, construidas y legitimadas en la calle, las 15 medidas hubieran sido 14.