La muerte violenta de Heriberto Prati a manos de un delincuente armado, el sábado, en Carrasco norte, puso una vez más en marcha el engranaje de los reclamos de seguridad y el pedido de renuncia del ministro del Interior, en este caso acompañada por la advertencia, expresada con toda claridad, de que hay disposición de llevar al gobierno a la situación de tener que llamar a elecciones parlamentarias. Es poco probable que se llegue a ese extremo mediante la vía propuesta (la interpelación al ministro, seguida de una censura del Senado que debe ser verificada en la Asamblea General y que el presidente de la República debería desoír), para empezar, porque el partido de gobierno tiene la mayoría parlamentaria, pero además porque también en filas opositoras se levantaron voces para avisar que no acompañarían. Varios observaron que lo de Pedro Bordaberry (promotor de la censura al ministro) es oportunismo liso y llano (el senador llegó incluso a decir que se tiene “una fe bárbara” para comandar la cartera de Interior “con todos esos recursos”) y muchos salieron a defender al Frente Amplio contra viento y marea ante lo que suena como música conocida, con un Bordaberry amenazando la institucionalidad.

Hasta ahí, todo es bastante previsible. Más raro es que organizaciones sociales como el PIT-CNT o la FEUU se sorprendan de que un hecho luctuoso como el homicidio de Prati sea usado “con fines políticos”. Raro sería que no se lo usara, considerando sus componentes: una mujer rapiñada, un ladrón armado, un justiciero imprevisto, una muerte violenta. Si a eso le agregamos que las víctimas son personas de bien, muy conocidas y apreciadas en su comunidad (a diferencia del victimario, que tal vez fuera conocido en su comunidad, pero seguramente no era una persona de bien y probablemente no fuera muy apreciado) y con todas las herramientas para hacerse oír, sería realmente un milagro -algo sólo explicable por la distracción que causan eventos como un Mundial de fútbol o las vacaciones de verano- que el hecho no se convirtiera en bandera política.

Me da la impresión de que lo peor que puede hacer la izquierda (pueden cambiar “izquierda” por “progresismo” o por lo que quieran; en todo caso, hablo de todo lo que, por clara definición ideológica, se opone a la idea de que la violencia se combate con vigilancia y mano dura) es llamar a despolitizar la discusión. Justamente, además de las manifestaciones de dolor por la persona muerta (que, en este caso, se acompañaron de cacerolas y no de velas o procesiones, como otras veces), lo que se ha escuchado en las más diversas tertulias, presenciales o virtuales, es un reclamo violentamente político de medidas punitivas, escarmiento, control y seguridad. Seguridad. Esa es la palabra clave. Nos sentimos inseguros. Y no tenemos ni idea de cómo hacer para cambiar esa circunstancia, así que hacemos lo que podemos: pedimos que nos cuiden. Y no, no hay, ni habrá nunca cuidado suficiente para la fragilidad de nuestros cuerpos cuando les toca enfrentar a alguien que no tiene nada para perder y cuya vida nunca valió nada (a diferencia de nuestra billetera, nuestros championes, nuestro auto o lo que sea que nos pueda quitar y que sí, eso sí, tiene valor, por poco que sea en el siempre inestable mercado negro de objetos mal habidos).

Me gustaría hacer una precisión: no hay nada político en la sensación de inseguridad. Al contrario, esa percepción de indefensión es la vida misma, expuesta y vulnerable en un vendaval de violencia y arrebato para el que no tenemos palabras ni gramática. Pero sí hay política en la exigencia de calmar esa ansiedad con mano dura; hay política en la sentencia que dice que “estamos nosotros encerrados y ellos andan sueltos”; hay política en la convicción de que son “irrecuperables” y de que estamos gastando en ellos un dinero que deberíamos gastar en nosotros, los buenos, los honestos, los que tenemos una vida honrada que nos es arrebatada en un instante por el arranque de alguien que casi, casi no pertenece a la especie humana.

Pero ojo: también hay política en la idea de que lo que tiene que tener un paria para dejar de ser paria es “cultura de trabajo” y apego a la productividad. Hay política en la idea de que la educación se mide en éxitos y fracasos. Hay política en cada definición que nos hemos dado para distinguir lo que es de uno y lo que es de otro, y en las formas que nos dimos para que pueda cambiar de manos. Hay política en cada toma de posición y hay política en cómo contamos las historias. Una buena cosa para empezar a cambiar esta tendencia a sentirnos niños desvalidos en medio de la tormenta podría ser recuperar la política (y no el camiseteo partidario) como espacio de discusión, ya no de las medidas prácticas (aumento de penas, penas alternativas, capacitación para el trabajo, educación en valores, trayectorias exitosas), sino de las ideas sobre las que hemos construido nociones como propio y ajeno, éxito y fracaso, coraje, cobardía, solidaridad, egoísmo. Es eso o morir con los ojos abiertos.