Harto ya de estar harto, un militante frenteamplista se cansa y anuncia su retirada de la fuerza política de la que se enamoró hace más de 30 años(1). No es el primero ni será el último, pero representa a muchos que en forma más o menos pública han venido dando señales de hartazgo y decepción desde hace tiempo. Tiene, sobre todo, un rasgo que lo acerca a esa mayoría silenciosa: no es un dirigente, no ocupa un cargo público ni representa a tal o cual sector. Es un militante más. Un leal y esforzado compañero de los que ponen su sensibilidad, su tiempo y su energía en las pequeñas tareas que hacen posibles los resultados. Un independiente, en una fuerza política que cada vez funciona menos como movimiento y más como coalición o como mera sumatoria.
El texto de despedida de José Legaspi repasa las obsecuencias del aparato institucional del Frente Amplio, las bravuconadas, las indignidades y las lisas y llanas torpezas y lamenta la pérdida de un espacio que, cuando él lo descubrió, era generoso, abierto y plural, crecía en el debate y la confrontación de ideas y se enorgullecía de decir las verdades incómodas pero necesarias aun conociendo la magnitud de las consecuencias.
Ya no queda nada de eso en el partido que gobierna, según parece. Como suele suceder, la máquina terminó por tragarse los buenos propósitos y hoy funciona para funcionar, aunque en ese ejercicio se lleve puestos a unos cuantos de sus mejores hombres y aplaste olímpicamente a tantos que la pusieron en marcha.
Es fácil percibir que el texto de Legaspi llega al corazón de más de una generación de frenteamplistas (aunque llegue sobre todo a una: esa que se autodenomina “generación 83”) precisamente porque habla desde un lugar personal (su propia llegada al Frente Amplio, su encuentro con compañeros que eran “hermanos”, la resistencia común al oprobio de la dictadura, la ilusión de llegar al gobierno para ser mejores que los que estuvieron antes) y porque hace exclusivamente cuestionamientos morales (si se mintió, si se dilapidaron fondos públicos, si no hay voluntad de investigar, si se acallan las voces disidentes, si se protege a fabuladores y corruptos), sin pisar en ningún momento el terreno siempre peligroso de lo ideológico. No hay cuestionamientos a la política económica, no hay una sola palabra sobre lo bueno o lo malo de la bancarización, no hay una palabra para el modelo productivo, no hay nada sobre los aparatos represivos, no hay una pregunta sobre la pertinencia o no de combatir al capitalismo ni sobre las caras siempre renovadas de la explotación. Hay, en todo caso, un amargo reproche a Javier Miranda por no haber respondido una pregunta de Código país sobre los derechos humanos en Venezuela, como si toda la cuestión ideológica del Frente Amplio se concentrara ahí, en ese nudo en el que hay que definirse sin ambigüedades contra el populismo terraja de los Maduro de este mundo.
Hace unos cuantos años fue muy notorio el monólogo del italiano Giorgio Gaber titulado Qualquno era comunista. Vestido de saco y corbata, ya maduro, el actor desgranaba las razones por las que, de joven, cualquiera era comunista. Algo de eso, de ese dolor que parece lamentar menos el proyecto colectivo que se olvidó que la propia juventud perdida, hay en el texto de Legaspi. Es la carta de despedida de alguien que, con el corazón partido, termina por confesar, con la valentía de los solos sin vocación de solitarios, que alguno era comunista porque quería ser parte de algo, emocionarse con algunas canciones, sentirse bueno y generoso y solidario y, sobre todo, sobre todo, seguro. Seguro del bien, del camino correcto, de la nobleza de las intenciones y la honestidad de las prácticas, seguro por la confianza en el de al lado, que también quiere sentirse seguro de la bondad y la nobleza y la honestidad de todos.
No es nada raro que en política se apele a la épica, al enamoramiento y a la hermandad. Y por eso, tal vez, no es rara tampoco la frustración, ni son raros el desencanto y el cinismo. Tal vez lo que pasa es que la política debería ser distinta de los agrupamientos contingentes, de la juventud y el optimismo de los entusiastas, de la inclinación más o menos heroica, más o menos generosa, más o menos avasallante de los que quieren ser parte de algo. Debería ser la voluntad espiritual e intelectual de desafiar lo seguro y de pensar más allá de lo contingente. Y debería asumirse desde el principio el riesgo enorme de estar, casi todo el tiempo, en un lugar incómodo, incierto, oscuro y solitario, en el que las dudas son enormes y las verdades deben ser postuladas como necesarias y entendidas como provisorias. Porque no importa tanto si nos une el amor: el problema es que nos sigue acorralando el espanto, y hay que seguir mirándolo.
(1). “Hasta acá llegó el amor”; José W. Legaspi.