Él no estaba loco; lo que lo dejaba loco era no tener plata, y hacerla, como esa última vez. Fichó un súper: dos cajeras, un guardia de seguridad, un fierro, un compañero que le hiciera la segunda para rematar. A los días, entró: corchazo y a volar con la guita. La Policía llegó de toque; lo vio, le gritó “detenete ahí”, lo persiguió y le tiró, y él dale que te dale, calzado en la pata con la adrenalina en la garganta, dobló corriendo y ligó: una de las balas rebotó en una columna -justo había una columna en esa bendita esquina en la se que le dio por doblar-, que si no, hola, cajón, hola, llanto de la madre, su gran terror. Zafó. Esa vez pintó la vida y pintó la plata, la euforia; varios días después, la cana. Descartó el arma en el patio de su casa, le dio unos mangos a la madre, tan santa y tan querida, y se fue de shopping. Volvió, se encerró en una pieza en la planta alta, y con el reggaetón y la plena a todo trapo se mandó otros tantos pesos para adentro de un sopetón, hechos merca y alcohol. Re duro, se fue otra vez de shopping, esta vez llevado por otros intereses: ropa y comida. Cuatro días de gira con los pibes duraron esos 35.000 pesos. Después bajar, hacer alguna changa, cortar pasto con el tío, achicar. Y después cranear, fichar, volver a la gilada. Esa última vez finalmente lo encontró la Policía y se quemó todo. Primero, al Centro de Ingreso, Estudio, Diagnóstico y Derivación; después al Cerrito. Hace diez meses que está preso.

16 años y toda su verdad ahí, volcada en la calle. En la cárcel.“Así como me ves, sabé lo qué”, jura Luciano(1).

Dice que su madre lo mandó a la escuela y que la terminó, pero que no le pintó encarar el liceo. Que cuando recupere su libertad quisiera hacer mecánica en la UTU y entrenar con su abuelo para “salir adelante” como boxeador, y volver a cortar pasto con su tío, y ayudar a su mamá, que pocas veces tiene plata para la comida. Después cuenta otros planes. Dice que lo primero de lo primero que quiere hacer es buscar a su padre, que ahora está preso en el ex Comcar, pero él sabe cuándo saldrá. Por él aprendió a usar “un fierro de tirar tiros”; lo quiere encontrar para “cobrarle una por una” las que les hizo pasar a su hermano chico, a él y a su mamá. Aunque ya se la dio -le disparó en el pie y en el hombro-, quiere ver su cadáver; la única forma de quedarse tranquilo, dice. “Miedo no le tenés que tener ni a la muerte. Miedo a nada. Sabé lo qué”, vuelve a jurar.

Cuenta también que antes de caer preso había veces que se colgaba con las pastillas y el vino, con la merca o la pasta, y se olvidaba de hasta lo más querido: el hermano chico en el hogar de amparo, la hermana que trabaja en el Ministerio de Desarrollo Social, la madre con una cicatriz en la frente por un culatazo que le dieron cuando fueron a su casa a buscarlo para matarlo; el hermano asesinado cuando él tenía seis, el otro que está pagando condena en la casa, el abuelo que le va a enseñar a boxear con un estómago de plástico por los tres tiros que recibió de una banda enemiga, esos otros transas que le querían cortar el negocio a su tía y salieron a matar, y se la llevaron junto al hijo -su primo-, y ahora bardo bardo, entonces tuvo que limpiar al tío transa de la banda enemiga, y a dos más. Ahora cuando salga hay que saldar cuentas, porque así es la vida. “Tenemos lío y nos tenemos que hacer respetar. No va a quedar así: mataron a mi tía, entonces matamos al que la mató. Todo así, ellos a mi primo, nosotros al tío, y así. Sabé lo qué, se la re damos. Ni me estresa caer preso. Me da lo mismo. Lo que me importa más es que no sufra mi madre, pero va a sufrir si caigo preso de vuelta. Pero ta, si tengo que caer preso de vuelta... porque yo robé porque faltaba comida en mi casa, plata, todo. Y robé para mi madre, mi familia. Mi padre no se puede acercar a más de 17 metros a nosotros, y si se acerca y tengo un fierro en la cintura lo mato”, jura otra vez Luciano.

Mientras tanto se engancha con gurisas que dice que lo aguantan porque les cuenta sólo “algunas cosas”, no “todo” porque no es “ningún gil” (tiene una novia que está esperando que salga de la cárcel, y no lo va a visitar porque sus padres no la dejan). También sale a bailar -quiebra, dice él- y canta. Ni afuera ni adentro le gusta jugar al fútbol; le gusta “nada más que juegue Peñarol”. Prefiere la play station. Aunque participó en la grabación de un disco de canciones de hip hop que produjeron en el taller de Nada Crece a la Sombra, dice que “ni loco” escucha eso, que “aguante la cumbia y el reggaetón”, que es lo que le gusta escuchar a todo volumen. Y cuenta que le da vergüenza recitar; le hizo un poema a la novia, pero “ni en pedo” lo dice. También le gusta la playa. Conoce la Ramírez, la Malvín y la del Puertito del Buceo; “me tiro de los faroles para abajo”, dice, y recuerda que cuando fue a la Malvín se encontró con “una tortuga grande, muerta”. “Pero mirá que era grande: yo no podía creer, la vi con mis propios ojos, y la tocaba así [enterrando el dedo índice] y le explotaba y salía todo sangre, porque estaba podrida. Me encantó, pero si estuviera viva me encantaba más, porque soy millonario si vendo eso. Si vendo una tortuga gigante para el zoológico... millonario me hago”. Dice que la tortuga gigante es la cosa que más lo ha sorprendido en su vida.

Mientras Luciano fantasea, en el salón de recreación del Cerrito (pintado a nuevo con soles y colores cálidos por ellos, donde hay una mesa de pool y carteleras de espuma plast con fotos de él y de sus compañeros en los diferentes talleres) hay un equipo de música al que le zumban los parlantes. Se escucha: “ahhh ahhh ahhh ahhh, ahhh ahhh ahhh, peleamos, nos arreglamos, nos mantenemos en esa, pero nos amamos y ahí vamos”. El vaso con Coca Cola viene y va, el plato con pizza y budín hecho por los gurises en el taller de panadería que dicta Serpaj, también; el lechón saldrá en un rato. “Me van a dar un diploma. Tengo todas las recetas, de esto [budín], de pizza, de canelones, de todo”, se jacta Luciano, y sonríe. Más allá, cerca del parrillero, unos tocan los tambores junto al equipo de Proderechos; al lado otros juegan al ajedrez, otros al fútbol -con integrantes de Miramar Misiones- en la cancha que está enfrente, ahí nomás, cruzando la calle, y otros al pool.

Son 14 los gurises que están presos ese jueves ahí, y todos están conversando, comiendo, jugando. Todos menos uno. Hay un gurí grandote que está dopadísimo y triste, que da vueltas de un lado para otro y afloja la marcha cuando algún compañero o Angelito -la educadora Miriam Rodríguez- le dicen alguna cosa para subirle el ánimo y lo miman. Luciano explica que el pobre tiene a la madre presa, y que lo llamó hace un rato porque él se había cortado las muñecas y lo habían llevado al Vilardebó, y bueno, “anda re bajón”.

“Así como lo ves, a este, sabé lo qué”.

(1). Nombre ficticio