Compararse con los demás siempre es útil en tanto no se mitifique al instrumento comparativo. Una prueba externa estandarizada aporta insumos, más aun si esta se reitera a lo largo del tiempo y permite también que uno se compare consigo mismo.

Los resultados de las pruebas PISA muestran una leve mejora, con ascensos en los sectores más bajos en la estratificación social y una reiterada comprobación de que, a nivel socioeconómico parejo, no hay gran diferencia entre lo privado y lo público. También siguen indicando niveles de repetición altísimos en nuestro país comparado con cualquier otro del mundo. Cerrando los cursos y prontos para brindar por las fiestas, cabe preguntarse: ¿estos resultados ameritan un festejo?

Más allá de lo que cada uno quiera hacer con su copa, parece posible extraer tres conclusiones de este informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. La primera -quizá la menos repetida-, es que los países que tuvieron mejores desempeños lo lograron porque invirtieron más en sus profesores. La segunda (difícil de digerir para el common sense mediático-tuitero): la educación uruguaya no está en crisis. Incorporó más gente que nunca desde la década de los 90 en adelante, y de a poco da muestras de una estabilidad media, sin grandes logros, pero lejos del apocalipsis con el que se la suele presentar. La tercera: parece hora de repensar cómo salimos de esta situación estable dando oportunidades a todos los jóvenes uruguayos de seguir transitando la escolarización media con menos repetición y mejores docentes.

Se viene un Congreso Nacional de Educación y es de esperar que la carrera docente y la vida escolar en secundaria sean ejes centrales de la discusión, con argumentos pedagógicos y de política educativa de cara al siglo XXI.

El informe PISA es un insumo más a atender y del cual sacar las conclusiones que, desde nuestro contexto socioeducativo, entendamos relevantes. Pero nuestro sur no debe estar orientando a tener mejores resultados en estas pruebas, sino a profundizar políticas que derriben la concepción del docente y del alumno de secundaria que todavía provienen del siglo XX. Con ellas logramos estabilidad, es cierto, pero falta mucho por hacer. Imaginar otro estatuto docente, otra concepción de la carrera (mucho más profesional y mejor paga y con mayores responsabilidades) y una visión integral de los estudiantes adecuada a los adolescentes de nuestro tiempo, en diálogo constante con el quehacer educativo, deben ser los senderos de una brújula que poco a poco comienza a marcar el sur de nuestro norte.

No hay urgencias; Uruguay tiene un sistema educativo extendido, universal, con mayor inversión. Hay desfase temporal: las concepciones de formación de docentes y estudiantes están todavía presas de las ilusiones del siglo que pasó y de la “crónica roja” sensacionalista que tapa el sol con un dedo. Tenemos una base sólida y un desafío importante; para encararlo es necesario leer bien las señales de los tiempos que corren y no dejarse llevar por la numerología ni por la gritería ajena al hecho educativo. Si se pone el énfasis debido en la profundización de la potencialidad didáctico-pedagógica de los profesores, abriendo el juego a modelos de gestión participativa en los centros, con diversidad de rutas para que todos los jóvenes puedan vivir la experiencia liceal sin que sea un mero cúmulo de asignaturas, llegará el día en que brindemos por estos resultados PISA con una mueca de simpatía, recordando la anécdota de aquel 2016 en el que nos dimos cuenta de que teníamos que parar con las discusiones estériles y empezar a hablar de educación.