El miércoles fue el estreno del canadiense Cirque du Soleil en Uruguay, que presentó su espectáculo Koozå. El acontecimiento se hizo sentir en la rambla con el atasco de tránsito y un enorme despliegue que incluyó una legión de policías y personas apuradas por ingresar a la enorme carpa situada en las canchas de la Liga Universitaria. La masa de gente explica por qué los organizadores habilitaron el ingreso a las 18.00, dos horas antes del inicio del espectáculo. Nosotros llegamos sobre las 20.00, con la adrenalina de la posibilidad de no poder entrar. Afuera de la carpa había una cantidad de puestos de pop, bebidas, comida y merchandising que hacían parecer al Movie Center un almacén de barrio. Con tanta cosa a la venta, quedaba claro que habría un intermedio. Mientras buscábamos la puerta de entrada y los asientos, participamos en el show de la minifarándula invitada, que tras abandonar la sala VIP circulaba ofreciendo un espectáculo previo a los simples mortales. “¡Ahí está Forlán!”; más allá, Sergio Puglia y Rafa Cotelo.

El formato circular de la carpa invita a mirarnos mutuamente, y llama la atención la escasez de niños y de diversidad de clases sociales. Aunque quizá no sea sorprendente, considerando que el precio de las entradas va de 1.680 a 6.820 pesos. Lo que sí sorprende es que ante la buena venta de entradas el Cirque du Soleil haya decidido agregar una semana más de funciones; no hay que ser un genio en matemáticas para deducir la recaudación si, como dice el productor, este espectáculo necesita vender un mínimo de 60.000 entradas. Por su público, la excelencia técnica de la propuesta y los enormes costos de producción se puede decir que es un circo de clase alta y de alta clase, y es que si no, los ricos no irían. Ser caro y mundialmente famoso parecen atributos que atraen a un público no necesariamente interesado en el circo. Pero también es de esperar que fanáticos de lo circense realicen su sueño de ver en vivo a la compañía referente del nuevo circo o circo contemporáneo: uno sin animales y que incorpora elementos del teatro, la danza y el arte del payaso con más investigación y sutileza. Uno que concibe cada espectáculo, más que como una serie de números encadenados, como una obra con cierta narrativa, personajes y unidad de acción y de estética.

Como en las películas Guste o no la propuesta y sea como fuere que se disfrute del circo, ver al Cirque du Soleil despierta un estupor tal que los “¡A la mierda!” están en la punta de la lengua todo el tiempo (y una en el borde del asiento).

En el circo, parte del entretenimiento tiene un aspecto morboso que consiste en fascinarnos por ver cuerpos que se arriesgan y desafían los límites de lo humano: la relación con la gravedad, con la altura, con el peso del cuerpo propio y el de otros. Se agradece ver cuerpos diferentes en escena: desde los más robustos y gorditos hasta los más descarnados.

A diferencia de otras artes, en las que el virtuosismo es la materia prima, el circo no intenta ocultar el peligro o el esfuerzo que implica: de hecho, eso es en gran parte el gancho para el espectador. La emoción que produce se explica por una especie de empatía kinestésica, una conexión con el cuerpo del acróbata (y con lo que puede estar sintiendo al saltar cuatro metros por el aire o al tocar sus nalgas con la nuca), que sólo funciona si creemos en el riesgo que asume.

La ínfima probabilidad de que esta vez el truco falle es incorporada a la performance como un juego escénico, y el peligro es calibrado espectacularmente, mostrándonos las pruebas con y sin seguridad, haciendo del despliegue de redes de contención escenas en sí mismas. También hay personajes que se dedican a mirar desde el escenario lo que hacen sus colegas, como dándoles ánimo o preparándose para atajarlos. Entre los espectadores, con el pasar de los números vamos entrando en confianza, y la sorpresa inicial va cobrando diferentes colores e intensidades, como si en un momento nos empezáramos a saturar de sorpresa. Nos miramos entre nosotros intentando anticipar lo evidente y con expresiones de “No... no puede ser que vaya a hacer eso”. Pero sí, sabemos que su rol es hacer lo imposible en situaciones que de por sí parecen imposibles, aumentando la apuesta de destreza por encima de nuestra capacidad de preverla. Los cuerpos que vemos están cerca de la ciencia ficción, sólo que sin trucos, cortes de edición o dobles. La maravilla está en lo que pueden, y la ficción radica en que dudemos de su realidad, por lo lejos que están de las posibilidades de nuestros cuerpos “normales”.

De la inocencia a la imaginación expansiva

Mediante el trabajo de clown y de personaje, el espectáculo entabla una fuerte interacción con el público desde el inicio. Mientras la gente ingresa a la carpa, los personajes recorren la platea, invitando a personas al escenario con diferentes excusas, hasta que una alarma se dispara repitiendo: “Por favor salga del escenario”. Esa ruptura de la barrera entre el lugar del público y el de los performers democratiza en cierta forma el espacio y hace tangible, incluso para quienes nunca abandonamos la butaca, el suelo donde sucederán el circo y la magia.

Tras la introducción con clima de feria, la participación del público llegará en dos momentos, y es dudosa la espontaneidad al ver la soltura y habilidad con que los “voluntarios” se desempeñan. Sus cuerpos nos hacen intuir que hay información dancística en ellos, y esa visibilidad del truco hace que se pierda un poco su encanto. En el circo la interacción es un plano más para el desarrollo de la obra, y por eso son importantes no sólo los momentos en que los artistas se dirigen a los espectadores, sino también la constante intervención del aplauso, que desde la platea va pautando los tiempos del show. Las risas y los “¡Ohhh!” son sonidos protagonistas junto a una propuesta musical creada para la obra, con influencias de la música india y el pop, interpretada por una banda en vivo que cuenta con una cantante de la primera y otra de soul.

En su homenaje al circo tradicional, Koozå pone en escena casi todos sus números típicos de acrobacia y los gags clásicos del clown, aunque también el humor conecta actos y personajes, como cuando se anuncia que habrá magia pero se presenta una caricatura de ésta, cuando el príncipe que aparece bajo la sábana para conquistar a la dama se equivoca y se quiere levantar a uno de los payasos del rey, cuando un policía se vuelve objeto de bromas con la complicidad irreverente de los clowns/ladrones, o cuando una tapa se levanta del piso y sale un perro antropomórfico, aportando absurdo al dramatismo del riesgo escénico.

El modesto escenario inicial, que deja al descubierto parte de la ingeniería del dispositivo escenográfico, le da a una esperanzas de que el virtuosismo vendrá por vías más humanas que mecánicas, pero se metamorfosea de repente en un paisaje de cielos y vegetación desde donde sale una especie de torre-nave inspirada en el Bataclan de París, sin menciones a los hechos ocurridos allí en noviembre (y, de hecho, sin alusión explícita a esa inspiración, ahora rodeada de un sabor trágico). El Bataclan fue construido en 1864 inspirándose en una pagoda china, y Koozå guarda restos de esa estética que mezcla lo asiático con lo europeo y la alta cultura occidental con el vodevil; lo burlesco, el ballet, la cultura hindú, los ómnibus paquistaníes y la joyería india, las pinturas de Gustav Klimt, el entretenimiento pop y otros elementos, en un eclecticismo a la vez extremo y armónico.

Koozå es protagonizada por el personaje de un grotesco niño inocente (con piyama y una cometa en la mano), ante quien aparece, por obra de una especie de embaucador o mago, un mundo de fantasía. Eso enmarca la ficción, haciendo que lo que sucede no necesite responder a la lógica, y aceptamos sin necesidad de narrativa la arbitraria sucesión de hechos y actos inverosímiles. En su viaje por ese mundo, el niño-adulto se encuentra con otros personajes, como el Rey, el embaucador, dos clowns sirvientes del Rey y un perro.

Vemos payasos, equilibristas en las alturas de la cuerda floja que sostienen con estabilidad precaria todo tipo de elementos hasta el absurdo, un solo de trapecio protagonizado por una bellísima artista-bailarina, un monociclista capaz de balancearse mientras manipula a su partenaire, tres contorsionistas que, según dicen, son de Mongolia, catapultados con zancos que, tras volar por el aire como escarbadientes gigantes y descontrolados, caen de pie de modo inverosímil, calaveras dark y con plumas, una rueda de la muerte donde dos hombres-ardilla-astronautas giran y giran sin parar por dentro y por fuera, como si en cualquier momento fueran a desplegar alas y volar en vez de caer al piso, chistes pícaros y sensualidad, hulahulas tan veloces que reconfiguran la imagen del cuerpo o nuestra percepción de ella, equilibrismo sobre una altísima torre de sillas, luchadores mexicanos cruza con indios y egipcios, y el gitanismo del circo latiendo en la bóveda de la gigante carpa.

Hay obras que son más propicias para traducir y reseñar. En ésta, el asombro y la técnica se encuentran de tal forma que relatar qué sucede no basta, porque no da cuenta de las sensaciones que despierta en quien lo ve. ¿Y después del asombro?