La queja es entendible: en medio de las angustias cotidianas de la gente, de los dramas de la violencia y de las señales preocupantes en materia del manejo de los fondos públicos, ¿quién tiene tiempo para perder con la instalación de una estatua de cuatro metros? Si el espacio público de nuestra capital está deteriorado, abandonado, vandalizado e invadido por cualquiera que quiera imponer sus mensajes, ¿qué le hace una virgen más al tigre?
La gran mayoría se encogerá de hombros y mirará con indiferencia un debate inútil. En auxilio de los indiferentes vendrán los que predican que estas discusiones son anacrónicas en estos nuevos tiempos de tolerancia, diversidad y sublime espiritualidad. Ellos recordarán la polémica de 1906 entre José Enrique Rodó y Pedro Díaz sobre el retiro de los crucifijos de los hospitales públicos, y alegarán que la disputa está saldada a favor del respeto por todos los símbolos que encarnan los legados inmortales de la humanidad. Los indiferentes ya tienen a quién dejar su alma.
La solicitud de la iglesia católica para instalar una estatua de la Virgen María en la rambla del Buceo, que contó con la aprobación del ejecutivo de la Intendencia de Montevideo (IM) y que ahora se halla en la Junta Departamental, puede parecer un asunto secundario. Y lo es, dado el contexto de época y los temas que colonizan a la opinión pública. Sin embargo, precisamente en su dimensión se encierra algo decisivo.
Por estos días, una concejala del Ayuntamiento de Madrid está siendo sometida a un juicio penal por haber participado en una protesta en 2011 contra la presencia de una capilla en plena Facultad de Psicología de la Universidad Complutense. Se la acusa del delito de intolerancia religiosa, y la triple alianza del poder penal, la cruz y la opinión pública no pararán hasta hacer dimitir a la joven dirigente de Podemos.
Este escenario parece inimaginable en nuestro país, gracias a un proceso de secularización que ha moldeado nuestra cultura política.
En un reciente y extraordinario estudio sobre Uruguay, Amparo Menéndez-Carrión ha descrito con precisión lo que ella denomina el capital de la polis, y allí aparece la laicidad como un principio activo, una resistencia, un límite de demarcación y un espacio de posibilidad para una auténtica convivencia entre extraños.
Si el gobierno departamental autoriza la instalación de un monumento a la virgen, ¿se estaría violando el principio de laicidad? Si la solicitud de la iglesia católica recibiera una respuesta negativa, ¿se habría instalado con eso un clima de intolerancia religiosa?
La primera pregunta podría responderse de la siguiente manera: no necesariamente, pero habilitaría solicitudes similares que erosionarían la capacidad de resistencia de un espacio público pensado fuera de intereses y visiones particulares. Cabe aquí plantear una duda: ¿por qué la iglesia católica se embarca en esta ofensiva? ¿Cuáles son las razones de fondo para que una institución que tiene un templo en cada barrio, cruces en los cerros y en las principales esquinas de la ciudad, vírgenes escondidas por todos lados, nombres y referencias de distinto tipo, quiera dar un paso más y jugar con los límites de la pluralidad? El argumento que se ha esgrimido parece un mero capricho que nace del narcisismo de las diferencias: en la rambla de Montevideo están todos -judíos, budistas, coreanos y diosas del mar- menos nosotros.
La segunda pregunta obtiene una respuesta igualmente clara.
Nadie en su sano juicio debería pensar que una negativa entrañaría un odio al catolicismo, un resurgir del jacobinismo -tan temido por conservadores y neoliberales- y un desconocimiento del hecho religioso en los tiempos que corren.
Aquí también surgen dudas: ¿por qué la IM otorgó el visto bueno sin consultas ni discusiones? Quizá para darles el gusto a las creencias de algunos y para sacarse un problema de encima, ya que si hubo autorización para unos debería haberla para los otros.
Si las razones fueron éstas, más que tolerancia y espíritu de apertura lo que se estaría demostrando es debilidad y falta de convicciones. Haber dejado en suspenso la iniciativa hubiera sido una gran oportunidad para instalar un debate sobre los límites de la laicidad en el espacio público y plantear iniciativas de relocalización dentro de una estrategia de ciudad que no puede ceder todo el tiempo ante las presiones de intereses corporativos. Y, nos guste o no, la iglesia católica es un interés corporativo.
En estos cruces de opiniones, es posible identificar dos líneas argumentales. La primera es la perspectiva liberal clásica. Tal como señala la Constitución, el Estado no sostiene religión alguna, no interfiere con la libertad de nadie y garantiza la de todos. Desde la más absoluta neutralidad -algunos creen que lo mejor para el Estado en materia de religión es la solución abstencionista-, las cuestiones religiosas deben quedar confinadas al estricto ámbito privado. En el transcurso del tiempo, esta mirada ha sido decisiva para amparar políticamente un proceso de secularización y tener noción de riesgo cuando los límites entre lo político y lo religioso se vuelven difusos.
Desde esta posición se ha criticado, por ejemplo, al futuro presidente de la Cámara de Diputados, el nacionalista Gerardo Amarilla, quien estaría dispuesto a caer en la desobediencia civil si la Constitución y las leyes violentaran la palabra de Dios. Desde ese enfoque también pueden obtenerse argumentos suficientes para interpelar la presente solicitud de la iglesia católica.
El enfoque liberal clásico tiene la virtud de reafirmar la relevancia de lo público, pero quizá no nos aporte los insumos necesarios para comprender sus transformaciones contemporáneas. Y tampoco nos ayuda para enfrentar una segunda línea argumental que podríamos denominar neoliberal. A fuerza de ser revisada -y adaptada a los nuevos tiempos-, la laicidad se convierte en lo contrario: como el hecho religioso es bueno para los individuos, la laicidad consiste en mostrar todos los caminos y poner a disposición de las personas todos los elementos para elegir lo que prefiera. El Estado debe hacer cumplir un conjunto básico de reglas de respeto y tolerancia, al tiempo que lo público desaparece en medio de un mar de preferencias, opciones y decisiones individuales. Las creencias religiosas ya no quedan confinadas al ámbito privado y se expanden por el imaginario social y el espacio público -sin pagar aranceles- para dar satisfacción a las necesidades del nuevo soberano: el individuo.
Pero el hecho religioso ofrece otras complejidades. Émile Durkheim señalaba que lo propio de las creencias religiosas consistía en la radical separación de lo sagrado de lo profano. Lo sagrado se transforma así en objeto de organización e institucionalización (creencias y ritos), y, por lo tanto, no puede comprenderse fuera de las pretensiones de poder.
Las religiones han sido siempre empresas para incidir sobre los otros, capturar conciencias y establecer normas de conducta. Colonización, violencia, disciplinamiento, intolerancia, etcétera, han sido -y son- rasgos que deben ser situados dentro de cualquier interpretación. Las religiones también nos han legado el miedo, la culpa, el temor a disentir y a no pensar lo correcto, en fin, el pensamiento amordazado.
Del mismo modo, las religiones son sistemas morales. Max Weber estudió cómo la ética protestante -en tanto sistema de ideas- habilitó la emergencia del capitalismo tal como lo conocemos en Occidente.
Los vínculos entre el cristianismo y la moral contemporánea son indisociables, y eso fue lo que Rodó reivindicó hace más de un siglo en su polémica sobre el retiro de los crucifijos de los hospitales públicos. Por lo tanto, es verdad que la laicidad no puede ser entendida como la negación de lo religioso. De hecho, el proceso secularizador ha transformado radicalmente a las religiones, y en buena medida hay que admitir que muchas éticas sociales que amparan la equidad, la solidaridad y la emancipación tienen un origen religioso. La propia política no podría entenderse sin este impulso.
En los primeros años del siglo XX, el mismo Weber advirtió que el capitalismo ya no necesitaba de la religión para sostenerse. Es probable que esta idea no se aplique a los tiempos actuales del capitalismo neoliberal. Los procesos de desregulación y privatización han multiplicado las demandas de certeza y seguridad. El abandono de un proyecto igualitarista y plural de espacio público -tal como sostiene Amparo Menéndez- ha promovido la expansión de ilusiones comunitarias bajo el signo del control, la vigilancia y la sospecha. La precariedad social y existencial ha encontrado en la trascendencia un remedio eficaz. Los Estados impotentes ante el poder del capital terciarizan servicios y buscan ayuda en organizaciones de distinta índole (incluidas las religiosas) para poder lidiar con lo social.
“Cooperación”, “diálogo”, “horizontalidad” y “tolerancia” son vocablos que nos tranquilizan y hacen menos gravosos los sentimientos de desorientación de la política.
¿Cómo no desorientarse cuando las pretensiones homogeneizantes de las religiones son reivindicadas en sus derechos bajo el argumento de las nuevas formas de tolerancia? Alguien señaló alguna vez que el respeto a la diferencia no nace de la mera diferencia, sino de comprender con exactitud qué se es y qué se hace. Pues bien, en estos tiempos de desprecio, humillación, alienación, negación de la igualdad, explotación y sufrimiento, tal vez las religiones sean formidables mecanismos -no los únicos, claro- para ahogar los profundos sentimientos de “injusticia” y dejarlos en la esfera de la resignada latencia.
La laicidad como una negación dogmática de la religión es tan inviable como sus variantes que la desdibujan en constelaciones de creencias indiferenciadas. Lo público nunca es neutro, y los símbolos siempre juegan un papel fundamental. Una perspectiva orientada por la pluralidad y el igualitarismo -tal como Amparo Menéndez identifica en el proceso uruguayo- implica una lucha denodada contra el conservadurismo (“vuelta a las raíces”) y el exclusivismo (“ellos son una amenaza para nosotros”).
El proyecto secular nos sigue diciendo que la igualdad es un principio irrenunciable y que las relaciones sociales son siempre construcciones humanas. En este contexto, la fuerza pedagógica de un proyecto de izquierda debe encontrar motivos en argumentos culturales y convicciones normativas. Las luchas de estos últimos años por el reconocimiento deben mantener sus orientaciones de destino tanto como los empeños en materia de redistribución.
Habilitar la instalación de un monumento a la Virgen María en plena rambla de Montevideo no contribuye al sentido de lo público e impide una deliberación crítica sobre los contenidos culturales de nuestra peripecia colectiva.