María Eugenia de la Cruz pasó hambre en Lima y se juró no pasarla nunca más. Desde su juramento interno junta plata. Juntó peso a peso para convertirlo en sol a sol y comprar primero el terreno y luego armar una casa donde pensaba vivir, que ahora habita su hermana mayor. Le faltaba hacer el techo cuando llegó a Uruguay; por eso vino, porque tenía que techar la casa. Una señora le había propuesto ir a Estados Unidos, pero le daba miedo salir de Lima.

La matemática se impuso. Después de hacer cuentas, calculadora en mano, y con una propuesta de ganar 450 dólares en Montevideo, comprobó que le daba para hacer el techo. Podía terminar la casa, su casa, y hasta se podía dar el lujo de ahorrar. Pensaba volver al año a Lima, pero el embajador siguió en funciones en Montevideo. La cosa fue tan bien que hasta compró un auto, el primero de la familia, que también usa su hermana.

De la Cruz trabajó 16 años con diplomáticos venezolanos. Primero en su natal Lima, luego en su heredada Montevideo. Tiene 44, empezó la fajina a los 14, cuando la rebeldía adolescente la empujó de su casa paterna en el populoso barrio de Pamplona Alta. Para mantenerse, consiguió un trabajo con cama mientras estudiaba en la secundaria. Cuando concluyó siguió estudiando para secretaria; también aprendió corte y confección. Se decidió a trabajar como doméstica porque la paga en la maquila como detrás de un escritorio era muy poca. Como secretaria trabajó casi un año gratis. Entonces volvió a probar con las tareas domésticas con cama, en Las Casuarinas, un barrio cerrado hipervigilado de Lima. “Ahí no hay bodegas”, dice María Eugenia, o sea, almacenes. Habla con una cadencia uruguaya, hay que afinar el oído para descifrar al Perú de su lengua.

Cuando llegó a la primera casa donde trabajó, con sus escasos 14 años, pensó que había cometido un error, que no era tan grave vivir con sus padres. Su hermana mayor le decía que dejara el trabajo. Pero ella se deslumbró con la casa nueva y sus comodidades. La familia para la que trabajaba le permitió continuar con la secundaria. Siempre y cuando volviera con tiempo para preparar la cena y se levantara lo suficientemente temprano para empezar antes las tareas y dejar todo pronto. Arregló, se quedó. Al poco tiempo ayudaba económicamente a la familia para que sus hermanas más chicas fueran a la escuela. El único que trabajaba era su padre y el dinero siempre faltaba. Su hermana mayor estaba casada, fuera de juego, viviendo con su marido que cierto día enfermó. Entonces tuvo que asumir los costos de la mala salud sin faena, necesitó un trabajo.

Por entonces, María Eugenia trabajaba con diplomáticos alemanes, ganaba “un muy buen sueldo”. Les explicó que su hermana necesitaba el trabajo más que ella, que ella podía conseguir otro, les pidió que le dieran las tareas a su hermana, y los alemanes aceptaron. Al mismo tiempo, le consiguieron trabajo con los diplomáticos venezolanos.

Se tenía que levantar muy temprano para que las arepas estuvieran en su punto cuando el señor amaneciera. Las arepas deben reposar un rato. María Eugenia no. Se daba un duchazo de agua fría antes de preparar el café, la ensalada, la palta y los jugos en modo automático. Los sábados comían postas de pescado fritas con perico, unos huevos revueltos con verduras.

En Perú se enfermó de los pulmones. Gastaba buena parte de sus ingresos en pagar estudios clínicos y doctores. Sintió que trabajaba y vivía para los médicos y sus artes ocultas. Se dijo basta. Les pidió a sus patrones que la pusieran en la seguridad social. Ellos accedieron después de vacilar, mientras la bronquitis se agravaba. Desde entonces hace sus aportes.

María Eugenia no extrañó Perú cuando llegó al Aeropuerto de Carrasco, tampoco ahora. Llegó a Uruguay con la pareja de venezolanos que le daban un dinero extra para que ella siguiera haciendo sus aportes en Perú, “porque acá no podían”. Le pagaban bien y aprovechaba para mirar la telenovela de la noche y la del mediodía, después de que terminaba con la rutina.

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Otras domésticas con cama o retiro no corrieron o no corren con la misma suerte. Este asunto de ser doméstica y trabajar con diplomáticos es a suerte y verdad. Cuando llegó a Uruguay, en 2003, los venezolanos le hicieron una liquidación importante, tanto que todavía abre los ojos como si nunca hubiera visto esa cantidad de dinero junta.

Le sacaron un “carnet” diplomático, no tenía cédula ni documentación uruguaya, tampoco le hicieron aportes en Uruguay. No reclamó. Los estaba haciendo en Perú.

María Eugenia se afincó en Uruguay, se enamoró y está viviendo con un uruguayo, en Cordón. Así que fue al BPS para ver si había alguna manera de que le reconocieran sus años trabajados en Lima. No existe esa posibilidad, al menos no es tan fácil. Tiene que trabajar casi desde cero para jubilarse. “Me perjudicó no haber aportado”, confiesa ahora.

Trabaja y trabajó en “negro” en casas particulares desde que se terminó el trabajo con los diplomáticos. Es una freelance de la limpieza. Le gusta el freelanceo. “En cada casa entrás a un mundo distinto, cada persona es distinta”. Trabajó con cuatro familias diferentes que llegaron de Finlandia cuando la construcción de Botnia. Ahora aguanta el malhumor de familias y hogares unipersonales del Centro, Carrasco, Buceo, Pocitos, Punta Carretas y Punta Gorda.

Limpia la casa de una familia uruguaya, otra francesa-argentina y una brasileña. A los uruguayos los ve poco. Como mucho dos veces por semana. Su trato es con la mujer que trabaja con cama en esa casa. Al señor de la casa lo conoció al cuarto mes. La señora también trabaja mucho y con ella tiene un trato correcto, “buenos días”, “buenas tardes”, “cómo está”, y el pago una vez por mes. Los adolescentes que están más en casa a veces están cruzados. Cuando pierde Peñarol patean todo, así que por estos días no habrá quedado mueble sano en Carrasco. La adolescente se encierra en el cuarto y el joven es más relajado, canta. “Trato de llevarlo como parte del trabajo. Si no tengo que salir a buscar otro”.

Hace cinco años que está aportando como trabajadora independiente. Cuando un cliente le aporta ella deja todo para ir. No importa si llueve, hay paro de ómnibus, caen pingüinos o invaden las chicharras. “Yo les digo: si no me aportás, cuando no me pinte venir no vengo y chau. A una sola que es uruguaya no le tuve que pedir aportes, pero a los otros casi les tuve que suplicar”. Con los extranjeros siempre le cuesta más la gestión.

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Marta Petkovich es cocinera. Desde 1997 hasta 2012 preparó cócteles, aperitivos, sirvió cenas en silencio y lavó unas cuantas veces el colchón orinado por los niños grandes del diplomático egipcio. Sus contratantes no hacían los aportes patronales al BPS. Se escudaban en el silencio, entre valijas diplomáticas y ese cuento que por repetido mil veces parece verdad: que una embajada y por extensión las casas particulares del cuerpo diplomático son territorio de ese país. Allí el derecho laboral es gris, tirando más a oscuro en aquellos oficios imprescindibles para el orden.

Aunque probablemente en Egipto existan leyes laborales, nadie se tomaría el tiempo de ver cuál es la legislación, nadie se tomaría la molestia de contradecir a un dignatario extranjero.

En 2012, Petkovich le pidió al embajador árabe que hiciera los aportes que nunca había hecho. Tuvo una negativa. Deambuló por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, también por el BPS y hasta llegó a la Comisión de Legislación del Trabajo de la Cámara de Representantes y la Suprema Corte de Justicia, además de otras organizaciones. Diputados de todos los partidos políticos dijeron por entonces que la situación de la trabajadora era inadmisible, que debían hacer algo.

Aquel 2012 se transformó en el tren fantasma para Petkovich. La sacaron de la cocina y la pusieron a limpiar. La hacían entrar a las seis y media de la mañana. La esposa del diplomático la trataba con desprecio. Trabajó dos semanas de corrido, hasta 15 horas diarias. Nunca percibió horas extras.

Ana María es hermana de Marta, empezó a trabajar en la embajada en el mismo año y se fue con ella en la misma fecha. Poco antes de que uno de los embajadores se fuera tuvo que llamar a la seccional Nº 14 de Policía. El diplomático, una semana antes de irse, le puso un cuchillo en el cuello y la acosó sexualmente. Pero en la comisaría le dijeron que no podían hacer nada porque el tipo era diplomático.

El embajador se fue del país y ella siguió trabajando. Cuando la embajada recibió la notificación del BPS por los aportes que nunca había hecho, la hicieron firmar un papel que no le dejaron leer. Ese mismo día la llamó por teléfono un abogado que la despidió. Por supuesto que no le pagaron nada.

El chofer de la Embajada de Egipto falleció a finales de 2012. Trabajó 25 años de los 76 que vivió en la delegación diplomática. En sus ratos libres hacía changas. Falleció de un cáncer. Trabajó hasta el último mes antes de morir. En enero la delegación de Egipto le llevó a su mujer el último sueldo que el hombre no había cobrado. Ese fue todo el capital con el que pudo contar la viuda. Porque como nunca aportó, la señora no tiene pensión. Los Estados quedan, las personas pasan.

Esos hechos fueron denunciados ante el Parlamento. El diputado Martín Tierno (MPP), que participó en la comisión, recuerda que “lo dificultoso” es que no “pudimos hacer venir al embajador a dar explicaciones. Entonces quedó ahí, con la denuncia de ellas. Desde el Ministerio de Relaciones Exteriores vino gente de cancillería y nos comentó que también para ellos era dificultoso. Más de eso no pudimos avanzar”.

Ni siquiera los que deben modificar las leyes han podido con este tema. Tal vez algún embajador pueda restituir los derechos que las embajadas les quitan a ciertos empleados y, sobre todo, a las empleadas.