¿Privatización de la generación eléctrica?
El proceso de cambio de la matriz eléctrica ha sido una de las políticas estrella del gobierno. Energía limpia, renovable, autoabastecimiento energético, primeros lugares en rankings mundiales. “Donde Uruguay lidera, el resto del mundo lucha por seguirle el ritmo”, “La revolución renovable uruguaya”, “Uruguay, a un paso de ser el primer país sustentable” han sido titulares de reconocidos medios internacionales que destacan el cambio en la matriz eléctrica uruguaya, ponderando sus virtudes.
Sin embargo, este aplaudido proceso debería permitirnos algunos aprendizajes. Hay quienes aseguran que durante los últimos diez años hemos asistido a un proceso de privatización de la generación eléctrica. Otros, por su parte, contraponen que no cabe la palabra “privatización”, ya que los actores privados han crecido en la incorporación de potencia nueva (nada público se ha vendido), que se ha realizado con una fuerte presencia del Estado como regulador y que el principal generador sigue siendo UTE. Más allá de si el mote “privatización” es apropiado para describir el proceso de los últimos tiempos, resulta interesante indagar sobre las razones que explican por qué hace una década la generación eléctrica era exclusivamente de UTE y ahora, luego de diez años de gobierno frenteamplista, casi un cuarto de la energía consumida en 2015 surgió de generadores privados, con perspectiva creciente para el futuro.
Algunos sostienen que este fenómeno es consistente con la visión económica que tiene el presidente de UTE, Gonzalo Casaravilla, quien plantea que “el mundo está cambiando hacia un nuevo paradigma en el que no importa tanto quién es el dueño de los fierros, sino qué es lo que se hace con ellos, quién los gestiona, quiénes reciben y cómo se distribuyen los beneficios que estos generan.” Quienes sostienen esta hipótesis plantean que si este es el “nuevo paradigma”, en el que la propiedad de los medios de producción ya no importa, entonces el desarrollo de la propiedad privada en el sector eléctrico no debería resultar una sorpresa.
Sin embargo, y a riesgo de ser acusado de ingenuo, no creo que ninguna de estas hipótesis sea el factor explicativo principal del proceso al que hemos asistido este último tiempo. Hay un elemento que en general no es considerado y que, a pesar de ser menos ideológico y sonar mucho más aburrido, es, a mi entender, fundamental: la relación contable entre inversión pública y déficit fiscal.
Inversión pública y déficit fiscal
La contabilidad nacional registra con criterio caja el déficit fiscal. Esto implica que las inversiones públicas son consideradas en su totalidad el año que se ejecutan, de la misma forma que se contabiliza un gasto. Si, por ejemplo, UTE construye un parque eólico de 100 millones de dólares, entonces habrá 100 millones de dólares ese año que se contabilizarán para el déficit fiscal. Sin embargo, si la inversión la realiza un privado, o la realiza UTE por intermedio de una modalidad alternativa (leasing, fideicomiso, sociedad anónima, participación público-privada), entonces no aparece en el déficit fiscal, o aparece una pequeña parte ese año. De aquí que muchas veces se opte, para no aumentar el déficit fiscal pero poder realizar inversiones, por soluciones que no pasan por la inversión pública tradicional.
Se podrá decir que, aunque dicho criterio contable fuera modificado, aunque la inversión de la empresa pública en el déficit fiscal se distribuyera a lo largo de su vida útil (como se contabiliza en una empresa privada) y no enteramente el año que se ejecuta, igual UTE no podría haber afrontado la enorme cantidad de recursos asociados al desarrollo eólico, o que asumirla habría implicado un endeudamiento excesivo de la empresa. Esta afirmación parece ser razonable; sin embargo, en el caso de la opción por el desarrollo eólico privado de estos últimos años, no aplica. En términos esquemáticos, el desarrollo eólico privado en Uruguay se sustenta en contratos a largo plazo de venta de energía con UTE, que garantizan un flujo de pagos razonable y seguro como para que un banco le preste dinero al emprendedor privado. Estos contratos de largo plazo son, en esencia, pasivos de UTE, que comenzaron a aparecer como notas de los estados contables en 2009, y en la actualidad aparecen como “Pasivos por concesión de servicios”, por un monto importante (unos 1.000 millones de dólares) y con una perspectiva de tendencia creciente. El desarrollo eólico privado no sólo no ha evitado el endeudamiento de la empresa pública, sino que lo ha incrementado sustancialmente, con la única diferencia de que los pasivos, en lugar de ser con entidades financieras, son con los generadores privados.
El gobierno ha planteado un plan de inversión en infraestructura de 12.000 millones de dólares para el quinquenio. En el sector energético en particular, se plantea una inversión de 4.230 millones de dólares, de los cuales 40% será vía inversión tradicional y 60% vía modalidades alternativas. Vale la pena preguntarnos si esta división surge de criterios económicos, y qué tanto está influenciada por el criterio contable y su impacto en el déficit fiscal. Por poner un ejemplo, ¿la decisión de realizar la línea de transmisión de alta tensión Tacuarembó-Melo mediante la modalidad alternativa de leasing operativo -con la que se configura, por primera vez en la historia de Uruguay, una línea de transmisión que no será propiedad de UTE- es producto de un análisis económico que pondera las supuestas virtudes que tendría alquilar esta línea en lugar de comprarla? ¿O es una opción escogida porque permite que dicha inversión no impacte en las cuentas públicas? Vale aclarar nuevamente que, más allá de cómo ingrese en la contabilización del déficit fiscal, la inversión generará una deuda que estará a cargo de UTE, bajo cualquier modalidad.
De esta forma, la contabilidad nos ha jugado -y nos sigue jugando- dos malas pasadas. Por un lado, la forma de contabilizar la inversión pública en el déficit fiscal provoca un sesgo a favor de la inversión privada; por otro lado, el endeudamiento de la inversión privada termina impactando directamente en los pasivos de UTE.
La identificación de este problema contable no es una novedad. Se encuentra presente en documentos de grandes entidades como el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el Banco Mundial (BM) o el Banco Interamericano de Desarrollo publicados en la última década. En Uruguay se pueden encontrar menciones a este problema contable en intervenciones de importantes figuras del gobierno, como por ejemplo el director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, Álvaro García, en el Seminario sobre Regulación de Empresas Públicas en América Latina en enero de 2015, o el ex ministro de Economía Fernando Lorenzo en la Comisión Investigadora de ANCAP en octubre de 2015 (vale aclarar antes de continuar -porque el tema contamina cualquier discusión de estos asuntos- que este análisis no tiene nada que ver con las pérdidas y la capitalización de ANCAP, que tienen explicaciones que corren por carriles diferentes).
Posibles soluciones
Las soluciones tampoco son novedosas, ni histórica ni geográficamente. Durante la primera mitad del siglo XX, la práctica contable en el mundo y en Uruguay era la de contabilizar de forma diferente gastos e inversiones: los primeros debían cubrirse con ingresos corrientes; los segundos, con deuda. A este criterio se lo conocía como “la regla dorada”.
En los últimos tiempos, en Chile las estadísticas fiscales cubren el gobierno general, y no se consolidan los saldos con las empresas públicas; la práctica de México excluye del cálculo del déficit tradicional a los proyectos de inversión de petróleo y energía, por intermedio de los Pidiregas (Proyectos de Impacto Diferido en el Registro del Gasto). En Europa existen experiencias de metas fiscales asociadas a la “regla dorada”: Alemania utiliza desde 1969 este tipo de regla, en el que se excluye de la meta fiscal a la inversión pública; el código de estabilidad fiscal de Reino Unido desde 1998 plantea un criterio similar. También hay experiencias de excluir la inversión pública de las reglas fiscales en Brasil, Ecuador, Hong Kong y Japón. Adicionalmente, la aplicación completa de los principios de contabilidad pública del manual de FMI de 2001 permitiría solucionar este problema.
Esta relación contable es realmente problemática, particularmente en una coyuntura de menores tasas de crecimiento y alto déficit fiscal, y sobre todo en un país como Uruguay. Como plantea el economista Gabriel Oddone, “no podemos seguir estando en un régimen en el que las inversiones de las empresas públicas, en el consolidado de la contabilidad del sector público no financiero, son un gasto. Esto es una locura. Restringe las inversiones de las empresas, afecta el desarrollo de la infraestructura en un país -como lo ha señalado el BM- en donde este desarrollo está en manos de las empresas públicas. Este no es un país en donde el desarrollo de infraestructura esté en manos de un sector privado muy dinámico; la provisión de infraestructura está, y va a estar por mucho tiempo, en manos de las empresas públicas. Tener un sistema de contabilidad que no favorece a transparentar cuándo una inversión pública es una compra de un activo, y por lo tanto no debe ser consolidado en el ajuste global del sector público no financiero como una erogación de caja, es un tema crucial.”
Tratar desde una perspectiva contable de igual forma al gasto y a la inversión en el déficit fiscal no es un axioma inviolable, no vino escrito en las tablas de piedra que Dios le dio a Moisés; es un criterio técnico que se maneja actualmente y, como tal, existe la posibilidad de discutirlo. Cambiar el criterio contable no implicará que toda la inversión pase a ser pública; no es el objetivo, ni sería recomendable. Lo que sí nos permitirá es -si se me permite la expresión- “descontaminar contablemente” la discusión sobre decisiones de inversión, y utilizar los diferentes instrumentos de acuerdo a las necesidades de cada proyecto. Inversión pública tradicional, inversión pública por modalidades alternativas, participación público-privada e inversión privada deberían ser alternativas de un menú de opciones que tenga como ejes de evaluación criterios económicos y políticos, no contables.
Debe reconocerse que la actual forma de contabilizar la inversión pública en el déficit fiscal tendría la supuesta virtud de operar como una restricción a esta y, desde una visión de prudencia fiscal, puede plantearse el temor a que su modificación conduzca a un escenario de mayor dilapidación de recursos. Sin embargo, lo que sucede en la actualidad no es que el criterio contable restrinja las inversiones, sino que en realidad las desvía hacia otras modalidades, en muchos casos más caras y con menores controles. El cambio en la forma de registro de la inversión pública en el déficit fiscal no debe concebirse como una liberación de las restricciones a la inversión pública, sino como un cambio conceptual de cuál debe ser la correcta restricción. Las inversiones operan en el largo plazo, por lo que no tiene sentido asignarles una restricción de corto plazo (el déficit fiscal), sino una de largo plazo (por ejemplo, la deuda). El cambio de restricción debe, sin dudas, acompañarse por controles que aseguren inversiones de alta calidad y justificada rentabilidad. Medidas como la creación y el fortalecimiento del Sistema Nacional de Inversión Pública, o el avance en las áreas de control del endeudamiento de las empresas públicas que comenzó con la Rendición de Cuentas de 2010 y fue mejorándose en años sucesivos, son avances acertados, que complementan la propuesta y fortalecen la gestión eficiente de la inversión pública.
El tema, sin dudas, no suena épico; difícilmente se convoque una marcha para el cambio de la contabilidad pública. Sin embargo, el futuro de la generación, transmisión y distribución del sector eléctrico, así como el desarrollo de infraestructura en el país, tiene una importante relación con esta definición. La inversión privada o mediante esquemas alternativos no es mala ni buena per se, pero puede ser un camino muy peligroso y caro si tiene como única justificación eludir una definición contable. Esta definición no es una verdad revelada, sino una regla que es necesario discutir; el objetivo debería ser que las decisiones de inversión se asienten en fundamentos económicos y políticos, y no continuar asistiendo pasivamente a la penosa victoria de la contabilidad sobre la economía.
Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y personas.