El comandante en jefe del Ejército, Guido Manini Ríos, anunció ayer que la institución que integra tiene una idea para aportar al diálogo social convocado por Tabaré Vázquez (ver “Ma ni-ni”). Todavía no la presentaron porque no les tocó el turno de ir a conversar, pero el comandante ya adelantó que se trata, ni más ni menos, de un plan que podría resolver la desagradable situación de los jóvenes que ni estudian ni trabajan, los ni-ni, esos chicos que constituyen el desvelo de las autoridades de los más diversos ámbitos y que apenas existen en su negatividad o en su ausencia, es decir, allí donde faltan. Manini dice que ellos podrían darles “a los ciudadanos que hoy por hoy no tienen en el horizonte una vía de salida a su situación, que no están trabajando ni están estudiando y que tienen cerradas las vías para transitar en la vida” la oportunidad de ser incluidos en las unidades militares para “darles en ellas educación cívica, prepararlos en valores, darles cierta disciplina, darles normas de higiene, primeros auxilios, enseñarles oficios [...]”. Darles, en suma, “la posibilidad de poder transitar por la vida con ciertas herramientas que hoy, en su estado de marginalización, no tienen”.

No deja de ser conmovedora la convicción con la que el comandante en jefe del Ejército asume que todos los jóvenes que no estudian ni trabajan son personas poco aseadas, carentes de disciplina y de valores, marginales y sin rumbo. Personas que podrían cambiar su lamentable circunstancia si se les inculcaran saludables hábitos higiénicos, rutinas estrictas y habilidades con las que ganarse la vida honradamente. Claro que no es todo tan sencillo: para que el Ejército pueda hacerse cargo de semejante tarea redentora hace falta un marco legal apropiado y, sobre todo, un presupuesto que permita llevarla adelante. El comandante cree, además, que sería bueno que los jóvenes que formen parte del proyecto cobren algún incentivo; un viático equivalente a la mitad de lo que gana un soldado. Poco dinero, en realidad, pero valioso desde el punto de vista simbólico, y útil para que el joven en proceso de recuperación saboree el orgullo de contar con dinero ganado en forma honesta.

La idea de que los descarriados pueden enderezarse a fuerza de trabajo y disciplina no es nueva, por cierto. La historia está llena de momentos en los que se consideró apropiado que los díscolos ingresaran a la milicia, y los ejércitos -en especial los destinados a servir fuera de fronteras- muchas veces reservaron un lugar para los que tenían cuentas pendientes con la Justicia o pretendían dejar atrás pasados tormentosos. Y a fin de cuentas, detrás de campañas como Knock out a las drogas (orientada a retirar a los potenciales adictos de las calles y volcarlos al sano deporte de agarrarse a trompadas) o de declaraciones como las del ex presidente José Mujica sobre la pertinencia de meter a prepo a los drogadictos a trabajar en el campo, no hay sino esa convicción de que el trabajo duro, el esfuerzo físico, la disciplina estricta y el respeto a la autoridad pueden poner fin a los tormentos del alma y las veleidades del carácter.

El asunto es que los jóvenes que no estudian ni trabajan no deberían ser asimilados así, aproblemáticamente, a la categoría “vago/mugriento/marginal/delincuente” (“pichi”, dicen algunos para implicar todo eso de manera sintética y conclusiva). Estar fuera del sistema educativo puede tener que ver con muchas cosas que no son, necesariamente, una especial vocación rebelde o beligerante. El primer enemigo de la educación, me temo, es el absoluto desprestigio en el que la hemos venido hundiendo desde hace décadas. No veo por qué razón un adolescente tendría que creer que es bueno educarse, si el Estado y la sociedad tampoco parecen muy convencidos. Durante el anterior período de gobierno convivió la promesa de “educación, educación y más educación” con las declaraciones, un día sí y otro también, del presidente de la República a favor de la implementación de rápidas carreras técnicas que dieran respuesta a las necesidades de personal del sector empresarial. ¿Para qué podía servirle a un joven de escasos recursos saber de Aristóteles? se preguntaba Mujica en aquellos días. Para nada, realmente, excepto para entender las bases que organizan todo el conocimiento occidental, para preguntarse por las fronteras entre la ciencia y el arte, para intuir un concepto de política inherente a la condición humana, para ser capaz de enunciar sus inquietudes y aventurar hipótesis críticas sobre su circunstancia. Nada que un muchacho pobre necesite saber en estos días en que hace falta tanto personal que sepa manejar un tractor importado.

Es una lástima que el mercado de trabajo tampoco resulte tentador para estos jovenzuelos dejados de la mano de la fortuna (no me explico por qué, considerando los suculentos salarios que se pagan en el mercado a quienes recién empiezan).

Tampoco es seguro que el actual discurso de las autoridades educativas, ese que mezcla metáforas genéticas con apelaciones al territorio, tenga mucho para decir sobre esa figura fantasmática del sistema que son los jóvenes que no estudian ni trabajan. La educación (la institucionalidad educativa) no parece muy segura de sus propias fuerzas redentoras, y más bien se decanta por multiplicar los esfuerzos de contención al precio de sacrificar, en el altar del buen desempeño productivo, todo lo que de apasionante tiene el conocimiento.

Nadie sabe bien quiénes son ni qué quieren los ni-ni, aunque estén medidos y clasificados en cientos de planillas. Ante ese desconcierto, es esperable que muchos crean que la del comandante en jefe es una gran idea. A fin de cuentas, cuando no hubo quien juntara la basura, el Ejército se encargó de hacerlo. Y lo aplaudieron.