Unos días antes de asumir la presidencia, Tabaré Vázquez afirmó que el Frente Amplio (FA) sería el batllismo del siglo XXI. En los últimos años, dicha idea se fue transformando en sentido común. A esta altura es una idea sugerida por diversos analistas, políticos frenteamplistas e incluso opositores; hasta Julio María Sanguinetti ha tenido que admitir que hay algo de verdad en ella.

La evidencia histórica es enorme. En lo económico, se puede decir que en sus dos períodos de gobierno el crecimiento económico habilitó procesos de redistribución del ingreso. En ambos casos el crecimiento fue vulnerable y se basó en la exportación de materias primas vinculadas a sectores rurales altamente concentrados. La defensa de las empresas estatales actuales se basó en aquellas heredadas del batllismo. Gran parte de las políticas sociales y laborales se basaron en mecanismos institucionales de reasignación de recursos originados en el Estado batllista. A modo de ejemplo: los consejos de salarios y el régimen de asignaciones familiares fueron creados en 1943 y resultaron ser piezas claves de las políticas de desarrollo social implementadas en este período. Asimismo, la nueva agenda de derechos guarda ciertos vínculos con la agenda cultural del primer batllismo. Por último, incluso en la política exterior, un área en la que se han evidenciado ciertas diferencias -el antiimperialismo de izquierda y el panamericanismo tradicional del batllismo-, hay una semejanza: el gobierno del FA ha mantenido una relación muy cercana con Estados Unidos. Incluso José Mujica, el presidente con mayor vocación latinoamericanista desde el retorno democrático, se enorgulleció de mantener una excelente relación con ese país.

La historia política y cultural de Montevideo da cuenta de esas similitudes. Desde 1989, la intendencia ha sido colorada o frenteamplista -el Partido Nacional fue gobierno municipal una sola vez-. Fenómenos tan diversos de la cultura de la ciudad, como el carnaval y la vida universitaria, también presenciaron la transición del batllismo al FA en dicho período.

Existen ciertas diferencias que no han sido tan destacadas. En términos de políticas económicas, el FA en el gobierno se mostró más cercano a las preocupaciones fiscales de los blancos que al impulso industrialista y proteccionista del batllismo. En términos de discurso político, el batllismo en el gobierno desarrolló un discurso más antagonizante en relación con ciertos sectores altos del mundo rural que el desarrollado por el FA. Dichas diferencias no han sido estudiadas, pero seguramente dan cuenta de las transformaciones que se han dado desde la mitad del siglo XX en la manera en que los diferentes actores económicos se relacionaron con el sistema político.

Los analistas podrán mostrar y explicar tantas continuidades, y algunas diferencias, pero para los actores del FA el asunto es un poco más complejo. Esta autoidentificación con el batllismo debería llamar a una mayor reflexión dentro de la fuerza política, sobre todo porque la creación del FA fue concebida como una alternativa o una superación al modelo batllista.

Desde la década de 1950, la izquierda ha desarrollado dos tipos de crítica al batllismo. Por un lado, una crítica igualitarista, basada en las ideologías tradicionales de la izquierda: socialistas, comunistas y anarquistas denunciaban al batllismo como una forma de gatopardismo cuyo objetivo último era mantener una sociedad capitalista, algo que la izquierda aspiraba a disolver. Además, en la visión de la izquierda, el batllismo, con su lenguaje popular, sus formas de clientelismo y su uso demagógico de los recursos estatales, alejaba a los sectores populares de sus verdaderos intereses de clase.

Por otro lado, a partir de 1955, cuando la recesión económica empezó a mostrar los límites del modelo batllista, la izquierda se acercó a discursos desarrollistas, luego dependentistas, que proponían un programa de cambios radicales para superar el estancamiento. El batllismo era el responsable de mantener un modelo económico dependiente, sostenido en una estructura agraria tradicional y concentrada, que explicaba el estancamiento del país y el Estado corrompido e ineficaz. El batllismo había tenido la oportunidad histórica de modernizar la economía transformando la estructura agraria, pero no se había animado. Desde el Congreso del Pueblo, en 1965, hasta las 30 medidas de gobierno del FA, en 1971, se construyó un modelo alternativo, que pretendía superar al modelo batllista por medio de la reforma agraria, la nacionalización del comercio exterior y la banca, y una enérgica acción industrial del Estado.

El 26 de marzo de 1971, el general Liber Seregni, en el discurso inaugural del FA, decía que este movimiento pretendía ser la superación del intento batllista industrialista y del intento agropecuarista ensayado por los blancos, ya que las “dos vías tomadas no enfrentaron el obstáculo decisivo para el desarrollo nacional, y ese obstáculo es la oligarquía, es decir, la trenza bancaria terrateniente y de intermediación exportadora, el grupo social que domina y acapara la tierra, el crédito, los canales de comercialización de nuestros productos. Sus centros de poder siguieron intactos, determinando nuestra economía, estrangulando al país, beneficiándose de las energías de nuestro pueblo, apropiándose y desviando el esfuerzo nacional”.

Luego vino la dictadura, y en ese contexto los valores democráticos del batllismo comenzaron a ser revalorizados. Aquella experiencia fuertemente criticada en los 60 renació de las cenizas de la dictadura como un imaginario aspiracional del que, de diversas maneras, los actores políticos preponderantes intentaron apropiarse. Pero fue entre los 90 y el nuevo siglo cuando esto pareció consolidarse para el FA. La crisis ideológica de la izquierda en la pos Guerra Fría tendió a barrer los planteos igualitaristas vinculados con las ideas socialistas. En un contexto de ofensiva neoliberal, las propuestas desarrollistas que sobrevivieron hasta los 80, que reclamaban transformaciones estructurales, fueron sustituidas por una estrategia defensiva que proponía defender lo que aún quedaba de aquel modelo batllista. En el contexto de los intentos privatizadores, ya no se trataba de proponer una nueva economía estatal que superara aquel modelo, que antes se consideró agotado, sino de defender los restos de este.

Esto no sólo ocurrió aquí. También en Brasil y Argentina las izquierdas se reconciliaron con los pasados reformistas o populistas de los 50, que venían cuestionando desde los 60. En Argentina, quienes venían de la izquierda peronista y algunos de la izquierda de los 60 revalorizaron la tradición estatista desarrollista del peronismo. En Brasil, la moderación del Partido de los Trabajadores se acercó a la experiencia nacional popular del varguismo. En el contexto del avance neoliberal, la “nueva izquierda”, que venía de los 60, se reconcilió con la vieja política popular latinoamericana, con todos sus problemas y virtudes. En Uruguay, frases de Mujica como “tragarse los sapos” o “abrazarse con culebras” resumen dicho espíritu reconciliatorio.

La estrategia tuvo sus virtudes. Amplió las bases populares de los partidos de izquierda, lo que posibilitó históricas victorias electorales. Asimismo, redujo las desconfianzas de ciertas elites económicas y políticas. En contextos económicos de crecimiento, dichos gobiernos hicieron redistribuciones sociales de una manera que seguramente gobiernos de otras tradiciones ideológicas no habrían hecho. Sin embargo, en el contexto uruguayo, con una situación económica adversa, la identidad batllista no parece ser una buena opción para pensar el futuro. Luego de varios años de crecimiento, nos estamos acercando a una situación que tiene similitudes con la que enfrentó el batllismo en los 30 o en los 50 y los 60, cuando la dependencia de los mercados externos limitó la posibilidad de redistribuir el ingreso. Fue justamente en esos contextos en los que el batllismo mostró sus principales debilidades; algunos de sus sectores optaron por una reacción conservadora, y la izquierda cuestionó la imposibilidad de radicalizar su modelo. Es por eso que, desde una perspectiva de izquierda, la reivindicación del fenómeno batllista tiene sus límites. Si el FA se define como el batllismo del siglo XXI, también tendríamos que preguntarnos cuáles serán nuestros Terras y Pachecos, que, al fin y al cabo, fueron el resultado inevitable de proyectos reformistas que se quedaron en el camino.

El autor

Marchesi es doctor en Historia y director del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos. Ha investigado sobre historia reciente del Uruguay y del Cono Sur.