La Ley de Matrimonio Igualitario -19.075, que entró en vigor el 1º de agosto de 2013- es una de las tres normas estrella que forman parte de la llamada “nueva agenda de derechos”. Esta ley logró materializar la reivindicación histórica del movimiento LGTBI e imponerse ante mentalidades conservadoras, argumentaciones morales y fundamentos jurídicos y “científicos” que invocaban el valor de la unión civil exclusivamente entre hombres y mujeres.

Además de las consideraciones simbólicas, dicha ley supuso no solamente modificaciones en cuanto a quiénes pueden contraer matrimonio, sino que también permitió introducir cambios en disposiciones del Código Civil relativas a la edad mínima para casarse: quedó fijada en 16 años, sin importar el sexo de los contrayentes (antes de la ley las niñas podían casarse a los 12 años y los niños a los 14).

Otra modificación incorporada por dicha norma está relacionada al concepto de infidelidad como causal de divorcio (no hay que olvidar que la institución matrimonial, mas allá de cualquier perspectiva “género-sensitiva” y “no hetero-normativa”, está basada en el pacto de la monogamia). Antes de la norma, si encontrabas a tu cónyuge con una persona del mismo sexo, no era considerado adulterio, sino una injuria grave, dado que ese hecho era aun peor que el engaño: significaba la deshonra, la mancilla.

No obstante la existencia de esta modificación, en un fallo de la Suprema Corte de Justicia del 31 de marzo de este año, que cobró visibilidad pública a partir de una nota publicada el jueves en Búsqueda, la “corporación” no interpretó la situación a la luz de la flamante Ley 19.075.

El caso se da en el marco de un proceso de divorcio -seguramente largo y tedioso- iniciado en 2012, que debido a diferentes criterios e interpretaciones formulados por las partes y los operadores judiciales involucrados, recorrió los pasillos del juzgado de Primera Instancia de Familia de 15º Turno, el Tribunal de Apelaciones de Familia de 1º Turno y, finalmente -por un recurso de casación interpuesto por la parte demandada-, llegó a manos de la Suprema Corte de Justicia.

El largo recorrido se debe a las diferencias de interpretación sobre los momentos procesales y las causales del divorcio presentadas por las partes. Más allá de las consideraciones jurídicas y los detalles del caso, que tienen que ver con el ámbito privado de los involucrados, la cuestión que hace de este un asunto de interés público son los argumentos por los cuales el máximo tribunal de justicia de nuestro país considera una injuria grave ser homosexual.

Según han señalado algunos estudiosos del tema, el injuriado por la sociedad es el homosexual; la injuria es el insulto hiriente basado en el prejuicio, el odio y el desconocimiento: la torta, el marica, el puto. Pero la Suprema Corte considera todo lo contrario: el sujeto injuriado por las prácticas homosexuales es la sociedad, en este caso, encarnada en una mujer “conservadora” que, en virtud de “su condición y educación”, puede considerar aquellas prácticas una deshonra, un daño grave.

El fallo (con el voto discorde de la ministra Martínez), al que tuvo acceso la diaria, sentencia: “[…] el hecho de que la actora, con 53 años de edad y 27 años de matrimonio a junio de 2011, conociera la verdadera orientación sexual de su marido debe haber constituido, en un grado de verosimilitud que aleja toda duda medianamente razonable, una injuria grave habilitante de la disolución del vínculo matrimonial que reclamó en autos […]. Tanto es así que hasta sus propias hijas lo sabían (fs. 150 y 153) y a la única que se buscó dejar en la ignorancia fue a la actora, lo que prueba que todos en la familia tenían claro que ella, por su edad, educación, sentimientos y prejuicios, no podía tolerar una situación de tal naturaleza”.

El conservadurismo no es exclusivo de nuestra Justicia, y, de hecho, en 2012 el Estado chileno fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) en el caso Atala Riffo vs. Chile por la sentencia del Supremo Tribunal chileno que establecía una diferencia de trato basada en la orientación sexual de Karen Atala. En una disputa por la tenencia de sus hijos, los operadores consideraron que Atala “no se encontra[ba] capacitada para velar y cuidar de [sus hijas, debido a que] su nueva opción de vida sexual sumada a una convivencia lésbica con otra mujer, est[aban] produciendo […] consecuencias dañinas al desarrollo de estas menores [de edad]”.

A partir de dicho caso fue posible sentar precedentes a nivel continental en relación a por qué la orientación sexual es una categoría protegida por el artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, convención ratificada tanto por Chile como por Uruguay.

En su fallo, la CoIDH hizo algunas consideraciones que resultan relevantes para el análisis del caso ocurrido en Uruguay: “Los Estados deben abstenerse de realizar acciones que de cualquier manera vayan dirigidas, directa o indirectamente, a crear situaciones de discriminación de jure o de facto . Los Estados están obligados a adoptar medidas positivas para revertir o cambiar situaciones discriminatorias existentes en sus sociedades, en perjuicio de determinado grupo de personas. Esto implica el deber especial de protección que el Estado debe ejercer con respecto a actuaciones y prácticas de terceros que, bajo su tolerancia o aquiescencia, creen, mantengan o favorezcan las situaciones discriminatorias […]. En consecuencia, ninguna norma, decisión o práctica de derecho interno, sea por parte de autoridades estatales o por particulares, pueden disminuir o restringir, de modo alguno, los derechos de una persona a partir de su orientación sexual”.

Más allá de posiciones ortodoxas y formalismos jurídicos, los argumentos esgrimidos por la SCJ para no considerar como elemento de análisis lo dispuesto en la ley de matrimonio igualitario en virtud del año de su aprobación son argumentos que perpetúan y reproducen la discriminación histórica y estructural que ha sufrido la población LGTBI en nuestro país.

¿La “agenda de derechos” está teniendo retrocesos por la vía judicial?

Por lo pronto, podríamos afirmar que el espíritu del legislador que aprobó la Ley 19.075 ha sido injuriado por el desprecio recurrente de la SCJ a la hora de atender las obligaciones adoptadas por el Estado en materia de derechos humanos.

Uruguay podría ser juzgado internacionalmente por ello.