Hay universos paralelos acá a la vuelta. Hay formas de vida que nos son completamente ajenas, aunque sepamos que están ahí, que se despliegan en su extraña cotidianidad con el mismo empecinamiento con que todas las cosas vivas insisten en seguir viviendo. Sabemos de ellas cuando estallan, cuando protagonizan alguna tragedia, cuando se prenden fuego. Sobre todo cuando se prenden fuego. El fuego es siempre una apuesta segura. Supimos de los presos de Rocha cuando 12 de ellos murieron en un incendio por el que nadie, hasta el momento, ha respondido. Son cosas que pasan.

Sabemos de los presos hacinados, en general, cuando prenden fuego los colchones. Pasa cada tanto. Brevemente, por unos pocos días, supimos de los ancianos que están alojados en casas de salud porque siete de ellos murieron quemados mientras dormían y otro murió poco después, por la misma causa. Aparentemente fue un accidente, pero había, a cargo de 17 adultos mayores, una sola persona, también anciana. Es que la realidad de los residenciales es complicada. Son necesarios, se instalan de hecho y se regularizan cuando ya su situación es inocultable. Pero si se inspeccionara con más celo tal vez no habría dónde poner a tanta gente que no tiene quién la cuide, así que estas cosas pueden pasar.

El viernes, un ómnibus prendido fuego en el Marconi nos enfrentó una vez más a ese Lejano Oeste que son algunos barrios de la capital, en los que los vecinos, ya acostumbrados a la miseria y a la violencia, deben estarlo también a la presencia siempre ofensiva de la Policía. Un adolescente muerto, otro herido, una moto que no era la denunciada y un montón de gente protestando por la violencia policial. Y en esos casos siempre pasa que alguno se saca más de la cuenta, y terminan pagando justos por pecadores.

El miércoles murieron quemadas cuatro niñas que dormían en una modesta vivienda de la ciudad de Paysandú, porque un hombre consideró pertinente prenderle fuego a todo para hacerle saber a una mujer que sería suya o de nadie. La mujer agoniza. El hombre murió, pero no fue suicidio; se había protegido la cabeza con una toalla mojada, para evitar quemarse, pero inhaló humo y se murió. A veces también pasa que las cosas se vuelven inmanejables, sobre todo para los que juegan con fuego.

Las cosas pasan por un montón de razones que suelen cruzarse en forma explosiva allí donde hay urgencias que no han tenido respuesta. Allí donde hay pobreza, donde hay relaciones de dependencia, donde no hay posibilidades reales de salir. Donde la precariedad de la vida no es un tópico literario, sino un dato de la realidad al que hay que acostumbrarse.

Hay muchas cosas que pasan que no deberían pasar nunca, y que podrían evitarse si todos decidiéramos que no queremos vivir más en un mundo en el que tantos sobreviven en condiciones de espantosa fragilidad. Nos hemos dejado acariciar por la fábula de que construimos nuestro propio mundo con nuestro propio esfuerzo, con nuestra capacidad emprendedora, con nuestra resiliencia (cómo odio la resiliencia; cómo querría que volviéramos a resistirnos a lo injusto o a lo abrumador), con nuestra creatividad y nuestra energía positiva. El correlato de esa encantadora fantasía es que las cosas malas les pasan a los que no supieron darle a su vida el rumbo correcto. Los vagos, los avivados, los promiscuos. Hay daños colaterales, claro, como los niños y los viejos -y ahí es que todo nuestro edificio de justificaciones parece tambalearse-, pero también hay cierto consenso alrededor de la idea de que si cada cual atiende su juego como es debido, lo malo no lo va a tocar. Un esquema mezquino y torpe que no arriesga nada, que a lo sumo levanta la voz para pedir más vigilancia, más controles, más firmeza. Pero ya deberíamos haber entendido que no se puede vivir en sociedad jugando a evitar lo feo o a esconder lo miserable, y que no alcanza con cuidados paliativos para tanta y tanta gente que está siempre a punto de arder. Porque es cuestión de tiempo para que lo que puede arder termine ardiendo.