El rey del asteroide 325, cuenta Antoine de Saint-Exupéry en El Principito, sólo daba órdenes razonables. Era tan sabio, tan sensato, que únicamente obligaba a sus súbditos a hacer lo que tuvieran ganas de hacer (que no tuviera súbditos, para el caso, no es importante: lo importante es el concepto de autoridad que el rey había desarrollado). Se aseguraba, mediante ese sencillo procedimiento, algo más que la obediencia absoluta. Se aseguraba que cada pequeña acción que sus potenciales súbditos llevaran a cabo verificaría su investidura.

El método del rey sensato se parece bastante a ciertas formas de la megalomanía o del oportunismo. Imaginemos a alguien que sabe que va a llover (porque el pronóstico del tiempo lo anunció, porque las nubes oscuras parecen a punto de reventar, porque ya se escuchan los truenos a lo lejos) y decide, acodado en la barra del boliche, lanzar una frase del tipo “Me duele el juanete, así que va a llover”. Imaginémoslo luego, cuando la lluvia por fin se precipita, poniendo cara de astuto y mirando a los parroquianos con expresión de “Yo sabía: mi juanete no falla nunca”.

Ahora imaginemos que yo sé, por ejemplo, que las elecciones del Frente Amplio del domingo no van a convocar a mucha gente. Lo sé porque se nota en la calle, porque se nota en la prensa, porque no hay ambiente. Digamos, entonces, que yo invito a no ir a votar, y que luego trato de mostrar que la escasez de votantes se debió a que muchos oyeron mi llamado o, cuando menos, a que muchos tuvieron las mismas razones que yo para desatender el compromiso de las urnas. Digamos que anoto algunos puntos a la cuenta de mi liderazgo mediante el viejo truco del rey sensato: ustedes hagan lo que quieran, y yo juego a que lo hicieron porque yo se los pedí.

Sin embargo, detrás de la escasa convocatoria que parece que va a tener la elección de autoridades del partido de gobierno no hay una sola razón. Hay desencantados y enojados, es cierto, pero también hay indiferentes. Hay mucha gente, me temo, que ya no cree que de verdad se juegue algo importante en la elección de autoridades del Frente Amplio (o del Partido Nacional, o del Colorado, si las hubiera). Es cierto, como han dicho algunos, que no ha habido debate de fondo entre los postulantes a la presidencia, pero más cierto aun es que el Frente Amplio no ha propiciado nunca, desde que está en el gobierno, un debate a fondo sobre ninguna cosa. Y no ha sido por respeto a los compañeros, porque las acusaciones personales y los desmentidos en redes sociales o en los medios de comunicación han sido frecuentes. No se ha discutido a fondo porque nadie parece muy seguro de qué es lo que hay que hacer, de hacia dónde se debe caminar, de cuál es el modelo de justicia (porque supongo que, como mínimo, detrás de cualquier proyecto de izquierda alienta un modelo de justicia) que se aspira a alcanzar. El discurso oficialista está, como el oficial, lleno de frases hechas y de consignas lexicalizadas. “La nueva agenda de derechos”, “el bloque social de los cambios”, “el ADN de la educación”, “la violencia institucional”, y tantas otras expresiones que se usan en todos los escenarios y en todas las circunstancias, como muletillas bien aprendidas que ayudan a repetir que es mejor ser rico y sano que pobre y enfermo, y evitan tener que andar opinando con criterio propio, a riesgo de decir algo que se salga del libreto.

No se han discutido temas de fondo, decía, pero tampoco temas de frente (no, no es un juego de palabras); se impusieron las políticas del gobierno y se defendieron a rajatabla, y se ganó toda pulseada (excepto, tal vez, la del TISA, en la que los organismos partidarios lograron imponerse a la inercia en la que flotaba el gobierno recién instalado), pero no se discutió (ni se alentó a discutir) en la sociedad una sola de las políticas. Lo que no salió, no salió porque no fue negocio para nadie.

Y sí, claro que muchas vidas mejoraron. Pero solemos mirar las mejoras sólo en algunos sectores (razonablemente, en los sectores en que la cosa era de vida o muerte) y no miramos cuánto crecieron los que no necesitaban crecer tanto. Y eso es haber perdido toda pretensión de justicia social. Cierta pereza intelectual nos empujó hacia la perspectiva pragmática, y terminamos todos repitiendo las viejas fórmulas de hacer crecer la torta, capacitar para el mercado (con el añadido moralizante de culturizar para el trabajo) y apostar a la innovación (¿innovación en qué?; ¿para qué?; ¿para quién?), rechazando por malintencionada cualquier observación crítica, cualquier pregunta sobre los objetivos o sobre los procedimientos, cualquier reclamo de pertinencia.

Por eso, ahora, cuando todo parece indicar que no se movilizarán multitudes para elegir a las autoridades del FA, no es raro que aparezcan profetas de lo obvio tratando de acarrear el agua del desencanto hacia su molino. Y es posible que entre los desencantados, los enojados o los indiferentes haya unos cuantos que creen que lo que de verdad le pasa al FA es que no se termina de sacar de encima a los dinosaurios o a los revoltosos. Pero también es posible que le pase algo más simple: mucha de su fuerza radicaba en la construcción de un relato que prometía algo más que una gestión prolija de lo que hay. Y si algunos están enojados porque ni siquiera fue tan prolija, también hay otros, muchos otros, que esperan saber hacia dónde estamos yendo y para qué, porque las frases hechas, las consignas solidificadas y las caras de circunstancia no alcanzan para sacar a nadie de su casa un domingo, con el frío que hace.