Ayer mismo, acá en la diaria, dos miradas se posaron sobre el asunto de los 200 pesos que recibirán desde agosto, y a modo de adelanto del aumento especial de enero, los jubilados que cobran menos de 9.000 pesos. No siempre se entiende esto de los adelantos a cuenta de aumentos que llegarán más adelante. Lo mismo pasa con los ajustes a mitad del período. Si se los toma como aumentos, suelen ser percibidos como una estafa, así que es importante aclarar que no se trata de aumentos, sino de una especie de bicicleta que permite adelantar algunos metros en el camino hacia el incremento -ese sí, verdadero, pleno- que llegará más adelante, cuando muchos probablemente ya estemos al borde del ahogamiento por pedalear contra el viento por la siempre empinada pendiente del costo de vida.

Aclarado este punto, me gustaría observar que los jubilados que desde agosto recibirán 200 pesos más, seguirán sin llegar a los 9.000 pesos mensuales. Y recordar (otra vez) que la masa de trabajadores activos que no alcanzan los 15.000 pesos al mes pese a cumplir jornadas de ocho horas diarias de lunes a viernes y de cuatro horas los sábados es enorme. Y que el régimen de aumentos es porcentual, así que la brecha entre esos salarios bajísimos y los salarios más suculentos de los pocos que ganan mucho no hace sino crecer. Y que probablemente lo que esté ocurriendo es que nadie que gane un salario de, digamos, más de 50.000 pesos pueda creer que haya gente que viva, efectivamente, con menos de 15.000. Deben tener dos trabajos, piensan, seguramente. Deben tener un marido que gana bien (algo así se dijo una vez de las profesoras, creo recordar; en mi casa se decía que hace años, a los hombres que vivían en una posición cómoda se los describía como “maridos de maestra”. Los tiempos cambian.). Deben vivir con los padres, deben tener otros ingresos, deben tener resuelta la vivienda. Algo así debe ocurrir, porque no es posible que alguien sobreviva con un ingreso semejante. Eso piensan los que ganan más, calculo yo. Eso deben pensar las autoridades cuando anuncian un adelanto de 200 pesos para un jubilado que no llega a los 9.000 mensuales. Y algo de razón tienen: si hasta hoy vivieron con eso, mire si no van a poder vivir con los 200 más a cuenta del aumento especial de enero.

Hace un buen tiempo ya que política y economía parecen haberse solapado de tal manera que lo político se limita casi exclusivamente a lo económico, que, a su vez, se limita a lo económicamente posible. A lo que se puede hacer sin espantar a los inversores (potenciales), sin irritar a la OCDE, sin perder la nota que nos ponen las calificadoras de riesgo (el nombre “calificadoras de riesgo” ya debería decirnos algo de esas entidades), sin pagar más cara la deuda, sin perder el equilibrio. En todo caso, siempre se puede mantener a flote a los que parecen ya estar sumergidos, mediante recursos compensatorios de distinta naturaleza, siempre agrupables bajo la etiqueta de “gasto social”. Siempre se puede hablar de “vulnerabilidad” o decir “inseguridad alimentaria” (clasificable, a su vez, con fines práctico-estadísticos en “severa”, “leve” o “moderada”), se puede decir “postergación del gasto”, se puede recurrir a los múltiples recursos que el lenguaje pone a disposición de las personas letradas para que lo brutal no suene tan brutal y para que lo poco no suene a tan poco. La burocracia es experta en la incorporación de palabras para cambiar el nombre de lo indeseable. Empiezan siendo “ideas fuerza” sacadas de la galera del think tank de gobierno (ojo, no hablo del gobierno de acá, por cierto: hablo del gobierno del mundo. Esa entidad polimorfa e inasible, virtual, que no sólo fija las reglas de intercambio norte-sur, este-oeste y arriba-abajo sino que impone palabras como “gobernanza” o “consolidación”) y terminan siendo muletillas usadas sin ton ni son por jerarcas y mandos medios que parecen no saber expresarse sin ellas, muchas veces porque no tienen, en realidad, nada que decir.

Yo supongo que hay que estar convencido de que el objetivo final es digno, de que no hay que poner palos en la rueda, de que es importante no perder de vista que hay que crecer para poder repartir, porque si no es así, no me explico cómo se puede pensar que la distancia entre la vida de cientos de miles y la retórica de quienes administran los destinos públicos es simplemente comunicativa. No ignoro el poder de las palabras ni la fuerza de las consignas, no soy ingenua respecto de eso que se llama “construcción del relato”, pero tampoco puedo atribuir a torpeza léxica esa muralla que separa, cada vez más, a las palabras de las cosas, al menos en lo que tiene que ver con la gestión de lo público.

Los jubilados que cobran menos de 9.000 pesos van a recibir 200 pesos extra que no son un aumento, sino un adelanto del aumento especial que llegará en enero. Pero el problema acá no es ese, sino que haya jubilados que cobran menos de 9.000 pesos. Y que haya trabajadores que cobran menos de 15.000 (y menos de 13.000, y menos de 12.000; y menos de 7.000, si contamos a los de Uruguay Trabaja; y menos de menos, si contamos a algunos presos que trabajan en las instituciones en las que están recluidos sin percibir ni remuneración ni beneficios sociales). Y que las pautas salariales no se vayan a mover, porque todos debemos tener responsabilidad y contribuir a consolidar la cultura del trabajo. Estamos apostando al diálogo social, aunque sea un diálogo de sordos.

Es verdad: se comunica mal. Y no es por falta de comunicadores, porque prácticamente no hay repartición, departamento o área del Estado que no tenga su oficina de comunicaciones, y algo similar pasa en las grandes empresas. Se comunica mal porque nadie podría decir con claridad y sin que se le cayera la cara de vergüenza que no vamos a movernos un centímetro de la planificación resuelta para conservar los equilibrios, aunque sea al precio de que se malmaten los equilibristas. Se comunica mal, pero se piensa peor. Y me temo que así no hay relato que aguante.