Puede ser un problema generacional o de distancia con la tecnología, pero lo cierto es que cada tanto alguna alta autoridad es pescada diciendo disparates a micrófono abierto, sin haber tomado la menor precaución para evitarlo o, peor, sin haber tomado en consideración que ciertos cargos suponen obligaciones de recato, prudencia y respeto que no es bueno desoír. Como si estuvieran charlando entre amigos, desde presidentes hasta jerarcas de los más diversos ámbitos se han mandado sus bravuconadas sobre países vecinos, sus impresiones sobre presidentes extranjeros o su opinión sobre compañeros, subalternos o rivales.
El miércoles pasado fue el ministro Rodolfo Nin Novoa, canciller de la República, el que mostró su falta de tacto cuando, en medio de una ponencia en la sede de las Cooperativas Agrarias Federadas, recibió en su celular una llamada de la canciller de Venezuela y no tuvo mejor idea que mostrar la pantalla encendida, descartar la llamada y, entre risas, aclararle al público: “Con el único que habla es conmigo”. También la semana pasada se hizo pública una infeliz comparación entre las calificadoras de riesgo y la esposa en un matrimonio (“un mal necesario”), esta vez por cuenta de la creatividad del presidente del Banco Central, Mario Bergara, en el marco de una actividad que se desarrollaba en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia.
La transparencia en que las posibilidades tecnológicas nos han acostumbrado a vivir podría hacernos pensar que estamos ante el fin de lo privado; ante la derrota definitiva de la ilusión de un adentro, íntimo o doméstico, en el que nuestras miserias y nuestras alegrías nos pertenecen por completo. Y si esa idea es aterradora (mal o bien, vida privada tenemos todos, y el fantasma de que alguien meta la nariz en ella no deja de ser intuible y amenazante), no debería preocuparnos menos la hipótesis complementaria: lo que está liquidado con esta masiva exposición de todo el mundo ante las cámaras todo el tiempo no es lo privado, sino lo público. Es, justamente, lo privado invadiéndolo todo, ocupando cada instante de nuestra atención y reclamando nuestra indignación, lo que se extiende como una marea imparable. Porque lo privado, digámoslo desde ya, no guarda con lo público una relación de tamaño o de jerarquía, sino de planos. Lo privado es lo que discurre por los carriles directos y metonímicos de la contigüidad, de la cercanía (aunque esa cercanía sea virtual), mientras que lo público (políticamente hablando) es lo que se instala en la dimensión de lo representativo, lo simbólico, lo metafórico. Cuando un ministro dice algo entre risas en un evento público, lo que hace es trasladar a la esfera de la representación (porque él está ahí por su investidura, y no por su linda cara) los códigos y las licencias de lo privado. Lo que la transparencia del mundo está haciéndonos perder no es sólo la trabajosa construcción de una interioridad opaca y única en la que el sujeto era posible, sino la construcción (igual de ficticia; igual de necesaria) de un ámbito en el que las cosas pueden dirimirse en términos de ideas, investiduras y representaciones, con relativa independencia de la simpatía o el encanto de conductores o dirigentes. Lo que hay más allá del fin de lo público es incierto, pero una cosa es segura: va a ser difícil disimular la distancia entre la aparatosidad de las instituciones que lo albergaban y la chatura de los vínculos privados, horizontales, que quedaron en su lugar.