Cada vez que puedo, leo a los economistas y me esfuerzo por entender la lógica de sus formulaciones. A veces puedo y entonces me enorgullezco de mí mismo, aunque luego sufro para transmitirles a otros lo que supuestamente conseguí entender. La culpa es mía. Sé que debería leer más. Sin embargo, tanto si entiendo como si no, siempre se me prende una alarma de desconfianza cuando el economista en cuestión habla sobre los fenómenos de su campo de estudios como si fueran fuerzas de la naturaleza y no actividades humanas. Y si luego de expresarse de esta manera concluye con frases del tipo “por lo tanto, lo que le sirve al Uruguay es...”, para luego proponer una serie de recetas supuestamente necesarias, objetivas e inevitables, cuya aplicación aseguraría que, en el fondo, nadie saldría perdiendo, rechazo el texto in totum y me quedo con la sensación de que quisieron venderme carne podrida.
Valoro mucho más los diagnósticos económicos que incluyen hipótesis sobre los efectos sociales de las medidas propuestas -quiénes ganan, quiénes pierden y por qué, en la coyuntura actual, ese reparto de dichas y desgracias es el mejor de los posibles- y que, además, postulan las condiciones de posibilidad de esas propuestas en el mundo en que estamos parados. Es decir, señor o señora economista: si me va a decir que es necesario bajar o subir el gasto social o los impuestos directos, quiero que me diga también qué efectos inmediatos podría provocar eso sobre los sectores afectados y cómo el gobierno debería tramitar políticamente esas reacciones. Quiero que me hable de relaciones sociales, de distribución del poder, de ideología, de impactos ecológicos. Quiero que me explique por qué los actores involucrados en una disputa -sindicatos, gremiales empresariales, líderes políticos- pujan de una u otra manera, y no que me baje línea acerca de lo que unos u otros deberían hacer. Y si va a hacer esto último, que por lo menos tenga la honestidad de decirme cuál le cae más simpático, porque, al igual que a los periodistas deportivos, alguna camiseta le tira más que otra. Eso no tiene nada de malo, siempre que esté arriba la mesa.
Hace un par de semanas, en la diaria, el director de Planificación de la OPP, Fernando Isabella, dio un ejemplo magistral del tipo de intervención intelectual que les estoy pidiendo a los economistas, a propósito de los famosos 200 pesos de adelanto/aumento que el gobierno otorgó a las jubilaciones más bajas. Más allá de alguna chicana menor -como sugerir que todos los que se indignaron o burlaron del adelanto son los mismos que habitualmente se quejan por los aumentos del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas-, Isabella escribió un texto atractivo, fundado, y no tuvo vergüenza en ubicarse políticamente con respecto al debate. Inscribió una medida singular en una política económica y social mucho más amplia, la historizó, la relacionó con la estructura social y demográfica de Uruguay y explicitó las disputas político-ideológicas de las que forma parte. E hizo todo eso sin esconder cartas debajo de la manga: la columna era una defensa encendida, en un momento difícil, del equipo económico liderado por Danilo Astori, y nombraba directamente a las personas con las que discutía -bueno, a casi todas: la campaña de algún candidato a la presidencia del Frente Ampio sólo era aludida-. La leí más de una vez, y confieso que gracias a ella entendí varias cosas. Por eso, aplauso de dorso de mano para los economistas que discuten públicamente y que vinculan los números, los modelos y los indicadores con la práctica política entendida como el trabajo de organizar, convencer, criticar, proponer, pactar, ceder.
Sin embargo, el texto adolecía del mismo problema que muchas personas cuando su pareja las abandona por otra, y como no he visto que nadie lo haya hecho notar, me tomo el atrevimiento de decir algunas palabras al respecto. ¿Cómo se relaciona un análisis político-económico con un reemplazo afectivo? De muchas maneras, pero me referiré a una sola: el diagnóstico. ¿Por qué me dejó? La respuesta más fácil es, por supuesto, culpar al tercero en discordia. De esa forma, zafo de la autocrítica, el objeto de mi afecto se mantiene impoluto -a lo sumo, se le puede achacar el haberse dejado seducir-, y la frustración cae sobre un agente externo, con lo que evito cuestionar cualquier aspecto del vínculo que yo había tenido con mi pareja. La ilusión de un reencuentro pleno permanece intacta.
La sección final del texto de Isabella estaba cargada de una lectura similar de la realidad, y eso explicita algunas de las dificultades del gobierno para entender qué esta pasando en este país. Isabella se quejaba amargamente de que, pese a que Uruguay vivió durante los últimos diez años el proceso de redistribución de ingresos más importante de su historia -y de la región, en el contexto de los gobiernos de izquierda-, “muchos compañeros” no lo saben, no lo valoran y, por lo tanto, no lo defienden. Pero en esta expresión hay una pequeña trampa al solitario, porque es evidente que lo que llevó a Isabella a escribir esa columna no fue la incomprensión de algunos compañeros y algunos “escribientes” -de paso, precioso término-, sino la constatación de que esa incomprensión se estaba desparramando entre la gente, como quedó de manifiesto en el generalizado rechazo que tuvo el anuncio del aumento a los jubilados y en los aplausos que levantó cualquiera que saliera a criticarlo. La sola existencia de la columna de Isabella, es decir, de la necesidad de salir a discutir públicamente el asunto, es un reconocimiento implícito de que el “proyecto de cambios” se está desconectando de la “esperanza de la gente”. Si así no fuera, si la voz de los escribientes cayera en saco roto, no sería necesario salir a disputarles el terreno.
Los integrantes del gobierno no tienen derecho a decir, a sugerir o siquiera a pensar que el problema de la coyuntura es que la sociedad no comprende lo que se ha avanzado. Ningún gobierno tiene ese derecho, porque una de sus tareas consiste, justamente, en conquistar y mantener esa comprensión.
Párrafo aparte merece el miedo a los intelectuales -o a los críticos, o a los escribientes, llaméselos como se quiera-, entendidos como los portadores de seductoras pero inconducentes voces díscolas y capaces de sembrar la apatía, la rabia o la desesperanza entre la gente. Algo así como la voz del demonio comiéndoles la cabeza a los buenos cristianos. Esta lectura no es nueva. Me hace acordar a la que muchos batllistas -con Julio María Sanguinetti a la cabeza- han hecho de la radicalización política de los años 60, a la que entendían como el proceso mediante el cual una clase intelectual hipercrítica inoculó el virus del radicalismo en una juventud ingenua, impidiendo con ello que estos jóvenes comprendieran el supuesto hecho evidente de que estaban viviendo en la Suiza de América. Y es que pensar que el batllismo perdió cabida en el sistema político porque Mario Benedetti escribió El país de la cola de paja y a una cantidad de gente le gustó exhime de formular una necesaria pregunta autocrítica, algo que en el caso de los herederos de Don Pepe resultó fatal: ¿qué estoy haciendo de malo para que se produzca el extraño suceso de que la gente, pese a vivir objetivamente mejor que en el pasado y casi que en cualquier lugar de América, no se percate de ello y se identifique con las críticas que -creo fervientemente- son completamente infundadas?
Suponer que los críticos pueden forjar el pensamiento de la gente es adjudicarles un valor que no tienen ni nunca tuvieron en la historia. Los críticos no producen el desencanto. En el mejor de los casos, lo traducen, ponen palabras a sentidos que ya están circulando, y -cuando ello sucede- tienen éxito. Cuando el lenguaje que formulan no se conecta con nada, son inocuos, cosechan indiferencia o ridículo y no hay fuerza política que necesite enfrentarlos. Pero cuando logran una llegada tal que obliga a salir a discutir con ellos, es necesario y productivo asumirlos como síntomas de algo que está saliendo mal. Y detectar qué puede haber de verdad en sus afirmaciones.