Hace alrededor de un mes, un cartel publicitario del Ministerio de Turismo que invitaba a “meter un sanguchito” entre el feriado del 25 (jueves) y el fin de semana escandalizó a nuestra sacrificada y austera comunidad, muy reacia a considerar que los viernes libres puedan ser parte de la licencia reglamentaria de cualquier trabajador. Tan ofensiva resultó la invitación a tomarse un fin de semana largo que el ministerio en cuestión terminó levantando la campaña, y varios se sintieron en la obligación de aclarar que la cosa apuntaba a incentivar el turismo interno y, por lo tanto, la actividad económica, el desarrollo y todas esas cosas que, como es sabido, justifican cualquier desvío. La moralina antidescanso se expresó libre y abundantemente, trajo a colación el asunto de “la cultura del trabajo” y aprovechó para dar por probada la hipótesis de que los orientales somos unos atorrantes del primero al último y que así no hay país de primera al que aspirar ni seriedad que sostener ni crecimiento que apuntalar. Sanguchito. Habrase visto.

Esta semana, la Federación Nacional de Profesores de Enseñanza Secundaria (Fenapes) resolvió hacer un paro que cayó, precisamente, un día antes de que comenzaran las brevísimas vacaciones de primavera, y nuevamente se desató el escándalo. El motivo del paro, una vez más, fue una agresión de la que fueron objeto una adscripta y el director del liceo Nº 2 de La Paz, luego de haber intentado frenar una pelea entre estudiantes, el sábado de mañana. Y hay que reconocer que sí, la elección del miércoles anterior a las vacaciones para llevar adelante una medida que, de por sí, no goza demasiado de la simpatía popular, tal vez no haya sido una buena idea. Hasta no hace muchos años los sindicatos se preocupaban por evitar que las medidas de paro pudieran ser confundidas con avivadas para tener fines de semana largos o para amontonar feriados, pero en los últimos tiempos las cosas parecen haberse confundido del todo, y ni a los trabajadores se les ocurre reivindicar el derecho al tiempo libre (más bien parecen plegarse obedientemente a la interpelación voluntarista de la “cultura del trabajo” y la productividad) ni a los militantes más activos les importa mucho cuidar su imagen ante la opinión pública. El divorcio entre la acción colectiva (esa que es llevada adelante por un sujeto, aunque se trate de un sujeto colectivo) y la masa (esa que, por definición, no responde a interpelación alguna y no es, por lo tanto, capaz de constituirse como sujeto) es tan enorme que difícilmente pueda haber entendimiento. Los mismos individuos transitan de un lugar a otro sin conflicto: en un momento son parte de la vida social, en el siguiente se dejan acunar en la deriva oceánica de la masa.

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La violencia en los centros de estudio y en el sistema educativo en general (de los alumnos entre ellos, de los padres sobre los docentes, de las autoridades sobre sus subalternos) tiene como correlato una constante prédica a favor de la inclusión y la tolerancia. Los alumnos problemáticos no deben ser estigmatizados, no deben ser expulsados del sistema (si es necesario, el sistema irá a sus casas) y no se debe esperar de ellos que respondan a las exigencias de una currícula aburrida que no toma en cuenta sus peculiaridades ni sus intereses. Los docentes deben mostrar creatividad para capturar su atención, flexibilidad para calificar sus logros, vocación para llevar adelante su tarea en las condiciones que sea y paciencia para lidiar con sus arrebatos. La nueva tendencia indica que no es fundamental tener profundos conocimientos disciplinares, porque lo más importante es que los estudiantes permanezcan adheridos a la institución, que no se frustren y, sobre todo, que no se desvinculen.

La palabra inclusión llegó para teñirlo todo con su intensidad Benetton de capitalismo democrático. Todo aspira a incluirnos, aunque el único que nos garantiza la inclusión es el sistema financiero, que, a su vez, nos promete las maravillas del mercado y el consumo. Con ese horizonte como utopía, no es raro que flotemos en la cultura de la infantilización más rotunda, saltando de berrinche en berrinche y de rezongo en rezongo, sin tener nunca muy claro en dónde están las culpas, quién debió haber pagado el pato y ante qué tribunales debimos habernos quejado. Por suerte, todo pasa en un suspiro y a la tormenta le sigue la calma, que suele llegar con renovados votos de alegría, desachate y tolerancia.

En un universo tan poco favorable a los reclamos de sentido, tal vez las medidas de lucha deberían ser reconsideradas y reformuladas. Y no porque no haya que tomarlas, sino porque por algún lado hay que empezar a desordenar los zapallos que, en el carro, se acomodaron demasiado.