En un editorial del 21 de agosto en el diario El País (“Cosas de negros”), Francisco Faig dice que lo políticamente correcto ha comenzado a molestar, y se detiene en la cuestión afro. Primero presenta algunos datos sobre la situación de la población negra de Uruguay que muestran inequívocamente desigualdades relevantes entre ella y el resto de la población uruguaya. Faig repite la verdad metodológica de que las “correlaciones” no indican “causalidades”. Lo que indica la observación de todos los datos disponibles es nada menos que una discriminación estructural fuerte, una desigualdad pronunciada entre la condición socioeconómica y de vida de la población afrouruguaya y la del resto de la población no afro. Incluso en los mismos quintiles de ingresos. En cambio, Faig apela a una misteriosa causalidad cuando señala que “no es porque son negros que son más pobres o menos educados que el resto” y, al mismo tiempo, niega la discriminación racial en Uruguay.

Pues no. No es por ser negros o negras que son menos educados o más pobres que los uruguayos no afros. Es por la reproducción intergeneracional de estructuras que vienen de lejos y de procesos de discriminación estructural de la población negra. Y también porque hay pautas subjetivas de discriminación por el color de la piel en su doble faz de estigma externo y pérdida de autoestima propia. Algo difícil de anotar sin un esfuerzo de empatía con los otros y otras.

Los datos son elocuentes. Mientras que 66% de las mujeres afro de hasta 24 años han tenido al menos un hijo, sólo 40% de las de la población no afro han tenido al menos un hijo. En relación a Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), la población afro sin NBI es 48,7%, mientras que la población no afro sin NBI es 67%; la población afro con tres o más NBI es 11,8% del total, mientras que la población no afro con tres o más NBI es apenas 5,3% del total de la población, todo lo que evidencia una vulnerabilidad de la población afro mayor que la del resto de la población.

Hay indicadores alarmantes de desigualdad estructural de la población negra uruguaya; por ejemplo, la esperanza de vida mucho más baja que la población no afro, ya que mientras que sólo 8,1% de la población afro tiene 65 años y más, el resto de la población de la misma franja de edades es de 14,4%. De acuerdo a los datos de la Encuesta Continua de Hogares de 2015, el ingreso per cápita de los hogares afro es 30% menor que el ingreso per cápita de los hogares con ascendencia no afro. El trabajo no calificado de la población afro es 30% de todo el empleo afro, mientras que en la población no afro es sólo 17%. Incluso dentro del primer quintil más pobre la diferencia de ingresos entre población afro y no afro es mayor a 30%.

La doctora en economía Graciela Sanromán, entre otros economistas y demógrafos, realizó análisis factoriales de las causas de la brecha salarial: aproximadamente un tercio puede atribuirse a la educación, y otro tercio al tipo de ocupaciones excluidas para la población afro. Ambas variables, diferencia educativa y no acceso de las personas negras a las ocupaciones mejor remuneradas y calificadas, inciden en la brecha de ingresos.

Como todos rechazamos una explicación racista de inferioridad racial, la causa de la brecha no es autorreferida. Vale decir, la explicación de las diferencias es que en Uruguay hay reproducción intergeneracional de una vigorosa matriz de desigualdad endurecida y persistente entre negros y no negros. Pero aun así, resta un porcentaje de la brecha que no se explica por comportamientos afros diferenciales reproducidos entre generaciones excluidas de la educación o con bajas calificaciones laborales.

Como observan Sanromán y Cabella, se abre la interrogante por la explicación causal del estigma (o la discriminación subjetiva) atribuido al color de la piel (pigmentocracia) y sobreimpreso en la discriminación estructural en las brechas de ingresos.

En segundo término, el análisis de Faig asume un punto de partida liberal conservador que reduce la igualdad social, o la igualdad de oportunidades a lo largo de la vida de las personas, a la igualdad formal. Según Faig, la sola consagración de la igualdad formal opera un efecto mágico que anula las desigualdades reales preexistentes por razón de origen socioeconómico, etnia, género, discriminaciones a lo largo de la vida o una mezcla de las anteriores. La democracia social comienza cuando la igualdad formal y jurídica, dice Emilio Frugoni, se consustancia con la creación de condiciones sociales y culturales reales de igualdad. De lo contrario, la igualdad formal, aun siendo una conquista positiva del pasado, contribuye a legitimar las desigualdades del presente.

En tercer término, Faig confunde racismo y discriminación racial con su consagración como un régimen estamental o supervivencia de un régimen de castas o semiesclavitud. A diferencia del apartheid de Sudáfrica, las normas de segregación norteamericanas -previas a la victoria del movimiento de derechos civiles- o las leyes nazis de segregación de los judíos, en Uruguay, como en el resto del mundo, no hay regulación formal de discriminaciones por el color de la piel. Este hecho no dice nada sobre la discriminación racial que sufre la población negra en Uruguay o en cualquier país del mundo.

En cambio, Faig recuerda que nuestra Constitución sólo reconoce las diferencias de mérito y logro, lo cual es verdadero, claro está, y además un ideal muy válido. La cuestión es que realizarlo implica combatir, justamente, la lotería del nacimiento, la reproducción intergeneracional de desigualdades socioeconómicas y los estigmas por razón de color de piel o género, precisamente porque ellos desnaturalizan el verdadero valor del mérito y el esfuerzo con factores espurios y ajenos de ventaja o desventaja en la carrera auténtica del logro. El racismo, el rechazo a la inmigración o el afán de uniformidad cultural avasallante sobreviven o se agravan en sociedades de nuestra época porque incluyen una dimensión estructural y una dimensión subjetiva, mientras que su manifestación jurídica estamental o el renacimiento de normas de segregación expresan la debilidad de una ciudadanía verdaderamente universal histórica y culturalmente enraizada.

En cuarto término, Faig acusa a todo el modelo cultural “políticamente correcto”, y en especial a la reivindicación afro, de importación exótica que “adhiere a un tipo de integración anglosajón y comunitarista que está muy alejado de nuestra tradición liberal y […] quiere hacer visibles nuestras ‘matrices africanas’ […] y que los niños aprendan cosas de negros de Zimbabue o Sudáfrica”. Yo coincido con Faig en que es desacertado denominar “salud étnica” a un servicio de salud cuya población beneficiaria principal -por la alta prevalencia de la anemia falciforme en la población afro, entre otras enfermedades- es preferente, aunque no exclusivamente, negra. Esto no supone negar el desafío de construir una comunidad afrouruguaya fuerte como parte de una estructura social y cultural más justa y de una ciudadanía universal multicultural rica y compleja. En todas las sociedades contemporáneas, con pesos diferentes, conviven lógicas de sociabilidades comunitarias, individualistas o de acción colectiva racional. Ni el comunitarismo ni la convivencia son rasgos exclusivos de los norteamericanos.

En Uruguay conviven las comunidades judía, armenia, gallega o italiana con distintas redes de pares, hinchadas de fútbol, comunidades estéticas o subculturales y comportamentales o comunidades vecinales de comarcas, pueblos o barrios. No se entiende el espanto ante la realidad de la comunidad negra y su desarrollo y afirmación. Ni menos su descalificación, por lo menos sesgada, como importación exótica.

Esto no supone apoyar reivindicaciones emancipatorias actuales mediante el refugio egoísta en particularismos culturales de uso autoritario y cuya discusión exige otro espacio. También ocurre, lamentablemente, con las minorías. O con el consenso de la “corriente principal”. Y con Faig. Que peca de lo que denuncia cuando presenta una tradición nacional de liberalismo como propia y autosuficiente, y a los aportes culturales norteamericanos y africanos como exóticos y extraños.

El peruano José Carlos Mariátegui, indígena y fundador del socialismo latinoamericano, en un ensayo genial (Lo nacional y lo exótico), recordaba que “las relaciones internacionales de la inteligencia tienen que ser, por fuerza, librecambistas [...] El industrialismo [...] todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera. Hemos tomado de Europa y Estados Unidos todo lo que hemos podido. ¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un producto de la gente peruana? El mayor exotismo europeo es la doctrina del nacionalismo”. Y el liberalismo no floreció entre los charrúas.

El particularismo cultural de Faig se agrava porque reivindica un imaginario nacional supuestamente “hecho de ciudadanos iguales” que es, literal y lamentablemente, imaginario, porque la nación uruguaya igualitaria que supone dada nunca se realizó. Es una hermosa tarea pendiente, un sueño emancipatorio por cumplir. Para que sea verdadera esa nación, es imperioso reconocer que está pendiente.

La ideología y autopercepción de la mayoría no afro de Uruguay nos dice que somos una nación diversa y abierta, junto a la formación de nuestra identidad bajo el ideal emblanquecedor latino -propio de la mayoría de la generación del 900- de nación superadora de la barbarie ancestral indígena, criolla o africana. La realidad es que hay una profunda distancia subjetiva entre esa autocomplacencia blanca y la vivencia negra en este país. En Uruguay, el fútbol cumplió un papel fundamental en la invención de la nación y asimiló la ideología explícita emblanquecedora.

El diario El Día tituló la victoria celeste del Campeonato Mundial del Centenario con el lema “victoria de la Raza”, pero debió ubicar en el centro de la página la foto imborrable del padre de la hazaña, el negro Andrade. Poco después, el país lo olvidó en una humilde portería.

El factor negro es el más incómodo en el imaginario nacional uruguayo. Y ahora, por obra del movimiento políticamente correcto, se convierte en factor molesto, si no maldito. Es cierto que aún no disponemos de estudios sobre el impacto del estigma en la educación uruguaya. Una hipótesis avalada por evidencia empírica también en Uruguay es que el estigma y la baja autoestima afectan resultados y desempeño educativo.

La ideología educativa siempre es una propuesta de diferimiento de metas en el tiempo, y sostenerla, se sabe, exige mucho esfuerzo y resiliencia para sobreponerse a lo inmediato o al freno del alma o la prisión del pasado.

El fondo del problema negro en Uruguay es común con el resto del mundo, y sigue siendo la herida indescriptible para la humanidad de la esclavitud y trata masiva de negros y negras -objetos mercancías negados como sujetos y humanos-. No en el modo de producción asiático, sino dentro del pleno empuje del desarrollo capitalista y la primera globalización.

Otra especie de holocausto prolongado transferido como no dicho de generación en generación afro, ante el silencio del poder y las generaciones de los otros pueblos. Las tres condiciones para la paz y nuestro reconocimiento como humanos siguen pendientes en Uruguay: no hay verdad, porque sólo existe negación de este legado y su presente de racismo estructural y subjetivo; no hay justicia, porque el Estado y la mayoría social no asumen la responsabilidad de la política pública de equidad racial, y no hay reparación concebida como memoria de lo sucedido para la no repetición y el nunca más.

No es pedir perdón por lo que hicieron nuestros ancestros. Es más puro y elemental: se trata de verdad, justicia y reparación.

Es posible que haya excesos del modelo político correcto. Los cambios de la corriente principal a veces sacuden. La medida de retirar los crucifijos de escuelas y hospitales fue radical e hirió hondo, sin dudas, a sensibilidades entonces comunes. Creó una nueva realidad. Como antes se había creado la realidad de los crucifijos. El pensamiento conservador siempre naturaliza lo existente y presenta cambios culturales emancipatorios como rupturas de la normalidad, imposiciones e intolerancia.

En el caso uruguayo, estigma y debilidad de autoestima de una comunidad afro pequeña y fragmentada, vulnerable, concentrada relativamente en un país con territorios de bajas densidades pero, a la vez, con vigorosos factores originarios de identidad comunitaria, plantean desafíos inmensos. El único avance en la reivindicación emancipatoria de cada perspectiva es afirmar el universalismo de la ciudadanía, enriquecido por la diversidad de la historia y de la cultura. Ciudadanizar la lucha afrouruguaya es el camino.